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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

Sufrimos por amor, pero es lo único que nos hace estar vivos

El Antonio Machado (1875-1939) más simbolista: «Yo voy soñando caminos…»

Act. 24 sep. 2025 - 12:27

Fotografía de archivo de Antonio Machado

Fotografía de archivo de Antonio MachadoEuropa Press

Ya he comentado en esta sección Retrato, el conmovedor poema autobiográfico de Antonio Machado, que abre su libro Campos de Castilla (1907-1917). Señalaba entonces la total cercanía personal y poética de los dos hermanos, Antonio y Manuel Machado. Intentar oponerlos por prejuicios políticos o estéticos supone un gran dislate.

Los dos tienen las mismas raíces: el romanticismo intimista de Bécquer. La poesía popular andaluza, recopilada por su padre, el folclorista Antonio Machado y Álvarez. El modernismo de Rubén Darío, que trae a España la influencia de los poetas franceses, parnasianos y simbolistas. Las ideas de la Institución Libre de Enseñanza…

Eso es compatible, por supuesto, con sus diferentes caracteres, como sucede con tantos hermanos, por mucho que se quieran: Manuel, más simpático, más divertido, más hacia fuera; Antonio, más grave, más melancólico, más hacia dentro.

Se manifiesta eso también en la diferente actitud de los dos ante el modernismo. Manuel participa en sus vertientes externas, decorativas, cosmopolitas; permanece siempre fiel a esa estética. Antonio, en cambio, coincide con el modernismo más íntimo, espiritual; además, se abre luego a otros horizontes.

Elijo ahora un poema de la primera etapa de Antonio Machado, la más simbolista. En la edición de sus Poesías completas de la colección Austral, lleva el número XI, dentro de su primer gran libro, Soledades (1903), que adquiere su forma definitiva en 1907: Soledades. Galerías. Otros poemas.

Dejando al margen detalles eruditos, casi todos estos poemas se escribieron en el comienzo del siglo, cuando estaba más vigente el modernismo. (Prosas profanas, el libro de Rubén Darío que marca el apogeo de ese estilo, es de 1896).

Antonio Machado es un poeta popular, dentro de lo que puede serlo un poeta español: no escribe para una minoría, como Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, sino para cualquier lector. Une la hondura de pensamiento y de sentimiento con la expresión sencilla, impecable.

Este poema tiene una apariencia tan sencilla que incluso aparecía en bastantes libros de texto para niños. En realidad, su tono sentimental no es infantil, en absoluto.

Comprende veinticuatro versos octosílabos (la medida más popular, para el oído español). Se agrupan en seis estrofas de cuatro versos, con rima consonante, alternando las rimas alternadas (abab) y las cruzadas (abba).

Para la musicalidad de este poema, es fundamental fijarse en el uso que hace de una figura retórica llamada encabalgamiento: el sentido de una frase no concluye al final de un verso, sino que se prolonga en el siguiente.

Según el magistral estudio de Dámaso Alonso, el encabalgamiento puede ser de dos clases: suave, cuando se prolonga hasta el final del verso siguiente, y abrupto, cuando se interrumpe a mitad del verso siguiente.

Naturalmente, lo importante no es comprobar que, en un poema, existe esta figura retórica sino averiguar para qué lo usa el poeta, en qué medida contribuye a su expresividad.

Un ejemplo claro: Dámaso Alonso señaló la importancia decisiva del encabalgamiento suave para la armonía que poseen los versos de Garcilaso de la Vega.

Algo semejante sucede en el poema de Antonio Machado. En general, predomina el encabalgamiento suave. Un ejemplo: «En el corazón tenía / la espina de una pasión».

Pero hay también un caso llamativo, en el que un encabalgamiento suave concluye con otro, abrupto, a mitad del verso: «Y todo el campo, un momento / se queda, mudo y sombrío, / meditando».

Este gerundio cierra la frase, con un punto, a mitad del verso: nos invita a detenernos en esa meditación. También ha señalado Dámaso el efecto poético que suele aportar, en los versos, el sonido nasal, en palabras como «hondo, profundo, denso…».

En el verso y medio iniciales, Machado nos da ya los datos básicos para introducirnos en el clima sentimental que desea: «Yo voy soñando caminos / de la tarde».

