La moral invertida de la política española
Instituciones como el Consejo de Europa consideran extremista a toda ideología que rechaza el pluralismo democrático, la separación de poderes o los derechos fundamentales. ¿Dónde encaja Vox en esa definición?
En la España actual, marcada por el descrédito institucional y una comunicación política cada vez más teatralizada, pocos conceptos se repiten tanto como el de «extrema derecha». Se utiliza como un comodín en medios, tertulias y declaraciones oficiales, sin que se apliquen los mismos criterios a sus supuestos contrarios. La extrema izquierda, incluso cuando forma parte del Gobierno, apenas merece mención. ¿Acaso ha dejado de existir?
La asimetría es evidente. No trata este análisis de hacer una retórica entusiasta de Vx, al que se le tilda sin matices de «ultraderecha», sino de restablecer con honestidad intelectual los conceptos políticos que imperan. Partidos como Podemos, Sumar o Izquierda Unida –con postulados marxistas, leninistas o bolivarianos– rara vez reciben el calificativo de extrema izquierda, pese a su retórica contraria a pilares del sistema como la propiedad privada, la economía de mercado o la unidad nacional. El debate sobre los extremos no puede sostenerse en términos emocionales o prejuicios ideológicos. Porque ¿quién decide qué es extrema derecha? Se requiere de categorías políticas serias. La etiqueta de «extremismo» debería basarse en criterios objetivos. Instituciones como el Consejo de Europa consideran extremista a toda ideología que rechaza el pluralismo democrático, la separación de poderes o los derechos fundamentales. ¿Dónde encaja Vox en esa definición? ¿Propone suprimir el sufragio, instaurar un partido único o eliminar las libertades individuales? No. Puede criticarse su tono, su cierta oposición al multiculturalismo o su defensa de la recentralización, pero no hay en su acción política propuestas que cuestionen el marco democrático.
Muchos partidos comunistas europeos han sido históricamente excluidos de los gobiernos precisamente por su relación con ideologías totalitarias. En España, sin embargo, se normaliza la presencia en el Ejecutivo de dirigentes que elogian regímenes autoritarios. Iglesias afirmó en 2013 que no condena ninguna dictadura «si mejora las condiciones de vida de su pueblo» y Yolanda Díaz ha reivindicado a Anguita como referente, pese a su declarada afinidad con el comunismo leninista. La doble vara no es nueva. Desde el siglo XX, la izquierda ha gozado de un prestigio cultural que el comunismo supo mantener incluso tras la caída del Muro de Berlín. Mientras el fascismo fue derrotado moralmente, el marxismo sobrevivió en el imaginario progresista, protegido por la inteligencia occidental. En España, esa herencia se consolidó durante la Transición, cuando la izquierda antifranquista logró monopolizar el relato moral de la democracia, asociando sus postulados a la justicia social, mientras la derecha seguía bajo sospecha.
Este desequilibrio se agravó con la aparición de Vox tras el desafío secesionista en Cataluña. Su irrupción fue tratada como una amenaza que debía ser demonizada. Se impuso entonces una narrativa que normaliza a Bildu o ERC –con pasado violento o rupturista– pero considera inaceptable cualquier defensa del orden constitucional desde postulados conservadores. Basta recordar que, en pleno Parlamento, Arnaldo Otegi afirmó en 2021: «Tenemos 200 presos y queremos traerlos a casa», mientras negociaba con el PSOE. Esto se contrapone a la propia Resolución 1.481 del Consejo de Europa, aprobada en 2006, que establecía la condena moral, política y jurídica de los crímenes del comunismo, equiparándolos con los del nazismo: «Los crímenes del comunismo deben ser condenados igual que los del nazismo, porque negaron los derechos humanos fundamentales».
Etiquetar no es neutral: es una forma de exclusión política. Cuando medios y líderes internacionales califican automáticamente a Vox como «ultraderecha» sin aplicar el mismo criterio a Podemos o Bildu, no informan: construyen un relato. El propio Pedro Sánchez afirmó en 2023 que Vox «representa una amenaza para la democracia». Pero ¿acaso no es también una amenaza que miembros del Gobierno admiren abiertamente dictaduras comunistas? Esta inversión de la moral política se traslada también al ámbito legislativo. La Ley de Memoria Democrática (2022) condena únicamente al franquismo, ignorando los crímenes del bando republicano o la violencia revolucionaria. El artículo 1.3 lo dice claramente: «La ley tiene por objeto el reconocimiento de las víctimas del franquismo…». Silencio absoluto sobre las demás víctimas del siglo XX.
El problema no es que existan partidos en los extremos del arco parlamentario –eso es propio de toda democracia–, sino que el sistema haya invertido su capacidad crítica, la verdad palpable ante la propaganda virtual. Hoy se llama «centro» a lo que antes era radical, y «ultraderecha» a lo que no es sino una derecha afirmativa. Esta inversión no es trivial: desarma a la oposición y blinda al Gobierno con una superioridad moral construida. Y lo hace a costa del debate democrático.
Un ejemplo ilustrativo es la sentencia del Tribunal Constitucional 133/2022, que declaró inconstitucional la reforma exprés del CGPJ impulsada por el Gobierno. El Alto Tribunal advirtió que dicha reforma vulneraba la separación de poderes. ¿No es esa una amenaza más real al Estado de Derecho que una propuesta de recentralización? Lo mismo cabe decir del informe de la Comisión Europea de 2023, que expresaba su «seria preocupación» por la situación judicial española. Sin embargo, estas alertas institucionales provocan menos escándalo mediático que una pancarta de Vox. España necesita recuperar la honestidad intelectual. La extrema derecha no se define por lo que diga la izquierda, ni la extrema izquierda por lo que diga la derecha. Hay definiciones académicas, criterios jurídicos y precedentes históricos. Pero si se sigue usando el término «fascista» como insulto para anular al adversario, no solo se está dañando la reputación de un partido: se está comprometiendo la salud del sistema democrático. Y ese, sí, es un verdadero extremo.
- Íñigo Castellano y Barón es conde de Fuenclara