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24 de abril de 2024

Isabel Vigiola, junto a Antonio Mingote, en una imagen de archivo

Isabel Vigiola, junto a Antonio Mingote, en una imagen de archivoAntonio Astorga Casado

Isabel Mingote (1930-2022)

Isabel, mi adjunta

Isabel abrazaba los bocetos de Antonio, acariciaba sus lápices, dialogaba con sus cuadernos. Cada hora que pasaba estaba más enamorada que nunca de él. Había aprendido a admirarlo cada minuto más

Isabel Vigiola, viuda de Antonio Mingote
Nació en 1930 en Madrid, donde ha muerto el 28 de mayo de 2022

Isabel Vigiola Blanco

Mujer de Antonio Mingote

Viuda de Antonio Mingote, al que conoció cuando era secretaria de Edgar Neville, compartió juntó a Mingote, durante medio siglo, la intrahistoria cultural de España de las últimas décadas.

Nunca ha existido un amor tan verdadero como el de Isabel Vigiola y Antonio Mingote. «Mi adjunta», decía él de ella, era una mujer que no dejó ni una noche de hablar con él. Isabel se sentaba en la mesa del despacho de Antonio a esperarlo. Estaba tal como lo dejó él, como su mesilla de noche, como el contestador telefónico. Como su baño, donde Mingote dibujó una cenefa de azulejos con motivos marinos.
Estaban también la bata y la toalla de Antonio, y el cocodrilo sujetando un lápiz rojo y otro verde, y la página doblada en su esquina derecha del libro que estaba leyendo, El puente de los asesinos, de Arturo Pérez-Reverte. Y el capítulo, «Confidencias de lobos viejos». Y allí resistía el cuadro que Antonio enmarcó con una cita de Primavera negra, de Henry Miller: «Digo que nunca se puede hacer daño a un gran libro por llevarlo al retrete. Solamente los libros poco importantes sufren allí».
A Isabel le parecía que Antonio iba a doblar la esquina cualquier tarde, regresando de su paseo por el Retiro (el parque del que un estupendo amigo de ambos, José Luis Garci, es corresponsal in pectore), y que volvería a casa. Isabel abrazaba los bocetos de Antonio, acariciaba sus lápices, dialogaba con sus cuadernos. Cada hora que pasaba estaba más enamorada que nunca de él. Había aprendido a admirarlo cada minuto más.
Isabel era divertida y encantadora, y tuvo la suerte de convivir con Tono, Mihura, Neville.., pero «siendo justa y nada vanidosa con respecto a Antonio, nadie vale lo que valía Antonio, nadie sabe lo que sabía Antonio, nadie era tan equilibrado, tan justo como Antonio», reconocía.
Isabel trabajó desde los 17 años en casa de Edgard Neville y por las tardes en la de Conchita Montes. Aunque ella quería seguir sus estudios universitarios, necesitaba un trabajo. En una oficina de empleo le informaron de que el conde de Berlanga del Duero requería una taquimecanógrafa. Isabel se sabía todas las películas de Neville, pero desconocía que él tuviera ese título nobiliario.
Acudió a su casa, en la Avenida de la Moncloa, pero Neville se encontraba en el Puerto de Pollensa aún –era septiembre–, con sus amigos los Buadas. A su regreso, Edgar Neville llamó a Isabel y le expuso las condiciones: de diez de la mañana a dos de la tarde y 125 pesetas a la semana de sueldo. Tras una semana a prueba, Neville contrató a Isabel. Y en la casa de Neville, Isabel conoció a Antonio Mingote; una casa que era un hervidero de directores, actrices y actores de postín.
Isabel tenía un diario que escribió desde entonces, y que es joya preciadísima por editores. En él está incardinada, y anotada, la intrahistoria cinematográfica y cultural de España de las últimas siete décadas.
Un día, Isabel llamó a Antonio para felicitarle por un chiste muy divertido en su periódico, ABC. Él estaba casado, y ella tenía novio. Antonio se separa, se hacen amigos, pero no hay flechazo. Año y medio después de separarse, a Antonio le operan de vesícula. Tono le cuenta a Isabel que Mingote está muy grave, y a su novio le sienta muy mal que llame a Antonio, que se ponga al teléfono y hable con ella.
Ella sospechaba que ahí ya debía existir algo por parte de Antonio. Cuando Isabel corta con su novio y le traslada a Mingote sus penas, él le dice: «¿Por qué no me ayudas?». Él tenía un desorden descomunal de papeles. Y por las tardes Isabel le ordenaba su despacho.
