El poeta se limita a escribir lo que el amor le dicta
'Soneto V', de Garcilaso de la Vega
Garcilaso de la Vega
Lope de Vega, que algo sabía de versos –y de amores– llamó a Garcilaso de la Vega «Archipoeta». El muy exigente Fernando de Herrera, el poeta que mereció el sobrenombre de «El divino», anotó las obras de Garcilaso, para que sirvieran de guía a los poetas españoles: llegó a compararlo con Virgilio, por la acertada combinación de afectos y elocuencia, por el equilibrio entre la gravedad y la dulzura.
Así resume Herrera su opinión sobre Garcilaso: «Escribió mucho en poco, porque no dejó en aquel género lugar para los que le sucedieron».
En el siglo XX, el joven Rafael Alberti enarboló esa misma bandera poética, se proclamó su fiel seguidor, en un poema incluido en Marinero en tierra (1924).
yo sería su escudero:
¡qué buen caballero era!»
De un verso de Garcilaso, en la Égloga III, tomó Pedro Salinas el título de su mejor libro, La voz a ti debida:
pienso mover la voz a ti debida».
En la posguerra, un grupo de poetas, encabezados por José García Nieto, para defender como valores básicos la belleza y el clasicismo, crearon una revista y un movimiento que lleva su nombre: Garcilaso: «Los nombres Toledo, Garcilaso, poesía, están unidos en mi obra y en mi vida».
Muchos consideran a Garcilaso el Príncipe de los poetas españoles. Es, desde luego, el protagonista de la primera gran revolución de nuestra lírica. (La segunda sería la modernista, que trajo Rubén Darío).
¿En qué consiste esa revolución de Garcilaso? Sencillamente, en la adopción de los metros italianos y en su incorporación a nuestra lírica, con un nivel poético de primera categoría.
Recordemos que, durante la Edad Media, predomina el verso de ocho sílabas en la lírica popular; en la narrativa, los versos de catorce sílabas (cuaderna vía). En el siglo XV, Juan de Mena utiliza un verso culto, ambicioso, de doce sílabas.
El Marqués de Santillana hizo ya un intento –meritorio pero no muy feliz, estéticamente –de introducir el endecasílabo, en sus cuarenta y dos Sonetos fechos al itálico modo. Se advierte fácilmente el ritmo desigual en el comienzo del primero de ellos:
que el cielo, acorde con naturaleza,
formaron, loo mi buena ventura,
el punto e hora que tanta belleza…»
Un lector poco avisado puede creer que todo esto son pedanterías profesorales. No es así. La métrica es fundamental para cualquier poeta porque el tipo de verso elegido determina la musicalidad del poema. Dámaso Alonso, poeta y profesor, subrayó la novedad maravillosa que supuso el endecasílabo italiano de Garcilaso, su dulzura y suavidad extraordinaria, frente al «torpe aletazo» de los acentos en la copla de arte mayor de Juan de Mena.
Cualquier lector puede comprobarlo. Basta con que recite en voz alta, subrayando los cuatro acentos rítmicos, este verso de Juan de Mena, por ejemplo, para apreciar su ritmo machacón, insistente:
estados de gentes que giras e trocas…»
Compárelo luego con la suave musicalidad de cualquier verso de Garcilaso. Por ejemplo, éstos:
de verdes sauces hay una espesura…»
Mediante los encabalgamientos, el sentido se desliza suavemente de un verso a otro, con esa armonía que es el ideal de la estética renacentista.
Anecdóticamente, esta revolución poética tiene un origen muy concreto. Juan Boscán (1492-1542) fue un escritor barcelonés, amigo de Garcilaso (que le dedica una Epístola) y tradujo al castellano una obra clave del Renacimiento, El cortesano, de Baltasar de Castiglione.
Boscán había acudido a Granada con motivo de los esponsales de Carlos V con Isabel de Portugal. En una carta a la duquesa de Soma, que antecede a la edición de sus obras poéticas, le cuenta la entrevista que mantuvo, en los jardines de la Alhambra, con el embajador de Venecia, Andrea Navagiero, en la que éste le recomendó adoptar los metros italianos:
«Tratando con él en cosas de ingenio y de letras, y especialmente en las variedades de muchas lenguas, me dijo por qué no probaba en lengua castellana sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos autores de Italia; y no solamente me lo dijo así, livianamente, mas aún me rogó que lo hiciese. Y así comencé a tentar este género de versos. En el cual, al principio hallé alguna dificultad…».