Ante todo, el «yo» inicial. El poeta es también el protagonista de lo que vamos a leer, no nos cuenta una historia que le sea ajena. Lo que conocemos de la biografía de Antonio Machado nos invita a pensar que es él el que habla, no se trata de un «yo» ficticio, literario.

El tópico literario de la vida como camino es uno de los más antiguos. Ya los latinos hablaban del homo Viator. Con sentido religioso, se habla también del hombre como peregrino o romero.

Así lo usa, por ejemplo, Gonzalo de Berceo, en su introducción alegórica a los Milagros de Nuestra Señora: «Yendo en romería, caeçí en un prado».

Por influencia de Berceo, vuelve a ponerse de moda en el modernismo español: Pérez de Ayala lo convierte en sendero y lo usa como símbolo central de sus libros de poemas: La paz del sendero…

Este tópico admite muchas variantes. Puede ser un camino de agua, que va hacia la mar (la muerte). Así, en las Coplas de Jorge Manrique:

«Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir».

Según eso, será un río sin retorno, como el de la película de Marilyn Monroe, en la que un coro inglés repite, fatalistamente: «No return, no return».

Un viaje iniciático era ya la Odisea. Los místicos le dan a eso un sentido religioso, que conduce hacia el éxtasis: es el Camino de perfección, de Santa Teresa. Puede ser un camino predestinado: la Divina Comedia. En la novela moderna, es un camino psicológico, de aprendizaje: el bildungsroman.

Para los cristianos, la fuente decisiva de todo esto es el pasaje del Evangelio de San Juan, 16, en el que pregunta Tomás: «Si nosotros no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?». Le responde Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». (Escrivá de Balaguer lo elige como título: Camino).

Antonio Machado utiliza mucho este tópico, en todas las etapas de su poesía. En la inicial, una de las secciones de su libro Soledades se titula justamente Del camino. Más adelante, todos recordamos el final de su Retrato, con el que se abre Campos de Castilla: «Y, cuando llegue el día del último viaje…».

Luego, le dará una muy singular vuelta de tuerca psicológica, en esos versos, que forman parte de los Proverbios y cantares, y que ha hecho tan populares, a pesar de su complejidad, la canción de Serrat:

«Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar».

Para Antonio Machado, en todas sus etapas —pero especialmente en ésta—, el tema del sueño, del ensueño, es todavía más importante. Por un lado, se trata de una herencia del romanticismo.

En un libro clásico, Albért Béguin ha explicado que «el alma romántica» huye de una realidad que le disgusta, le parece vulgar y prosaica: se refugia en el ensueño. Lo resume mejor que nadie Hölderlin: «El hombre es un dios, cuando sueña, y un mendigo, cuando reflexiona».

A esa línea del romanticismo contenido, sin retórica, pertenece, sin duda, Antonio Machado. En la música, su equivalente sería la popularísima Rêverie (Ensueño), que dio título a la película sobre su autor, Robert Schumann.

También le inclina hacia el ensueño la influencia del modernismo, tan presente en Soledades, a través de una serie motivos: la puesta de sol, el otoño, la melancolía, el agua de la fuente, el fluir del río, el crepúsculo, la poesía como sustituto de la religión…

En este caso, los paralelismos musicales los encontramos en el impresionismo de Ravel y de Debussy, que más de una vez se inspiran en poemas de Verlaine, de Mallarmé, de Verhaeren…

También escribió Debussy una obra titulada Rêverie (Ensueño). Otros títulos suyos nos sitúan en ese mismo clima espiritual: Claro de luna. Brillos. Velos. Reflejos en el agua. Pasos en la nieve. La catedral sumergida. Hojas muertas…

Sobre un texto del poeta Leon-Paul Fargue, escribió Ravel su obra Rêves (Ensueños). A una atmósfera semejante pertenecen sus obras Un gran sueño negro. Juegos de agua. La noche, La aurora. Espejos. La campana sumergida. Todo es luz. Balada de la reina muerta de amor

En la etapa modernista de Antonio Machado, predomina la luz suave del atardecer, el crepúsculo. No nos ofrece descripciones realistas sino impresiones subjetivas, «paisajes del alma», atmósferas.

