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Gaza: las palabras importan

Esa responsabilidad no recae solo en cada ciudadano, sino especialmente en quienes ocupan el espacio público con su voz: locutores, periodistas, analistas y líderes políticos

Vista de la franja de Gaza destruida tras los bombardeos israelíes

Vista de la franja de Gaza destruida tras los bombardeos israelíesAFP

Las palabras tienen su significado, y no vale decir: «lo llamo así y, si no te gusta, llámalo otra cosa». Ese es el principio del fin de la polis. Y nos estamos acercando peligrosamente a él. Hay que recuperar el valor del significado de las palabras y la validación de los datos que se utilizan para montar el debate público. Con censura, no. Con ética.

Esta semana llevo escuchando un sinfín de opiniones sobre si las actuaciones del Ejército israelí constituyen un genocidio sobre la población de Gaza. Prefiero ignorar a los radicales exaltados —con quienes cualquier conversación es inútil— y me centro en la gente biempensante que, sin defender a los terroristas de Hamás, está horrorizada con las imágenes de Gaza y pide detener la barbarie.

La mayoría de esas opiniones se basan en la idea de que, dado que lo que ocurre es horroroso, hay que usar un término lo suficientemente extremo para certificar nuestro rechazo a la conducta israelí. ¡Qué mejor que llamarlo genocidio, palabra que los hebreos comprenden sobremanera considerando la Shoah! Luego están los que opinan que hay otras maneras de pelear contra el terrorismo con más «finesse», como hizo España contra ETA. Olvidan que España tenía el control del territorio y la legitimidad del Estado; Israel, en Gaza, no.

Lo más grave son los todólogos que reducen el argumento a: «Esto es horroroso, yo no soy jurista, entonces lo llamo genocidio, y tú llámalo como quieras». Pero las palabras tienen un significado, y si no conversamos con las definiciones correctas, cualquier discusión se convierte en un esfuerzo estéril.

Genocidio, según la RAE, es la eliminación sistemática de un grupo humano por razón de raza, etnia, religión, política o nacionalidad. Y, en términos jurídicos, la Convención Internacional para la Prevención del Genocidio añade una condición previa esencial: la intención deliberada de destruir, total o parcialmente, a un grupo humano como tal.

Los activistas continúan acampados en las universidades de todo el país

Activistas por Palestina protestan en Estados UnidosAFP

¿Ocurren actos atroces en Gaza? Sí. ¿Se pueden imputar crímenes de guerra? Probablemente, y habrá que probarlo en un tribunal competente. Pero confundir crímenes de guerra con genocidio es como confundir una infección con una sepsis: no es lo mismo, y la banalización del término imposibilita una conversación seria.

Si Israel quisiera destruir a los palestinos, tiene medios para hacerlo sin ambajes. ¿Por qué avisar antes de bombardear? ¿Por qué abrir corredores de salida? ¿Por qué dejar entrar ayuda humanitaria? Los aliados no lo hicieron en Dresde, Hiroshima o Nagasaki. Y sin embargo nadie los calificó entonces de genocidas.

Los datos ayudan a poner las cosas en perspectiva. Incluso aceptando las cifras más altas dadas por ONG pro-palestinas, la ratio de bajas civiles frente a combatientes en Gaza es menor que en Corea, Chechenia o Irak, y está a años luz de Ruanda o Camboya. La comparación es incómoda, pero necesaria: la verdad importa. Sin hechos compartidos no hay conversación posible, y mucho menos si usamos palabras jurídicas como si fueran insultos de taberna.

El problema central es el lenguaje elegido en el debate público. Y lo mismo sucede con los «datos»: muchos de los que se arrojan en tertulias no son más que opiniones disfrazadas de cifras, informes redactados por activistas y titulares inflamados. Como alguien los contradiga, el comodín aparece enseguida: «negacionista». Y otro término queda degradado, vaciado de contenido y convertido en arma arrojadiza. Y siempre con un tufillo antisemita.

Los casos no se limitan a Gaza. En el debate sobre inmigración y violencia, basta con insinuar la posibilidad de una correlación entre el aumento de criminalidad (en Estados Unidos, pero sobre todo en Europa) para que salten las alarmas. Y, sin embargo, esa es precisamente la conversación seria que deberíamos sostener en el foro público: ¿hay causalidad o no la hay? Lo que no sirve es negar la evidencia estadística o despachar al interlocutor con la etiqueta de «racista». La correlación existe, y como sociedad debemos buscar una solución aceptable para todos, que tenga en cuenta la humanidad, la seguridad y también el coste.

Lo mismo ocurre en España con el empleo y los salarios. El simple hecho de introducir la palabra «productividad» convierte a cualquiera en un supuesto clasista. Y en sentido contrario, quien denuncia el capitalismo de compinches que impera en nuestra piel de toro es estigmatizado de inmediato como liberado sindical. Siempre el mismo truco: no hablemos de datos, lancemos insultos para silenciar al adversario o para excitar a la parroquia.

Aquí está el verdadero peligro: cuando las palabras dejan de significar lo que significan, ya no hay espacio para la razón, solo para la emoción. Y la democracia —que es conversación entre ciudadanos libres— se convierte en una pelea de eslóganes. Como recordaba Hannah Arendt, la política solo existe mientras exista un mundo común que compartimos; destruir ese mundo común con palabras adulteradas es destruir la política misma. George Orwell lo expresó con brutal sencillez: «si el lenguaje corrompe el pensamiento, también el pensamiento puede corromper el lenguaje». Y Jürgen Habermas insistió en que la legitimidad democrática depende de la posibilidad de deliberar sobre bases de verdad compartida. Dicho de otra forma: sin un lenguaje común y datos fiables, la política degenera en manipulación y propaganda.

Bombardeo israelí sobre un edificio de la Ciudad de Gaza

Bombardeo israelí sobre un edificio de la Ciudad de GazaTwitter

Esa responsabilidad no recae solo en cada ciudadano, sino especialmente en quienes ocupan el espacio público con su voz: locutores, periodistas, analistas y líderes políticos. Su obligación moral no es agitar emociones con titulares incendiarios, sino garantizar que los términos que usan responden a definiciones rigurosas y que los datos que difunden se ajustan a la realidad comprobable. La discrepancia, la crítica y el debate áspero son no solo legítimos, sino necesarios; pero deben apoyarse en un terreno firme de palabras claras y hechos verificables.

De lo contrario, nos condenamos a un diálogo de sordos en el que los conceptos se vacían, las cifras se manipulan y la conversación pública se convierte en un concurso de relatos enfrentados. Y cuando la política se reduce a relatos irreconciliables, deja de ser un espacio de razón compartida para convertirse en un campo de batalla tribal. Ese es el abismo al que nos acercamos.

La defensa del significado de las palabras y la veracidad de los datos no es, pues, una cuestión académica o semántica: es la condición misma de la democracia.

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