A Antonio, Isabel le empezó a abrir cartas que él tenía sin abrir desde el año 1955. Comenzó a ordenárselo todo; él se quejaba de su orden, pero si Isabel no se hubiera enamorado de Antonio jamás habría sido el orden en su marasmo de papales y dibujos.
Y ahí estaba ella. Y su admiración por Mingote, con su entusiasmo y cariño. A los cuatro meses descubren que están enamorados, y se unen en 1966.
Pero sin flechazo ni nada, atajaba Mingote: «Los flechazos son trampas maniqueas. Fue una acumulación de momentos, de sensaciones, de cosas». Isabel le respondía: «Pero nos atraíamos, nos gustábamos. Éramos muy buenos amigos». Y Mingote contraatacaba. «Pero esto que estás contando son cosas muy íntimas, yo soy muy púdico». «Qué curioso! –porque habíamos sido amigos antes, yo había sido amiga de la mujer, salíamos en grupo, con los Vizcaíno, los Berlanga…– y me dijiste: ¡Qué curioso! Te veo ahí sentada y no sé por qué tenía la sensación de que esto tenía que ocurrir, de que tú tenías que estar aquí».
Y ahí, a su lado, ha estado ella siempre.
Cuando Antonio pasó las de Caín, Isabel no quería separarse ni un segundo de él. No quería que lo ingresaran. El cardiólogo le dijo que Antonio necesitaba una revisión y ella le dijo que se lo llevaba a casa, abría el gas y se morían juntos, pero que de su casa no salía. Y consiguió que le organizaran un pequeño hospital en su domicilio.
El día 27 de marzo de 2012, Isabel estaba con gripe, y cuando a las 8 de la mañana se llevaron a Antonio camino del hospital, él le preguntó a ella: «¿Tú no vienes?». Ella le dijo que le podía contagiar la gripe, y él le contestó: «Pues nos quedamos los dos aquí malitos, ¡pero no me voy!» Hasta que Isabel le convenció.
Al poco rato, le llamaron del hospital y le comunicaron que Antonio tenía pulmonía y que había que dejarlo allí. Ella no quería dejarlo, pero Antonio estaba afectado por una fiebre enorme que había que controlar. Antonio tampoco se quería quedar, y al día siguiente lo último que le dijo fue: «Sácame de aquí». Así, hasta el 3 de abril de 2012.
Una década y algunos días después Isabel ya está con Antonio. Isabel se llevaba 11 años con Antonio. Ha muerto con 92; él, con 93. Ella si pudiera le hubiera dado cinco y medio a él para morir a la vez.
Isabel era el orden de Antonio. Rescataba las libretillas, los blogs, los cuadernos que Antonio arrinconaba o despistaba en cualquier cajón, mesilla; ordenaba dibujos, bocetos, cuadros… la obra inmortal de un grande de España.
No quiso hacer otra cosa que dedicarse a él. Y fue muy feliz. Ahora ya vive con él otra vida, para siempre. Ella había perdido con Antonio al amigo y lo ha vuelto a recuperar. Es muy difícil que en una pareja tu mejor amigo sea tu marido. Así lo sentía Isabel. Echaba muchísimo de menos a ese amigo, y al marido, porque en ellos el amor y la pasión eran uña y carne.
Para Isabel, convivir con Antonio, que era una persona que siempre quería la paz y que no conocía el odio, era la felicidad. Antonio no era fanático, y sí fácil de convencer a través de las ideas. Si hubiera mucha gente como él, la vida sería más feliz.
Nunca habrá un amor tan verdadero como el de Isabel Vigiola y Antonio Mingote. Isabel siempre ha sentido amor y admiración por Antonio, como ella le llamaba a él, «mi adjunto». Pero esto de adjunto, se encargaba ella de aclarar, no es expresión suya; es más, confesaba que se la había copiado a Antonio. En cierta ocasión le pidieron que escribiera algo sobre él y lo tituló: «Antonio, mi marido». Mingote se lo corrigió y a ella le gustó más «mi adjunto».
Querida Isabel, espero que me perdones. Una vez me dijiste cuando te pedí una pequeña biografía tuya para el libro que escribimos por colleras Mingote Reservado: el Taller desconocido de un genio: «Astorga, me niego a mandar mi biografía. Presumo de haber nacido en 1930, cuando algún joven pedante quiere presumir de haber nacido muy tarde. Sería una redundancia contarlo ahora cronológicamente, y esto suponiendo que a alguien le interesen mis peripecias».
Isabel, lleva contigo siempre ese amor y admiración del resto del personal, los que nos quedamos aquí en la tierra, en estado de permanente perplejidad, tus adjuntos.
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