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Castillo-fortaleza de la Inmaculada Concepción (Nicaragua)

Castillo-fortaleza de la Inmaculada Concepción (Nicaragua)

Cuando la Nicaragua española derrotó a Gran Bretaña

Cartagena de Indias en 1741 no fue un caso excepcional: grandes flotas inglesas, generalmente muy superiores en número a los defensores hispanos, fracasaron en su intento de asalto a importantes ciudades del Imperio.

Debido a la justa importancia que se le ha venido dando en los últimos años, comienza a ser muy conocida la estrepitosa derrota de la expedición del almirante Vernon en Cartagena de Indias en 1741. Pero Cartagena no fue un caso excepcional. Grandes flotas inglesas, generalmente muy superiores en número a los defensores hispanos, fracasaron en su intento de asalto a importantes ciudades del Imperio.

Fue el caso de Santo Domingo en 1655, donde el conde de Peñalba derrotó al almirante Penn y al general Venables y sus 38 navíos. También fue el caso de la batalla de Santa Cruz de Tenerife en 1797, cuando el general Antonio Gutiérrez de Otero derrotó al almirante Nelson; o el de Santiago de Liniers en Buenos Aires, frente a las invasiones de 1806 y 1807, protagonizadas por Beresford y Whitelocke, respectivamente, por citar algunos de los descalabros ingleses más notables.

Sin embargo, son mucho más desconocidos los intentos británicos por hacerse con el territorio nicaragüense y, especialmente, las dos grandes expediciones que enviaron contra el río San Juan a finales del siglo XVIII. ¿Cómo fueron aquellos episodios?

A lo largo del siglo XVII, los ingleses habían comenzado a mover sus tentáculos en los territorios hispanos del Caribe. Al principio colonizando pequeñas islas e incluso se conocen algunos contactos con los indios misquitos de Nicaragua alrededor de 1625. Con la llegada de Cromwell al poder, el Caribe español se convierte en prioridad y se intenta el ya citado golpe contra Santo Domingo.

El gran fracaso dominicano se saldó con un premio de consolación menor: la isla de Jamaica, que a partir de entonces tendrá un especial protagonismo en la cruzada antiespañola, no solo como base para algunas expediciones a tierra firme, sino como guarida de piratas y corsarios de toda índole. Y ello a pesar de que, en 1670, por el Tratado de Madrid, se les había entregado el territorio de Belice a cambio de cesar la actividad corsaria. Compromiso, por supuesto, incumplido, ya que, sin ir más lejos, en 1671, desde Jamaica, Henry Morgan saqueará la ciudad de Panamá.

En 1740, un año antes de la humillante derrota en Cartagena, el rey misquito firmará un tratado de amistad con el Reino Unido, asegurando a este último país la presencia de sus guerreros en la lucha contra los españoles. En el marco de la guerra de los Siete Años, España iniciará la conocida como guerra anglo-española (1761-1763).

Así, en junio de 1762, el gobernador de Jamaica, William Lyttelton, enviará una expedición sobre territorio nicaragüense con la intención de tomar la ciudad de Granada. Con la ayuda de los misquitos, asaltan las villas de Jinotega, Acoyapa, San Pedro de Lóvago o la misión de Apompuá, tomando numerosos prisioneros que enviarán a Jamaica para venderlos como esclavos.

Sin embargo, para remontar el río San Juan y tomar Granada deberán rendir antes la fortaleza de la Inmaculada Concepción, a orillas de ese río. El momento parece propicio, ya que, al capturar el puesto de observación, se enteran por los prisioneros españoles de que en la fortaleza cunde la desolación y el caos por la recientísima muerte de su comandante. Los hados parecen favorecer a la Albión.

Planta Castillo Río San Juan. 1744

Planta Castillo Río San Juan. 1744

Efectivamente, a mediados de julio de 1762, el comandante de la fortaleza, José Herrera y Sotomayor, se encuentra en su lecho de muerte, acompañado por su hija Rafaela. La joven es heredera de una brillante estirpe de militares españoles (su abuelo también había sido ingeniero militar y fundador de la primera academia militar de matemáticas de América). Ante la insistencia de su padre por levantarse y organizar la defensa del fuerte, Rafaela se lo impide y le jura solemnemente defender la fortaleza, aunque le cueste la vida.

El día 17 fallece el comandante Herrera y asume el mando el alférez Juan Aguilar. La situación parece desesperada. Los británicos despliegan más de medio centenar de navíos. Sus tropas, con refuerzos misquitos y zambos, superan los dos mil quinientos hombres, por un centenar de defensores muy desmoralizados que convencen a Aguilar para que acepte la rendición ofrecida por el comandante inglés.