No sólo aceptó Boscán el consejo y lo llevó a la práctica sino que animó a su amigo Garcilaso de la Vega para que también escribiera endecasílabos. Lo comenta así Pedro Salinas:
«Boscán escribe los primeros endecasílabos. Pero, desgraciadamente, no era gran poeta. Tenía un íntimo amigo, un caballero poeta, como él mismo. Eran un par de amigos perfectos, unidos en la vida y en la muerte, por los gustos y los ideales. Y él animó e instó a su amigo a que él también escribiera poesía al nuevo ‘itálico modo’. Sin tal amigo no se hubiera efectuado la revolución con tan increíbles rapidez y éxito. Pero el amigo , Garcilaso, era un hombre de genio, uno de los más grandes poetas españoles. Probó el nuevo estilo y su genio hizo este milagro: que, después de unos pocos años de haber escrito un reducido número de poemas, gozó de la admiración de todos y se estableció la nueva manera de escribir poesía hasta nuestros días».
Fue la genialidad poética de Garcilaso la que logró consolidar esta nueva métrica e iniciar así el nuevo rumbo de nuestra poesía.
Gracias a él, se generaliza en nuestra lírica el endecasílabo, con sus tres acentos rítmicos; se evita el verso agudo; se consolidan una serie de nuevas estrofas: el soneto, el terceto, la lira (con versos de 11 y 7 sílabas, para adaptar la oda latina)…
Esta nueva métrica –indica Rafael Lapesa, en un libro fundamental– fue el vehículo ideal para expresar la nueva ideología del Renacimiento: el platonismo, con su idealización del amor; la exploración de los sentimientos del enamorado; el deleite ante el espectáculo de la naturaleza…
Por su biografía, encarna también Garcilaso de la Vega ese ideal renacentista de la unión de las armas y las letras, que defiende en un memorable discurso don Quijote (primera parte, caps. XXXVII-XXXVIII):
«Hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, y entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno de gran alabanza; pero no de tanta como merece aquél que a las armas atiende, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida».
Parece ser que Garcilaso nació a fines del siglo XV, dentro de una familia toledana de tradición militar y literaria. Desde 1520, formó parte de la guardia de Carlos V y asistió a su coronación como emperador, en Bolonia, en 1530. Dos años después, por apoyar un matrimonio no autorizado por el emperador, sufrió un confinamiento en una isla del Danubio y en Nápoles, de lo que quedan huellas en su obra poética. Participó en la guerra contra Francisco I de Francia: fue herido en el asalto a la fortaleza de Fréjus y falleció en Niza, en 1536, antes de cumplir los cuarenta años.
Deja Garcilaso una obra poética exigua pero, toda ella, de altísima categoría: ocho coplas en octosílabos; treinta y ocho sonetos; cinco canciones; dos elegías; una epístola; tres églogas y tres odas en latín.
He seleccionado el soneto V, uno de los más hermosos. De acuerdo con la tradición conjunta de la poesía provenzal y de la lírica petrarquista, Garcilaso canta el amor cortés, idealizado, luminoso: un camino de perfección.
En este soneto, curiosamente, el enamorado Garcilaso da un curioso quiebro: no es el poeta el que escribe sobre el amor, sino que éste es una realidad, encarnada y escrita por la mujer amada, que él se limita a leer y transcribir.
Frente al amor inconstante, al mero capricho, proclama así su fidelidad a la amada; y, aunque no alcance a entender algo de ese amor, se mantendrá fiel a esa «fe»: para él, una auténtica religión.
En definitiva, con sutil elegancia, Garcilaso presenta al amor como la única razón para existir. Y, en los dos bellísimos versos finales, con una impecable enumeración paralelística, también aparece el amor como la razón definitiva para bien morir:
Soneto V
y, cuanto yo escribir de vos deseo,
vos sola lo escribisteis, yo lo leo
tan sólo, que aún de vos me guardo en esto.
En esto estoy y estaré siempre puesto,
que, aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo, creo,
tomando ya la fe por presupuesto.
Yo no nací sino para quereros,
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero.
Cuanto tengo confieso yo deberos,
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero».
Otras lecciones de poesía:
- Anónimo: 'El conde Olinos' y 'El conde Arnaldos'.
- Vicente Aleixandre: Mano entregada.
- Antonio Machado: Yo voy soñando caminos…
- Francisco de Quevedo: Poderoso caballero...
- Oliverio Girondo: Se miran.
- Anónimo: Romance del prisionero.
- Luis Cernuda: Si el hombre pudiera decir.
- Gutierre de Cetina: Madrigal.
- Andrés Fernández de Andrada: Epístola moral a Fabio.
- José María Pemán: Ante el Cristo de la Buena Muerte.
- Anónimo: A Cristo crucificado.
- José Zorrilla: Don Juan Tenorio.
- Fray Damián Cornejo: Soneto.
- Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
- Bécquer: Rimas.
- Cervantes: Soneto al túmulo de Felipe II.
- Antonio Machado: Retrato.
- Manuel Machado: Adelfos.
- Anónimo: La Misa de Amor (Romance).
- Rosalía de Castro: Dicen que no hablan las plantas.
- Valle-Inclán: Testamento.
- Baltasar del Alcázar: Cena jocosa.
- Pedro Salinas: La voz a ti debida.
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.