El hueso y la piel, dos símbolos contrarios en la unión por amor
Vicente Aleixandre (1898-1984): «Mano entregada»
El poeta y Premio Nobel Vicente Aleixandre fotografiado en 1977
La larga y complicada peripecia de la recuperación de la casa madrileña de Vicente Aleixandre, en la calle Velintonia, ha servido para que los medios hablaran reiteradamente de nuestro gran poeta.
La historia parece haber tenido un final feliz: ha adquirido la casa la Comunidad de Madrid, la va a restaurar y se va a convertir en el centro de la conmemoración madrileña del centenario de la generación del Veintisiete, como un simbólico hogar de la poesía.
Por motivos de salud, Aleixandre vivió allí una cierta reclusión, que de ningún modo suponía aislamiento: estaba muy al tanto de la actualidad literaria pero al margen de la cultura oficial. Allí acogía a muchos jóvenes poetas: una actitud muy diferente de la de su gran amigo Dámaso Alonso, tan celoso de su tiempo y de su intimidad.
Desde Velintonia, Aleixandre fue gran maestro y amigo de José Luis Cano, Carlos Bousoño, Paco Brines, Paco Nieva, Pere Gimferrer, Antonio Carvajal, Guillermo Carnero, Antonio Colinas… Yo también, como tantos otros, tuve ocasión de apreciar su generosidad, su educación y su singular amabilidad.
El Premio Nobel que se le concedió en 1977 premiaba una poesía de gran calidad pero significaba también el reconocimiento a una extraordinaria generación de poetas, la del Veintisiete. Como es bien sabido, García Lorca fue asesinado; al exilio marcharon Rafael Alberti, Pedro Salinas, Jorge Guillén y Luis Cernuda; en Madrid se quedaron Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso y Gerardo Diego.
En el epistolario con José Luis Cano, su amigo de muchos años, Vicente se proclama tajantemente liberal; no comunista, en absoluto. Decidió permanecer en Madrid, sin abjurar de ninguna de sus ideas. La enfermedad limitaba mucho su actividad, casi todo lo centraba en la poesía: proyectos, amistades, lecturas, encargos…
Una y otra vez, insiste Aleixandre en el mito del ángel caído, desterrado, expulsado del paraíso. Ésa es su definición del poeta, aumentada, en su caso, por las limitaciones físicas: alguien que necesita volar pero al que las alas no le responden. Igual que el albatros, del poema de Baudelaire:
Él, antes tan hermoso, ¡qué grotesco en el vuelo!
Con su pipa, uno de ellos el pico le ha quemado
pero imita, renqueando, del inválido el vuelo.
El poeta es igual… Allá arriba, en la altura,
¡qué importan flechas, rayos, tempestad desatada!
Desterrado en el mundo, concluyó la aventura:
¡sus alas de gigante no le sirven de nada!».
Dentro del grupo central de poetas del Veintisiete, los más cercanos al surrealismo francés son Aleixandre y Cernuda. Este último, que suele ser tan duro en sus juicios, lo elogia sin reparos: «El superrealismo francés obtiene con Aleixandre, en España, lo que no obtuvo en su tierra de origen: un gran poeta».
Su mejor estudioso, Carlos Bousoño, ha señalado que el centro de la obra de Aleixandre es la solidaridad amorosa con el ser humano y con todo lo creado. Su panteísmo erótico tiene una base moral: es la sustancia que unifica el cosmos. En su segunda época, eso deriva hacia la integración en la colectividad, la fraterna unidad espiritual de todos los hombres.
Por eso –nos dice Aleixandre–, el ser humano no ha de buscarse a sí mismo en la soledad sino en la comunión: no debe sentir temor de entrar, simbólicamente, en la plaza:
profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado».
Concluye el poema con una advertencia: sólo junto a los demás seré yo mismo. Y nos exhorta a esa feliz comunión:
«Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y, allí, sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!».
Desde esa perspectiva hay que entender los poemas eróticos de Vicente Aleixandre. Una y otra vez, repite: «Si sé algo en esta vida, es de amor». Titula uno de sus libros La destrucción o el amor, con una conjunción «o» que no implica elección, sino identificación. Por eso, sus amigos Pedro Salinas y Dámaso Alonso destacaron su raíz profundamente romántica:
quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente…»
O, con un claro eco de Rubén Darío:
«Amar, amar, ¿quién no ama, si ha nacido?».
Ese afán de fundirse con el ser amado culmina con una imperiosa llamada, de un misticismo no religioso, como el de San Juan de la Cruz, sino panteísta:
ven, que quiero matar o amar o morir o darte todo…»
El poema que he elegido forma parte del libro Historia del corazón (1954), una de sus obras maestras. Cuando aparece, Aleixandre tiene ya 56 años, ha cumplido sus bodas de plata con la poesía. Llamó entonces la atención el proceso de clarificación expresiva que había experimentado la poesía de Aleixandre: una búsqueda de claridad y diafanidad, que no es exactamente lo mismo que sencillez.
