Tanques en Ucrania se abren paso entre la nieve
Análisis semanal
Invierno, terreno hostil para empezar una guerra
Los conflictos suelen empezar entrado el verano, cuando nadie se lo espera
Es verdad que las guerras se suelen iniciar entrado el verano, cuando menos se las espera, cuando las espigas están granadas y las mozas de buen ver. Así ocurrió con la Primera Gran Guerra, que sorprendió al joven Stephen Zweig en un balneario, cerca de Ostende, y nos lo cuenta de esta forma:
«Los veraneantes aparecían tumbados en la playa bajo sombrillas de colores o se bañaban; los niños hacían volar sus cometas, y los jóvenes bailaban en el rompeolas delante de los cafés. Todas las naciones imaginables estaban pacíficamente reunidas allí (…) Entonces los rapazuelos que vendían los periódicos comenzaron a vociferar los amenazadores titulares de los diarios que venían de París:
«¡L´Autriche provoque la Russie! ¡L´Allemagne prépare la mobilisation !»
Nos sigue relatando en El mundo de Ayer, esa gran novela de memoria europea, que cuando se vinieron a dar cuenta los prusianos ya se había lanzado a la batalla, rompiendo la estival despreocupación en la que vivían nuestros antepasados, en julio de 1914. Un momento que también relata, otro despreocupado y joven escritor que residía en París buscando a las musas, Henry Miller, en el espectacular inicio de su famosa Trópico de Cáncer:
«Pienso en una tarde de verano en Greenpoint, cuando los alemanes atravesaban Bélgica al galope y todavía no habíamos perdido suficiente dinero como para preocuparnos por la violación de un país neutral. Una época en que todavía éramos suficientemente inocentes como para escuchar a los poetas y sentarnos alrededor de una mesa al atardecer para invocar a los espíritus de los muertos».
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Volviendo a Zweig, leemos en su crónica: «En esto que las malas noticias se fueron acumulando y, en poco tiempo, los veraneantes hicieron sus bártulos para volver, en trenes abarrotados, a sus respectivos países de origen. A partir de aquí movilización general, sentimientos patrióticos y fraternales que aunaba a la población a alzarse en armas contra el pérfido enemigo que sin motivo atacaba a las pacíficas Austria y Alemania. Toda una generación de jóvenes llenos de júbilo se presentaba voluntariamente dispuestos al sacrificio (…) Quizás esas fuerzas oscuras tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos (…) que por un momento dio un fuerte impulso arrebatador al mayor crimen de nuestra época».
Para completar el cuadro recurro a Joseph Roth quien, en La cripta de los capuchinos, nos dice: «Entonces me parecía que nunca iba a haber guerra, pero en el momento en que se nos presentó, inevitablemente, la reconocí de inmediato y creo que también mis amigos se dieron cuenta, rápida y repentinamente, de que más valía una muerte sin sentido que una vida sin sentido».
La incertidumbre
¿Estamos hoy ante una encrucijada semejante? ¡No sé!
Hace poco un habitante de Chernóbil, esa ciudad asolada por aquel accidente nuclear de 1986 declaraba: «No sabemos qué nos matará primero, si el virus, la radiación o la guerra», curiosamente este territorio aun impregnado de radioactividad es el camino más corto entre Rusia y Kiev.
Putin se empeña en «mantener a Occidente en vilo sobre sus intenciones» y, aunque declara su portavoz, que no tiene ninguna intención ni de invasión ni de guerra, manda a sus ejércitos hacer maniobras con gran alarde de poder militar.
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Los servicios de inteligencia ucranianos y occidentales hablan ya de, al menos 127.000 efectivos militares situados en la frontera, una cifra que no incluye a las tropas y al equipo desplegado en Bielorrusia. Según fuentes rusas, el mensaje que quiere dar el Kremlin a la Alianza Atlántica es: que regresen a los parámetros de 1997, es decir, excluir a los países que hubiesen pertenecido a la antigua URSS, especialmente Ucrania. La OTAN considera inasumible la demanda para sostener una política de puertas abiertas. Washington, por su parte, va ganado en beligerancia, tratando de enviar un mensaje firme, tanto a Moscú, como a los aliados de más vacilantes como Alemania, situando 8.500 soldados en alerta máxima para posibilitar un fuerte destacamento en la frontera oriental de Europa. No digamos lo belicoso que se ha puesto Boris Johnson ofreciendo desde Reino Unido duplicar el número de contingentes, tal vez para escapar de su mala imagen política. En el otro lado, el portavoz del Kremlin ha manifestado su «profunda preocupación» por tanta movilización.
Entre medias, en Francia, fuentes del Elíseo, buscan aportar tranquilidad tras la entrevista entre Macron y el presidente ruso, transmitiendo que Putin: «ha negado tener intenciones ofensivas en Ucrania», ha compartido «la necesidad de desescalada y diálogo, para evitar llegar a un conflicto armado que tendría un fuerte impacto económico», muy especialmente en los mercados energéticos globales.
Pero hasta el momento nada nos tranquiliza más bien nos retrotrae a esa situación de Guerra Fría, en 1982, cuando el grupo de punk psicodélico Polanski y el ardor nos cantaban:
«No, no, no, no, no es posible / Se ha averiado mi respuesta flexible / Y el Airbus, se ha vuelto loco / Y no me quiere llevar al Orinoco / ¿Qué harías tú en un ataque preventivo de la URSS? ¿Qué haría tú?»
La pregunta sería un poco distinta:
«¿Qué harías tú ante un ataque preventivo de Moscú?»
Pero la respuesta sigue siendo la misma:
«¡No sé!»