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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Los muertos

No es sólo de una religión, aunque lo sea de todas, la exigencia grandiosa de evocar a los muertos. Es lo único en lo que nos sabemos humanos, la sola cosa que ni animal ni máquina podrán hacer nunca por nosotros: estremecerse ante lo ido

Como cada año, Madrid volverá a llenarse de mastuerzos ruidosos este fin de semana. Bullanga con combustible alcohólico, de preferencia.

Llamarán Halloween a esa obscena charada, que suplantó a aquel que un día fuera el más humano de los desconciertos: la presencia en la memoria de aquellos que no volverán nunca. Y en cuyo recuerdo resonaba el enigma de lo sagrado, lo que no tiene respuesta. Eso que es, en rigor, el fundamento de lo humano: la imposibilidad estricta de pensar la muerte. Lo que, bajo formulaciones tan distantes, va desde el nacer del pensamiento griego hasta las cartas del tan griego Pablo de Tarso. Del imposible encuentro entre yo y la muerte («cuando yo no ella, cuando ella no yo») que axiomatiza Epicuro, al «¿dónde está tu victoria, muerte?, ¿dónde, muerte, tu aguijón?», en la primera epístola a los Corintios. Meditar la imposibilidad de meditar la muerte es la inquietud más honda y el origen estricto de la tragedia humana. De otro modo dicho, el origen estricto de lo humano. Porque lo trágico, al menos en griego, no es lo espantoso: es lo insoluble. Y, en devastadora paradoja, lo informulable es lo humano.

No existe sociedad que no haya ritualizado ese cataclismo, bajo formas y ceremonias que deben ser revestidas siempre de la solemnidad más seria. «La muerte, con frecuencia más bella que la vida» de Barbey d’Aurevilly no pretende ser, al cabo, otra cosa que deriva esteticista de un sentir litúrgico que de La ciudad de Dios agustiniana le viene por vía directa: «nada es el tiempo de la vida más que decurso hacia la muerte». Y, en su feroz auto-sarcasmo, es lo que enuncia el epitafio, que para su propia lápida, cristalizará el supremo ajedrecista Marcel Duchamp: «A fin de cuentas, solo los otros mueren».

Pero, a una civilización que agoniza, corresponde la exigencia empecinada de enmascarar sus fundamentos. Así, todo lo primordial se empeña hoy en ser disfrazado de joviales trivialidades. Queda, de este modo, en harapos de payaso bullanguero todo aquello cuya necesaria solemnidad se nos volvió no demasiado divertida. No tanto, al menos, cuanto una mente párvula se cree en derecho de exigir que deba serlo todo. Vivimos el extraño presente en el que la estupidez suplanta a la tragedia. La ebriedad, a la herida incurable de lo sagrado. Y la muerte, que es lo sagrado mismo, es evacuada de nuestra presencia: abolida, relegada a trivial residuo de un despreciado anacronismo supersticioso.

No es solo de una religión, aunque lo sea de todas, la exigencia grandiosa de evocar a los muertos. Es lo único en lo que nos sabemos humanos, la sola cosa que ni animal ni máquina podrán hacer nunca por nosotros: estremecerse ante lo ido. Ese temblor que, en estas vísperas de lo que es ya apenas nada, fuerza a un hombre solo en su biblioteca a tomar un viejo libro de la estantería. Y a buscar en sus páginas un soneto que, casi medio milenio después de escrito, conmociona, al ser leído, con la violencia de aquello que no será nunca materia del tiempo:

«En fin, en fin, tras tanto andar muriendo,
tras tanto variar vida y destino...»

De otro modo –menos bello– dicho: sólo la muerte no muere. Sólo los que sus puertas pasaron nos son, por tanto, sagrados. Pero es mucho más divertido –¿a qué engañarnos?– revestir máscara de fantasma en Halloween.

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