En esos poemas, todos los elementos de la naturaleza sueñan: «El agua de la fuente / resbala, corre y sueña». También, los limones: «Allá en el fondo, sueñan / los frutos de oro». Los niños que juegan al corro: «Sus almas que sueñan». Los campesinos: «son buenas gentes que viven, / laboran, pasan y sueñan». El ensueño es la ley que rige ese mundo poético: «Sobre la tierra amarga, / caminos tiene el sueño».

El poeta se incluye, por supuesto, en ese mundo de ensueños: «Nosotros exprimimos / la atmósfera de un sueño en nuestro vaso». El amor y la esperanza van unidos al ensueño: «Soñé que tú me llevabas / por una blanca vereda…». Se define a sí mismo como un «pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla».

Años más tarde, cuando llegue la hora de la honda reflexión filosófica, que expresada con apariencia de coplas populares, lo resumirá implacablemente:

«Ayer soñé que veía
a Dios y que a Dios hablaba,
y soñé que Dios me oía…
Después, soñé que soñaba».

Porque la «hora de su corazón» oscilará siempre entre «la hora de una esperanza / y una desesperación».

Todo ese mundo está ya, en germen, en los versos iniciales

de este poemita. La descripción del paisaje que contempla el caminante es de una sobriedad máxima: a cada sustantivo le acompaña solamente un adjetivo; en algún caso, es casi innecesario, como un epíteto: «los verdes pinos».

Al caer la tarde, escuchamos la canción que canta el protagonista: «En el corazón tenía / la espina de una pasión…».

Esto es lo que de verdad quería plantearnos el poeta: si una pasión – de amor, se entiende– nos hace sufrir, ¿debemos arrancárnosla?

La metáfora que utiliza para eso Machado es la de la espina. Don Rafael Lapesa, mi maestro, señaló la semejanza de esto con los versos de Rosalía de Castro, en Follas novas.

«Unha vez tíven un cravo
cravado no corazón,
i eu non me acordo xa se era aquel cravo
de ouro, de ferro ou de amor».

El caminante de Machado pide a Dios que le libere de ese dolor. Pero, cuando lo consigue, descubre que siente nostalgia de lo que le hacía sufrir.

Más lejos llevará su desengañada reflexión Rubén Darío, en el poema Lo fatal, del libro Cantos de vida y esperanza:

«Dichoso el árbol que es apenas sensitivo
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente».

Sin ninguna retórica, el caminante de Machado resume su estado, al haber logrado liberarse de esa pasión: «Ya no siento el corazón».

Ante una afirmación tan sencilla, tan terrible, el mundo entero parece haberse detenido, se queda inmóvil, «meditando». Punto…

De acuerdo con la tradición petrarquista, toda la naturaleza se ha contagiado con el dolor del poeta: continúa sonando el viento, pero ha caído la noche y ya ni siquiera vemos el camino que estábamos siguiendo, con el poeta.

Escuchamos la segunda parte de la canción. Ha aparecido la única palabra un poco culta del poema, impuesta por la rima consonante: «mi canción vuelve a plañir», a llorar. En todo caso, a comienzos del siglo XX, sonaba menos libresca que ahora: los llantos de las plañideras formaban parte de los funerales, en la cultura tradicional.

La conclusión es tajante:

«Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada».

La lección es muy clara: sufrimos por amor, pero es lo único que nos hace estar vivos; sin amor, estamos muertos.

Así, con toda sencillez, sin el menor atisbo de retórica, nos muestra Machado las misteriosas contradicciones de nuestro corazón.

Muchos años después, un Antonio Machado cercano a la vejez volverá a sentir la ilusión de un nuevo amor y le enviará a Guiomar su mensaje: «Se canta lo que se pierde». Y, si se canta, es que no se ha perdido del todo.

Yo voy soñando caminos

de la tarde. ¡Las colinas

doradas, los verdes pinos,

las polvorientas encinas!...

¿Adónde el camino irá?

Yo voy cantando, viajero

a lo largo del sendero…

-La tarde cayendo está-.

«En el corazón tenía

la espina de una pasión;

logré arrancármela un día:

ya no siento el corazón».

Y todo el campo un momento

se queda, mudo y sombrío

meditando. Suena el viento

en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;

Y el camino que serpea

y débilmente blanquea,

se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:

«Aguda espina dorada,

quién te pudiera sentir

en el corazón clavada».
Antonio Machado

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