En ese punto interviene la hija de Herrera. «…sin tener otra guarnición que la de mulatos y negros que habían resuelto entregarse cobardemente con la fortaleza, a lo que os opusisteis con el mayor esfuerzo», le escribirá tiempo después Carlos III, sin evitar el distintivo toque racista de la época.

El episodio recuerda al de Beatriz Bermúdez de Velasco, «la Bermuda», en la toma de Tenochtitlan, cuando recriminó a unos españoles que huían y amenazó con enfrentarse ella sola a los tenochcas, lo que motivó que estos se avergonzasen y se uniesen a ella en un nuevo ataque.

Rafaela Herrera, haciéndose cargo de la situación, rechaza tajantemente la rendición con una de esas frases que pasan a la posteridad: «Que los cobardes se rindan y que los valientes se queden a morir conmigo». Además, su padre, capitán de artillería, le había instruido desde pequeña en el uso de los cañones, por lo que organiza las baterías del fuerte y, tras pedirle permiso a Aguilar, ella misma dispara contra los estandartes del comandante británico, a los que alcanza de pleno en uno de los tiros.

Las tornas parecían estar cambiando. Los británicos clamaban venganza por la pérdida de su jefe y sus principales oficiales y, animados por su superioridad numérica, se lanzan al ataque, pero conscientes de que aquello podía no ser el paseo militar que esperaban.

Mientras tanto, los defensores, ante la decisión y valentía que mostraba la hija del difunto comandante —una rapaza a la que aún le faltaban pocos días para cumplir veinte agostos— se cargaron de moral y defendieron la posición como jabatos. Tras seis días de asaltos fallidos y con la llegada de refuerzos desde Granada, los ingleses se retiran.

Rafaela Herrera. Obra de Ari Pena

Rafaela Herrera. Obra de Ari Pena

El Tratado de París de 1763 volverá a traer la paz a ambos imperios, pero no por demasiado tiempo, ya que, con motivo de la guerra de la Independencia de Estados Unidos, en la que España apoyará a las Trece Colonias, un nuevo gobernador de Jamaica, John Dalling, intentará una vez más la invasión de la provincia española de Nicaragua.

La expedición inglesa estaba formada por 6.000 soldados de infantería de marina británicos (muchos de origen irlandés), además de fuerzas nativas (misquitos, negros libres y zambos), liderados por el mayor John Polson y por un muy joven capitán de marina de 21 años que llegaría a ser célebre en el futuro: Horatio Nelson. Una vez más, sitian el castillo de la Inmaculada Concepción.

En esta ocasión defendido por unos 1.200 soldados al mando de Juan de Ayssa, pero sin el espíritu de Rafaela Herrera, que entonces, ya viuda de Pablo Moro, residía en Granada. Sin refuerzos, los españoles rinden el fuerte, a pesar de haber causado muy numerosas bajas a los atacantes.

Sin embargo, aquella fue una victoria pírrica. Los guías y remeros zambos, no satisfechos con el trato que recibían, desertaron en masa, por lo que los propios ingleses tuvieron que hacerse cargo de las bogas, a las que no estaban acostumbrados.

Por otra parte, las enfermedades tropicales comenzaron a diezmar a las tropas (el propio Nelson cayó enfermo), mientras los españoles artillaban la boca del lago y amenazaban con un fuerte contraataque. Habiendo perdido más de 3.500 hombres, el 30 de noviembre de 1780 los británicos, habiendo fracasado nuevamente en la toma de Granada, se retiraron. Aquel pequeño territorio del gigantesco virreinato de Nueva España volvía a humillar a los soldados de la corte de St. James.

Por cierto, aunque esta heroína española goza de un gran reconocimiento en Nicaragua, en donde tiene estatuas, su imagen forma parte del escudo de la Academia de Geografía e Historia e incluso ilustró a los antiguos córdobas, la moneda oficial del país, en España, por desgracia, más allá de los aficionados a la historia, es una gran desconocida.

Aunque su hazaña sí fue reconocida y recompensada por Carlos III en 1781 con una pensión vitalicia y con tierras realengas. Rafaela Herrera, como María de Estrada, Beatriz Bermúdez de Velasco, Inés Suárez, Isabel Barreto y muchas otras, forma parte de ese grupo de mujeres que brillan con luz propia en la historia de España y cuyas hazañas ayudaron a conformar el primer imperio global del planeta.

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