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25 de abril de 2024

TribunaJosep Maria Aguiló

La melancolía luminosa

A veces he pensado que en la melancolía puede haber también en ocasiones una moderada felicidad o alegría, igualmente «vaga, profunda, sosegada y permanente»

Actualizada 12:01

El maestro Alfredo Bryce Echenique publicó a finales de los años noventa un magnífico libro de relatos, Guía triste de París, que llamaba la atención ya desde su mismo título, por ser a un tiempo arriesgado y paradójico. «Guías prácticas hay, buenas y malas, pero que yo sepa no existen guías tristes, y mucho menos de París», explicó el gran escritor peruano con su melancólico y tierno humor en el prólogo de aquel libro.
Casi un lustro después, mi admiración por Bryce Echenique y mi personalidad también algo melancólica fueron decisivas para que yo decidiera titular mi primer libro del siguiente modo: Crónicas tristes de la ciudad de Palma. A mi editor de entonces no le acababa de convencer del todo este título, que le parecía más disuasorio que motivador, pero aun así respetó mi criterio. Hoy reconozco que mi editor seguramente tenía razón, pues, si no recuerdo mal, creo que en total se vendieron 33 ejemplares del libro en toda España. No hará falta que les diga que aquel hombre sabio ya no me volvió a editar ningún otro texto nunca más.
Un buen amigo me dijo entonces, para intentar animarme un poco, que si en lugar de poner 'crónicas tristes' en el título hubiera puesto 'crónicas melancólicas', posiblemente me habría ido incluso aún peor a nivel de ventas. Mi amigo basaba su pronóstico nominal en la no muy alentadora definición que da la Real Academia Española de la palabra 'melancolía', que en su primera acepción es definida como una «tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada».
Sin querer contradecir hoy aquí a mi buen amigo –que aún lo sigue siendo– o a nuestros doctos académicos, a veces he pensado que en la melancolía puede haber también en ocasiones una moderada felicidad o alegría, igualmente «vaga, profunda, sosegada y permanente».
Es cierto que, en general, solemos vincular la melancolía a determinados momentos, espacios o imágenes de carácter esencialmente evocador y nostálgico. Así, cuando pensamos en la melancolía, pensamos a menudo en una tarde de invierno junto a una chimenea, en un día de lluvia suave, en un rincón de un café antiguo, en la nieve cayendo de manera tranquila y silenciosa en el horizonte, en un hermoso y multicolor paisaje otoñal, en un corazón retraído que desearía amar y al mismo tiempo ser también amado, en una sonrisa dulce y a la vez contenida o en la imagen de una mejilla apoyada delicadamente sobre una mano acogedora.
La melancolía se encuentra también en una calle solitaria, en una fotografía antigua en blanco y negro, en una playa desierta al caer la tarde, en una inesperada ráfaga de viento que hace revolotear unas hojas doradas, en las titilantes lucecitas instaladas en el exterior de una carpa o de un jardín, en un tren que pasa rápidamente ante nuestros ojos, en un barco o en un avión que parten en mitad de la noche. La melancolía se halla igualmente en el tiempo que rápidamente se escapa y ya nunca vuelve, en nuestros recuerdos de infancia y de juventud, en un poema, en un aforismo, en una novela o en un cuento, en la prosa de Mariano José de Larra, Pío Baroja o Azorín, en un cuadro de Edward Hopper, en películas tan maravillosas como Tierras de penumbra o Lo que queda del día, o en cualquiera de las preciosas canciones de Antonio Vega o de Enrique Urquijo.
Pero existe también una melancolía luminosa, una melancolía derivada de toda la vida que a veces sentimos o percibimos plenamente ante nosotros, quizás en un patio escolar de Primaria a la hora del recreo, en las manitas de un bebé que agarran con fuerza nuestro dedo corazón, en la belleza y en la fragilidad de tantos momentos imaginados o vividos, en los días soleados del otoño o de la primavera, en un gorrión que se posa feliz en un árbol o frente a nuestra ventana, en los amaneceres y en las tardes de paz, en las noches estrelladas o en los instantes en que está naciendo entre dos personas una misteriosa y mágica historia de amor.
Esa melancolía luminosa está asimismo presente en algunos de nuestros mejores sueños o de nuestros proyectos vitales más ansiados, aunque quizás no se acaben haciendo finalmente realidad. Del mismo modo, podemos vislumbrar también esa melancolía dichosa en la espuma de los días, en las personas tímidas que nos sonríen con su mirada, en las comedias románticas de Billy Wilder, Blake Edwards o Stanley Donen, o en las inolvidables composiciones de Henry Mancini, Marvin Hamlisch o Burt Bacharach, que podemos escuchar quizás también a veces en una calle llena de vida de Madrid, Praga, Nueva York, Venecia, Londres o París, gracias a unos entusiastas y entregados músicos callejeros.
«En la acera de enfrente alguien toca La vie en rose. La tocan para los turistas, pero siempre me sorprende que me conmueva. Sólo en París, donde la luz es rosa, puede tener sentido esa canción. La llevaré conmigo cuando vaya a casa. Y de ahora en adelante la llevaré siempre conmigo a donde quiera que vaya», afirmaba Julia Ormond en una de las más conmovedoras secuencias de la película Sabrina y sus amores, mientras su mirada se iba llenando poco a poco de melancolía. Felizmente, era una melancolía romántica, existencial y luminosa, como la del gran Bryce Echenique en su Guía triste de París o como la que hoy más que nunca siento ya por fin como propia.
  • Josep María Aguiló es periodista
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