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TribunaJosep Maria Aguiló

Un niño un poco raro

La única rareza que acabaría perdurando en el tiempo e incluso haciéndose quizás un poco más fuerte fue, qué le vamos a hacer, la de ser periodista

Actualizada 09:28

Tendría yo cuatro o cinco años de edad cuando, no sé muy bien por qué, empecé a hacer algo seguramente un poco raro cada vez que me iba a dormir. Así, cuando estaba ya en la cama, en lugar de poner la cabeza arriba y los pies abajo, o viceversa, como hace casi todo el mundo, optaba por colocarme en posición paralela a la cabecera de la cama, de izquierda a derecha, cubriendo mi pequeño cuerpo sólo con la almohada.

Por fortuna, esa pequeña manía infantil nocturna no solía prolongarse cada noche más allá de unos pocos minutos, pues enseguida que empezaba a sentir un poco de frío cambiaba de posición, me resituaba ya cabalmente y me cubría por fin de forma correcta, con las sábanas y una manta. Creo que esa es la primera rareza mía personal de la que guardo recuerdo, pero he de reconocer que no fue la única, pues a lo largo de mi infancia irían aflorando diversas singularidades más, la mayoría de ellas vinculadas también a mi habitación y a mi cama.

El coprotagonista de una de esas inocentes locuras era mi querido osito de peluche, con el que siempre dormía. Como quería que mi peluche estuviera siempre tan cómodo como yo, no solía dormir abrazado a él. De hecho, reservaba la mitad exacta de la superficie total del colchón para mi osito y la otra mitad para mí, mientras al mismo tiempo imaginaba que ese diminuto habitáculo era en realidad una prodigiosa nave interestelar, con la que viajábamos ambos por casi todo el cosmos.

Como en aquella época yo no era muy buen estudiante, aprovechaba las dos o tres noches previas a cada examen para estudiar en mi cama. Normalmente, alumbraba mis apuntes con una linterna a pilas muy pequeña, pero en alguna ocasión lo hice también con el globo terráqueo con luz que le habían regalado a mi hermano Joan por su Primera Comunión. Para intentar tamizar en la medida de lo posible la gran luminosidad que desprendía ese globo terráqueo, lo introducía debajo de las sábanas, pero aun así siempre se filtraba algo de luz, por lo que mi habitación adquiría en esos momentos un aspecto casi mágico, más propio de algún clásico infantil del gran Steven Spielberg que de un humilde cuarto ubicado en un pequeño piso de Palma de Mallorca.

Fue también en esos años cuando durante un tiempo tuve frecuentes migrañas casi todos los días. Como en aquel tiempo el cajón superior de la cómoda del comedor de casa era como una especie de farmacia de guardia, abierta las 24 horas, yo mismo solía coger casi cada noche de ese cajón un analgésico muy fuerte, sin consultárselo a veces previamente a mis padres. Ese calmante era tan potente y efectivo, que no sólo me quitaba el dolor de cabeza, sino que también hacía que mi cerebro y mi mente se sintieran como flotando misteriosamente o incluso casi levitando por toda la habitación. En ese sentido, no me sorprendió que, unos pocos años después, el propio fabricante decidiera cambiar la fórmula originaria de ese analgésico y hacerla un poquito más suave.

Otra peculiaridad que me caracterizaba de niño era que siempre intentaba entretener y hacer reír a mis dos hermanos, Gaspar y Joan. Así que las noches en que nuestros padres nos mandaban muy pronto a dormir, yo les decía que no se preocupasen, que yo mismo intentaría hacer desde mi cama una especie de programación radiofónica alternativa sólo para ellos, conformada por algo parecido a un diario hablado y por alguna breve representación teatral más o menos improvisada. La verdad es que siempre le ponía muchas ganas a esa tarea de periodista y de actor, pero normalmente me entraba sueño al poco rato y me quedaba ya completamente dormido poco después de haber iniciado mi repaso de las noticias más importantes del día.

A veces, las pequeñas rarezas de mi infancia se combinaban con algunas grandes fantasías. Una de esas fantasías era que un juguete que nunca me habían podido regalar mis padres, en concreto un fuerte de Comansi, aparecería un día mágicamente debajo de mi cama, sólo por el mero hecho de desearlo yo con todas mis fuerzas. Así que durante mucho tiempo, al despertarme cada mañana, lo primero que hacía era mirar la parte baja de mi catre con la esperanza de que estuvieran allí los soldados, los indios y los cactus de Comansi que tanto anhelaba, pero como seguramente habrán intuido ya, nunca llegué a verlos, ni debajo de mi cama ni en ningún otro lugar de la casa familiar.

De todas mis pequeñas rarezas infantiles, quizás la más curiosa y llamativa fuera que durante unos años dormí siempre con una bolsa llena de chucherías al lado de mi cama, porque tenía miedo de que en algún momento pudiera pasar alguna gran catástrofe natural y tuviéramos que salir de casa corriendo y casi con lo puesto. Esa especie de kit de supervivencia alimentaria estaba compuesto esencialmente por caramelos blandos, chocolatinas, cacahuetes y galletas saladas. Por suerte, nunca me vi obligado a utilizar ese kit, o no al menos para la finalidad específica con la que había sido creado.

Con los años, la mayoría de aquellas manías y singularidades irían desapareciendo poco a poco, dando paso a otras nuevas, más elaboradas o algo distintas. La única rareza que acabaría perdurando en el tiempo e incluso haciéndose quizás un poco más fuerte fue, qué le vamos a hacer, la de ser periodista.

  • Josep María Aguiló es periodista
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