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26 de abril de 2024

TribunaJosep Maria Aguiló

La magia de Blake Edwards

La mayoría de sus películas contienen innumerables secuencias prodigiosa y elegantemente filmadas, con la suficiente fuerza como para quedarse ya para siempre grabadas y guardadas en nuestra memoria

Actualizada 09:33

Está amaneciendo. En una Quinta Avenida de Nueva York completamente desierta, un vehículo avanza en solitario. La luz en ese instante es crepuscular y bellísima, profundamente melancólica. El citado vehículo, un taxi, se detiene y de él vemos descender entonces a una joven, que se dirige a la joyería Tiffany para contemplar sus escaparates exteriores, mientras coge un café y un cruasán de una pequeña bolsa de papel que lleva consigo.
Así empezaba la hoy icónica película Desayuno con diamantes, dirigida en 1961 por Blake Edwards, un notabilísimo cineasta que con este filme rodó muy posiblemente una de sus mejores obras. Para muchos estudiosos, Edwards fue, además, uno de los grandes directores del Hollywood de los años sesenta, aunque no siempre fue reconocido como se merecía, en especial, curiosamente, por parte de la propia meca del cine, de la que incluso se alejaría momentáneamente a principios de los años setenta.
Los espectadores sí mantuvimos, en cambio, un idilio bastante prolongado y sólido con Edwards, un idilio que llegaría casi intacto hasta mediados de los ochenta, a pesar de algunas pequeñas rupturas previas transitorias. De hecho, creo que si hoy nos preguntasen a muchos de nosotros cuáles son, en general, las películas de nuestra vida o las que recordamos tal vez con mayor cariño, casi con total seguridad citaríamos alguna dirigida por Edwards, como la propia Desayuno con diamantes o como Días de vino y rosas, Chantaje contra una mujer, La pantera rosa, El guateque –la adoro–, Dos hombres contra el Oeste, La semilla del tamarindo, ¿Víctor o Victoria? o Darling Lili.
A sus admiradores nos resultaba además bastante fácil identificarnos con los protagonistas de sus películas, a pesar de que casi todos solían tener un cierto halo de perdedores, ya fuera en sus comedias más sofisticadas o en sus parodias más surrealistas, así como también en los melodramas y los musicales que rodó con gran convicción o en los filmes policíacos que también hizo suyos. El principal rasgo que distinguía a esos perdedores era que, en general, sobrellevaban su condición con una curiosa y llamativa mezcla de estoicismo, desamparo, ingenuidad e ilusión. Seguramente por ello, a menudo los sentíamos bastante próximos a nosotros, como ocurría en el caso de Desayuno con diamantes con sus dos protagonistas, Holly –la maravillosa Audrey Hepburn– y Paul –el infravalorado George Peppard–.
Pese a todos sus grandes títulos, Edwards nunca llegaría a ser nominado al Oscar como mejor director, circunstancia que lo equipara con otros excelentes directores que tampoco llegaron a optar a la estatuilla en ese apartado. Sí fue nominado, en cambio, como guionista, por la adaptación del libreto de ¿Víctor o Victoria?, en 1982. Posteriormente, en 2004, recibiría un merecidísimo Oscar honorífico por el conjunto de su trayectoria cinematográfica, seis años antes de su fallecimiento. Ahora, por fortuna, su figura ha vuelto a ser recordada merecidamente, al cumplirse en este 2022 el centenario de su nacimiento.
Los amantes del cine que tenemos ya una cierta edad, más próxima quizás a la jubilación anticipada que a un prometedor futuro laboral, nos alegramos muy especialmente de esta conmemoración, pues Edwards fue una de las presencias más constantes y más agradables de nuestro pequeño universo sentimental cinematográfico adolescente y juvenil. Una de las principales razones del interés y de la estimación que sentíamos por este cineasta era que la mayoría de sus películas estaban impregnadas de magia, entendida aquí como la capacidad de poder seducirnos fuese cual fuese el género que escogiese, aun reconociendo que su gran talento brilló sobre todo en la comedia, en especial cuando combinaba sofisticación y «slapstick».
Esa magia se percibía también en el hecho de que la mayoría de sus películas contienen innumerables secuencias prodigiosa y elegantemente filmadas, con la suficiente fuerza como para quedarse ya para siempre grabadas y guardadas en nuestra memoria, como por ejemplo el mencionado inicio de Desayuno con diamantes, muchos de los momentos más melodramáticos de Días de vino y rosas o toda la hilarante parte final de El guateque.
En esos tres filmes y también en casi todos los que rodó, Edwards contó con la colaboración del maestro Henry Mancini, autor de inolvidables temas que ya forman parte de la historia del cine y a veces también de nuestras propias vidas, como Moon river, Days of wine and roses, Nothing to lose, Whistling away the dark o Crazy world, entre otras preciosas composiciones. Las dos últimas serían, además, portentosamente interpretadas por Julie Andrews.
La verdad es que con sus excelentes bandas sonoras, luminosas y melancólicas a un tiempo, Mancini supo reforzar la magia inherente a la mayor parte de la obra de Edwards. Un compendio de sus mayores virtudes como cineasta se encuentra, precisamente, en la ya citada Desayuno con diamantes, que cuenta con un final quizás aún más brillante que su inicio, justo cuando la relación entre los dos protagonistas, Holly y Paul, parece estar casi a punto de romperse. En la última secuencia, ambos van a bordo de un taxi, junto con el pequeño gato sin nombre adoptado por Holly, quien de repente decide sacar al minino del vehículo y dejarlo en la calle, a pesar de que el día es especialmente desapacible y lluvioso. Paul sale entonces del taxi para intentar encontrar al gato, mientras que una arrepentida Holly lo hace unos pocos segundos después.
Será en ese preciso instante cuando, por vez primera, seremos conscientes de que en el fondo los dos quieren seguir juntos, pese a sus cicatrices emocionales, sus miedos y sus temores. Unos segundos después, Holly encontrará a su querida mascota en un callejón, la recogerá y la protegerá de la lluvia, mientras abraza y besa apasionadamente a Paul.
Seguramente, los espectadores que más nos identificábamos con ese final, lo hacíamos no sólo por su magia y su belleza, sino también porque creíamos que al rescatar y salvar a ese desamparado gato sin nombre, Holly y Paul estaban rescatando y salvando también sus propias vidas, y, en cierta forma, quizás también las nuestras.
  • Josep Maria Aguiló es periodista
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