Se había hecho famosa su definición: «Poesía es comunicación: algo que sirve para hablar con los demás hombres». Curiosamente, la tomaron esa frase como divisa los poetas sociales y políticos del momento. En realidad, Aleixandre iba por otro camino:
«Hay poetas que se dirigen a lo permanente del hombre. No a lo que refinadamente diferencia, sino a lo que esencialmente une. Estos poetas son poetas radicales y hablan a lo primario, a lo elemental humano. No pueden sentirse –y entre ellos me cuento– poetas de minorías».
Desde la cercanía al surrealismo francés, Aleixandre había vuelto a la gran escuela de Unamuno y Antonio Machado: una poesía que no deslumbra por el preciosismo sino que conmueve porque va dirigida a los sentimientos, a lo que todos los seres humanos comparten.
Aparecen en este libro detalles concretos del cuerpo de la persona amada: la mano, la piel, el pie, los hombros, el cuello, el vientre, los muslos, la mejilla, la boca… Por supuesto, no se trata de un simple realismo sino de elementos simbólicos, en los que se concreta la pasión de amor: en este caso, es la mano, con su unión contradictoria del hueso y de la piel.
Formalmente, el poema Mano entregada se compone de veinticinco versos, de distinta medida: el más corto, de unas catorce sílabas (como el alejandrino); los más largos, se extienden casi al doble y no caben tipográficamente en una línea, suelen desbordarse a la siguiente. Solemos llamarlos versículos, a la manera de los de la Biblia (y de los poemas ingleses). No tienen rima, ni consonante, ni asonante. Lo esencial es el ritmo musical, siempre mantenido.
En este poema, la frase no suele concluir a la vez que el verso, sino que se desborda con lánguida sensualidad en el verso siguiente (lo que llamamos encabalgamiento). Para apreciar su honda musicalidad, aconsejo que se lea el poema en voz alta, no haciendo pausas al final de cada verso sino prolongando la frase (es decir, el sentido) hasta que lo marca con una coma o un punto.
El tema que aquí plantea Aleixandre es el de la distancia, en el amor. Es algo muy semejante a lo que hicieron, poco después, una serie de películas de Michelangelo Antonioni, que alcanzaron amplia repercusión: La aventura. El eclipse. La noche.
El tema de esas películas está claro. En una relación erótica -igual que en la amistad o en la solidaridad, por ejemplo – buscamos romper nuestros límites, abrirnos por completo a otra persona: nos hacemos la ilusión de que hemos logrado derribar la barrera que nos aísla.
En aquellos años, también se hizo bastante popular, en España, el libro de un monje trapense norteamericano, Thomas Merton, que utilizaba como título un hermoso verso del poeta metafísico inglés John Donne: Los hombres no somos islas (Men are not islands).
Para expresar poéticamente este conflicto, elige Vicente Aleixandre dos símbolos opuestos, los componentes básicos de una mano: la piel y el hueso. Una corriente crítica francesa, la de Jean-Pierre Richard, discípulo del filósofo Gaston Bachelard, hablaría de lo blando y lo duro, como claves sensuales.
A partir de ahí, Aleixandre amplía el campo simbólico: la piel es «alada», vuela; se abre a otros horizontes; nos permite penetrar, navegar por una corriente que nos conduce hasta la plena identificación con otro ser, en ese océano inabarcable que es el amor.
El hueso, en cambio, se opone a ese vuelo; es «insobornable»; se opone a nuestra penetración; marca una frontera infranqueable, la de nuestros límites; es «triste», porque nunca siente el amor; es frío, nunca arde de pasión…
El poema se divide claramente en tres partes. La primera comprende siete versos (concluye: «que sí se empapa del amor hermoso»). Nos sorprende al comenzar con una adversativa, «pero», que se opone a algo anterior… que no existe. Evidentemente, está aludiendo a toda una historia de amor previa.
También sorprende que se adjetive a una «mano» como «silente»; es decir, ‘silenciosa’. ¿Cómo puede hablar una mano? Es evidente que, en este poema, la «mano» es un símbolo de toda la persona amada. Pero incluye dos mundos, la «piel» y el «hueso». Califica a éste de «duro» y «triste» porque, a él, «no llega nunca el amor». La «piel», en cambio, encarna toda la parte del ser amado que acepta y se entrega al amor: «que sí se empapa del amor hermoso».
Esa oposición, tan clara, se ha expresado con los contrastes de una serie de elementos sensuales, nada intelectuales, de efecto inmediato: «duro / blando»; «piedra / alas»; «amargo / dulce»; «cerrado / poroso»; «feo / bello»; «triste / feliz…».
El resto del poema va a desarrollar este contraste básico, en dos larguísimos párrafos. La segunda parte comprende desde el verso octavo («Es por la piel secreta…») hasta el final del verso número quince («de mi voz poseyéndole»). El sentido va avanzando, sin puntos, a lo largo de ocho prolongados versículos. Se trata de una verdadera «invitación al viaje», por usar el término clásico; pero se trata de un viaje interior, simbólico, por el cuerpo y por el alma de la persona amada.
