La explotación electoral del dolor desde el 11-M a la dana
Todo empezó con Zapatero y sigue con Sánchez, cada vez con menos pudor
La izquierda experta en detectar el dolor y explotarlo ha alcanzado con Sánchez el clímax, al añadirle a su tradicional estrategia frentista una rara habilidad para, en el mismo viaje, esconder la responsabilidad propia en casi todo lo que denuncia.
Sin necesidad de remontarnos a las dos repúblicas, en este mismo siglo tenemos un gran ejemplo iniciático con Zapatero y el 11-M, culpando en la práctica a Aznar de coautor intelectual del atentado yihadista con bombas. Allí se descubrió que incluso podía dársele la vuelta a los pronósticos electorales, convirtiendo a los rivales en parte de la dieta propia. Y sabemos que, una vez pruebas la carne, cambia para siempre tu alimentación.
Pasó con el Prestige, con el Yak 42, con el Alvia, con el Metro de Valencia e incluso con la pandemia de coronavirus, aquí con especial desfachatez: en un país serio los responsables nacionales de la gestión estarían sentados en un banquillo rindiendo cuentas de sus múltiples negligencias, pero en España todo se limita a acusar a Ayuso de asesina de ancianos.
Todos los casos citados exigían, sin duda, una investigación o una detallada explicación para conocer qué falló, en qué se puede mejorar y cuál es el precio político razonable a abonar. Nadie puede discutirlo. Pero aquí se sustituyó por una condena feroz, sin matices, que convertía en criminales a los responsables y transformaba sus errores en un acto premeditado y malvado, como si alguien hubiera querido descarrilar trenes, estrellar aviones, eutanasiar a la fuerza a los mayores o llenar las costas de chapapote.
Y así hemos llegado a la dana, nuevo hito de la colección de grandes éxitos socialistas para hacer del dolor ajeno combustible político propio. La ayuda de Carlos Mazón en este episodio es inmejorable, con su retahíla de excusas, falsedades, dudas y bochornos que han servido en bandeja a Pedro Sánchez su doble pirueta de escapar de la escena del crimen y situar en ella a un único culpable.
Si el presidente de la Generalitat valenciana hubiera dimitido, como un elemental sentido de la honra imponía, a estas alturas no estaríamos embarrancados en la menor de las razones que explican la tragedia y podríamos centrarnos en las que de verdad amplificaron sus horrorosos estragos.
Que no son tan difíciles de identificar, a poco que de verdad importen las víctimas mucho más que las expectativas políticas. Porque ninguno de los fallos cometidos en cadena desde el Gobierno valenciano hubieran tenido tanto impacto si el Gobierno de España hubiese hecho el trabajo que le imponen el sentido común y, desde luego, la ley.
Ya podría estar en El Ventorro o en la inopia Mazón, jugando a las entrevistas laborales o estrenando anticipadamente las catas habituales del fin de semana en esta España vitivinícola, que nada tan grave hubiese ocurrido si Sánchez desde la India y Ribera desde París hubiesen hecho su trabajo, perfectamente definido en la Ley de Seguridad Nacional y concretado por el propio presidente en su personal hoja de ruta en la materia.
En ellas se define con precisión cómo se debe actuar, antes, durante y después de una amenaza superior a los recursos autonómicos, con especial ahínco en las catástrofes climáticas con inundaciones, ensayadas incluso con simulacro un par de años antes, en la zona aragonesa de los Pirineos.
Aquí el problema es que nadie estuvo en su sitio y, entre todos, añadieron pérdidas humanas evitables a los inevitables estragos materiales. Y quien no sea capaz de señalar a cada uno de los responsables, en el orden y con la intensidad adecuadas, estará utilizando a las víctimas con la excusa burda de auxiliarlas. Que es lo que hace desde hace dos décadas el PSOE, con Zapatero y con Sánchez, mientras se queja amargamente de la utilización de las únicas víctimas realmente despreciadas en España, que son las de ETA, una molestia a la hora de blanquear los pactos con Otegi.
El resto, sin la dignidad debida, al menos sí tienen el reconocimiento que merecen, aunque sea a costa de que manipulen su dolor con fines estrictamente electorales, resumidos en la inmortal frase de aquel diputado socialista que, al encallar un petrolero en Galicia, dijo que con un par de Prestige ya tenían las elecciones ganadas. Nada ha cambiado desde entonces.