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Margarita II de Dinamarca

Margarita II de DinamarcaGTRES

Margarita II de Dinamarca, una Reina inflexible con las tradiciones, pero atenta a las evoluciones sociales

A partir de hoy recibe en visita de Estado a los Reyes Felipe y Letizia, algo débil de salud, pero sin perspectivas de abdicación

Margarita II comparte con su difunta prima Isabel II del Reino Unido varias pautas de comportamiento. La principal es la forma de considerar la Corona que ciñen: ambas reinan –o reinaron, en el caso de la monarca británica– «por la Gracia de Dios», un mandato divino que frena en seco cualquier perspectiva de abdicación, a diferencia de las monarquías más «administrativistas» de los países del Benelux o de España.

También pesa sobre la soberana escandinava, de 83 años, una alta conciencia de la representación simbólica que su cargo implica: de ahí que divida su año entre cuatro residencias. La principal es el Palacio Schack, uno de los cuatro que integran el conjunto de Amalienborg, en pleno centro histórico de Copenhague. Allí pasa el invierno y parte de la primavera. Durante la otra parte y el grueso del otoño reside en el Castillo de Fredensborg –el «castillo de la paz»–, una original edificación dieciochesca en la que también recibe en audiencia y es, ocasionalmente, sede de cenas de Estado.

Margarita II reparte su temporada veraniega entre los castillos de Marselisborg –también residencia de la semana de Pascua– y de Grästen, en el extremo sur de Dinamarca, donde pasó inolvidables vacaciones en compañía de sus padres, los Reyes Federico IX e Ingrid. Entre junio y agosto, la Reina realiza cortos viajes oficiales por los archipiélagos de Dinamarca, a bordo del yate real Dannebrog, que lleva el nombre de la bandera del país. Resida donde resida, la soberana nunca deja de atender sus obligaciones constitucionales.

Esta agenda algo itinerante tiene un objetivo preciso: distinguir a la Corona como la institución que se sitúa por encima del resto, que garantiza la permanencia de la Historia y la continuidad del Estado, sin mezclarse al trajín diario de la vida política, en la que solo interviene, y muy discretamente, cuando llega el momento de formar un Gobierno, pues la última vez que un partido alcanzó por sí solo una mayoría absoluta fue en 1903. Ocasionalmente, la monarca asiste a las reuniones del Consejo de Estado.

El segundo pilar de la representación simbólica es la celebración frecuente de ceremonias del alto nivel, a las que Margarita II, sus nueras y su hermana, la Princesa Benedicta, acuden de traje largo mientras que los varones lucen vistosos uniformes militares, y todos tienen el pecho cruzado por la banda de la Orden del Elefante, la más antigua de Dinamarca, que acaba de ser concedida a Don Felipe y Doña Letizia. La gran cita anual de la Corte es la recepción vespertina del Primero de Año, en la que la Familia Real recibe a las autoridades de Dinamarca y a una representación de la sociedad civil. Sin olvidar, el relevo diario de la Guardia Real, que no tiene nada que envidiar al británico.

Margarita II está convencida de que la Monarquía precisa de vistosidad para mantener su popularidad. La apuesta es, de momento, la correcta: la simbiosis entre una abrumadora mayoría de la población danesa y la Familia Real es indiscutible, siendo el republicanismo una corriente sumida en la irrelevancia. Bien es cierto que Dinamarca es un país homogéneo, que lleva 160 años sin involucrarse en conflicto militar alguno –pese a que la actitud de sus dirigentes durante la ocupación alemana entre 1940 y 1945 dejara mucho que desear–, y no padece tensiones territoriales.

Mas esta moneda de la pomposidad desacomplejada tiene otra cara en la sencillez exhibida por los miembros de la Familia Real fuera de su actividad oficial, empezando por la Reina, que ha diseñado trajes para películas y representaciones teatrales y a la que no es infrecuente encontrarse en una librería de Copenhague hojeando novedades literarias o alguna primera edición de una obra antigua, rodeada de un discretísimo equipo de seguridad. Es su manera de acostumbrarse a la evolución de un pueblo que, si bien a acepta y admira píldoras de gran ceremonial, es muy llano en su vida diaria.

Por lo tanto, si es justo reconocer el equilibrio adecuado que Margarita II ha sabido encontrar para caracterizar a un reinado que dura ya más de medio siglo, conviene matizar los elogios en lo tocante al ámbito familiar. Sin alcanzar el volumen de escándalos de otras monarquías, la Reina ha tenido que lidiar, a veces de forma desacertada con episodios desagradables, como los protagonizados por su difunto marido, el culto e histriónico Príncipe Henrik, que sorprendió a propios y extraños con una estampida a sus tierras en Francia por no haber sido colocado donde pensaba que le correspondía en una ceremonia o por haberse presentado disfrazado de oso panda en una cumbre internacional sobre medio ambiente cuya sede era Copenhague.

Tal vez el fracaso más sonado de Margarita II haya sido su incapacidad para impedir un deterioro, casi irreparable, de las relaciones entre sus dos hijos, el Príncipe heredero Federico y el Príncipe Joaquín. Nacidos con apenas un año de diferencia, fueron uña y carne hasta la boda del primero, punto de inicio de la inexorable regla monárquica de marginación progresiva de los segundones. La ruptura definitiva se produjo el pasado año cuando la Reina rebajó el rango de los hijos de Joaquín de Príncipes al de meros Condes con tratamiento de excelencias –y no de altezas–, en «aras de la modernización de la Institución». El resultado fue una humillación pública para los afectados, un cruce de declaraciones entre el Príncipe Joaquín y su cuñada, la Princesa heredera Mary y una incomprensión que obligó a la Reina a dar explicaciones públicas. Por primera vez desde que asumió el Trono.

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