La estructura unitaria del poema se manifiesta en una serie de continuas repeticiones y contrastes, como si fueran eslabones de una cadena: «secreta / secretamente»; «abierta / entreabierta»; «por donde / por donde»; «tibio / tibias»; «sangre / sangre»; «dulce / dulcemente»; «oscura / oscura»; «sonora / sonido»; «mío / mío»; «voz / voces»; «resuena / resonado»; «cuerpo / cuerpo»; «poseído / poseyéndole…».
Cada una de las afirmaciones se apoya en la anterior, como si fueran peldaños de una larga escalera que, en este momento ilusionado, parece conducirnos hasta el cielo de un amor plenamente compartido.
El ritmo musical es el de un crescendo. Acaba desembocando en un feliz estallido, una gozosa proclamación. Son tres exclamaciones que parecen tres toques de percusión, en un verso único pero larguísimo: «oh resonado cuerpo de mi amor, oh poseído cuerpo, oh cuerpo sólo sonido de mi voz poseyéndole».
La tercera y última parte del poema es una recapitulación, comprende desde el verso número dieciséis («Por eso, cuando acaricio tu mano…») hasta el final.
En esa mano simbólica, continúa existiendo el hueso, que se niega a arder de amor: «el nunca incandescente hueso del hombre». Pero eso no impide que el resto del ser amado (simbólicamente, «la carne») arda sin consumirse en esa gran hoguera del amor.
Todo ese largo viaje ha culminado en un instante de plenitud; curiosamente, el poeta lo adjetiva como «lúcido»: el amor no es un engaño sino la gran verdad; no nos ciega, sino que nos hace ver mejor la auténtica realidad.
Con un símbolo poético a la vez sencillo y profundo, Aleixandre nos ha hecho asomarnos al abismo de una de las grandes preguntas, para cualquier ser humano: más allá de la ilusión de un momento, ¿cabe la plenitud, en el amor?
A pesar de todo, el final del poema es optimista. Existe el hueso, no cabe negarlo, pero también existe la piel, la carne: ese río misterioso por donde penetro, que me conduce a ese momento de gloria en el que dos personas arden juntas, como una llama, en el fuego del amor. Y es eso lo que nos da – usando otro título de Aleixandre – nuestra mayor sombra del paraíso.
Mano entregada:
Tu delicada mano silente. A veces cierro
mis ojos y toco leve tu mano, leve toque
que comprueba su forma, que tienta su estructura,
sintiendo bajo la piel alada el duro hueso
insobornable, el triste hueso a donde no llega nunca
el amor. Oh carne dulce, que sí se empapa del amor hermoso.
Es por la piel secreta, secretamente abierta, invisiblemente
entreabierta,
por donde el calor tibio propaga su voz, su afán dulce;
por donde mi voz penetra hasta tus venas tibias,
para rodar por ellas en tu escondida sangre,
como otra sangre que sonara oscura,que dulcemente oscura te besara
por dentro, recorriendo despacio como sonido puro
ese cuerpo, que ahora resuena mío, mío poblado de mis voces
profundas,
oh resonado cuerpo de mi amor, oh poseído cuerpo, oh cuerpo sólo
sonido de mi voz poseyéndole.
Por eso, cuando acaricio tu mano, sé que sólo el hueso rehúsa
mi amor – el nunca incandescente hueso del hombre-.
Y que una zona triste de tu ser se rehúsa,
mientras tu carne entera llega un instante lúcido
en que total flamea, por virtud de ese lento contacto de tu mano,
de tu porosa mano suavísima que gime,
tu delicada mano silente, por donde entro
despacio, despacísimo, secretamente en tu vida,
hasta tus venas hondas totales donde bogo,
donde te pueblo y canto completo entre tu carne.
Vicente Aleixandre.
Otras lecciones de poesía:
- Antonio Machado: Yo voy soñando caminos…
- Francisco de Quevedo: Poderoso caballero...
- Oliverio Girondo: Se miran.
- Anónimo: Romance del prisionero.
- Luis Cernuda: Si el hombre pudiera decir.
- Gutierre de Cetina: Madrigal.
- Andrés Fernández de Andrada: Epístola moral a Fabio.
- José María Pemán: Ante el Cristo de la Buena Muerte.
- Anónimo: A Cristo crucificado.
- José Zorrilla: Don Juan Tenorio.
- Fray Damián Cornejo: Soneto.
- Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
- Bécquer: Rimas.
- Cervantes: Soneto al túmulo de Felipe II.
- Antonio Machado: Retrato.
- Manuel Machado: Adelfos.
- Anónimo: La Misa de Amor (Romance).
- Rosalía de Castro: Dicen que no hablan las plantas.
- Valle-Inclán: Testamento.
- Baltasar del Alcázar: Cena jocosa.
- Pedro Salinas: La voz a ti debida.
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.