Aplausos a lo que no se comprende
Se celebra la figura sin comprender del todo el contenido. Las mismas voces que hoy ensalzan a Bergoglio parecen olvidar que habló del aborto como un asesinato cometido por sicarios. Algunos olvidan -o desconocen- que, para la Iglesia, la defensa del pobre empieza por el más desvalido, y ése es el que aún no ha nacido.
Han pasado muchas cosas desde la muerte de Francisco. Desde el principio he querido desconectar del aluvión de vaticanistas súbitos —creyentes o no— que han encontrado en este pontificado la ocasión perfecta para decirnos, una vez más, cómo debería ser la Iglesia. Misión imposible. Hemos visto ya de todo: elogios de quienes jamás han pisado una iglesia, comparaciones forzadas, lecturas ideológicas, sentimentalismo travestido de lucidez.
Entre todo eso, lo que más perpleja me ha dejado ha sido una viñeta pretendidamente conmovedora en la que el Papa llega al Cielo y el demonio, con cara de ternura, le dice a Dios Padre: «Me gustaba hasta a mí». No quiero imaginar la reacción del finado si hubiera podido verla. O de cualquiera con un mínimo conocimiento de teología. Horror y ternura: la combinación posmoderna por excelencia.
Hay algo curioso en la forma en que ciertos sectores que rechazan de forma abierta la fe católica se han reconciliado con el pontificado de Francisco. No quiero analizar si esa simpatía es merecida ni si su recepción externa es justa o injusta. Solo me detengo en un hecho: se celebra la figura sin comprender del todo el contenido. Las mismas voces que hoy ensalzan a Bergoglio parecen olvidar que habló del aborto como un asesinato cometido por sicarios. Algunos olvidan -o directamente desconocen- que, para la Iglesia, la defensa del pobre empieza por el más desvalido, y ése es el que aún no ha nacido.
¿Por qué obvian algunos este choque de trenes fundamental entre la doctrina católica y la «moral» posmoderna? Se aplaude lo que se cree flexible, lo que suena amable, lo que parece menos incómodo. Se prefiere la caricia al mandamiento, la frase al catecismo. Pero ocurre que, en la Iglesia, la ternura sin verdad no es caridad sino caricatura.
Hace unas semanas se presentaba como un acto de gran valentía que una influencer confesara haber abortado con veinte años. El padre del no nacido era un famoso y adinerado presentador de TV, veintiún años mayor, con quien se casó un año más tarde. Con quien fue madre dos años después. La confesión fue aplaudida como un testimonio de libertad. No importó el contexto, ni la biografía, ni el hecho de que ese aborto no respondiera precisamente a la situación límite con la que se suele argumentar a favor de la eliminación de una criatura en el vientre materno (la niña de trece años violada por un batallón ruso, etc).
La pendiente resbaladiza se ha institucionalizado. Pocos repararon en el rostro de esa madre mientras contaba su historia, esa congoja apenas disimulada mientras hablaba de lo que quizá entendía como irreparable. ¿Nadie se pregunta por las consecuencias de trivializar la sexualidad? ¿Por las heridas que deja esa libertad sin dirección? El gesto fue aplaudido, sí. Pero a mí me conmovió de otro modo. Porque detrás de esa tristeza tal vez haya una pregunta que nadie quiso oír.
Gracias a Dios, la Iglesia sigue ahí, incómoda. Exigente. Diciendo lo que el mundo no está dispuesto a escuchar. Y ese escándalo, en lugar de provocar rechazo, parece despertar cierta fascinación ritual: no hay editorial progresista que no tenga ya una sección de espiritualidad; no hay medio generalista que no escriba columnas sobre la Iglesia en cada cónclave, cada sínodo, cada escándalo. ¿No resulta extraño tanto interés por una institución que se dice moribunda? ¿Qué necesidad hay de convencer a la Iglesia de que sea más moderna, más inclusiva, más líquida?
Tal vez porque en el fondo —aunque no se admita— se intuye que lo que dice la Iglesia no es del todo irrelevante. Tal vez porque se sospecha que, detrás de ese lenguaje que incomoda, hay una verdad que interpela. Tal vez porque, como decía Ratzinger, la Iglesia no vive de su prestigio social, sino de ser portadora de un escándalo: el escándalo de la cruz.
San Pablo lo escribió sin matices: «Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles.» Nada ha cambiado. Y, sin embargo, esa locura sigue provocando interés. Incluso admiración. Incluso ternura.
Se aplaude lo que no se comprende. Se alaba lo que no se quiere obedecer. Y en ese aplauso mal entendido, tal vez —solo tal vez— hay una súplica encubierta.
Una súplica disfrazada de simpatía.