La mágica noche de San Juan
Dos romances anónimos: 'El conde Olinos' y 'El conde Arnaldos'
Hogueras de San Juan en La Coruña
La semana del solsticio de verano y de la noche de San Juan es un momento apropiado para recordar dos bellísimos romances tradicionales, unidos los dos al ambiente mágico de esa noche: El del conde Olinos (en otras versiones, el conde Niño) y el de El conde Arnaldos.
Los dos son anónimos, tradicionales, novelescos y debieron de nacer a fines de la Edad Media.
La leyenda de la noche de San Juan une viejos ritos paganos (algunos, de origen celta) con la fiesta cristiana de San Juan Bautista, el precursor de Jesús; en el calendario, se funde el solsticio de verano (21 de junio) con esa fiesta religiosa (24 de junio).
Siempre ha ido unida esa noche al rito del agua y el fuego: Hogueras de Alicante, Paso del Fuego en Soria, caballos de Ciudadela, Juanillos de Andalucía, culto a las xanas asturianas, baños nocturnos a la luz de la luna, baile de la Danza Prima alrededor del fuego en Mieres, fuegos artificiales y verbenas mediterráneas… Todo un mundo de ritos, que poseen raíces muy hondas.
En la literatura universal, una cumbre es El sueño de una noche de verano, la extraordinaria comedia de Shakespeare, de fines del siglo XVI. (Opinan algunos que debería traducirse como El sueño de la noche de San Juan).
Pertenece esta obra a un género que los ingleses llaman «feérico»; es decir, de las hadas; pero son hadas para mayores, traviesas, que se divierten jugando con los ingenuos seres humanos. Gracias a una pócima mágica, el travieso duendecillo Puck consigue que una hermosa joven se enamore de un hombre con cabeza de burro, en un divertido anticipo de lo que los surrealistas franceses llamarán el amour fou. (Ya nuestro Arcipreste de Hita, tan sabio, hablaba del «loco amor», aunque nadie sabe exactamente a qué se refería)..
La influencia de la obra de Shakespeare se extendió todavía más gracias a la música incidental que sobre ella escribió Mendelssohn, que incluye la archiconocida Marcha nupcial. A mediados del siglo XX, dio lugar también a una ópera del inglés Britten.
En el mundo del cine y en el teatro musical, la herencia shakesperiana es muy curiosa. A Ingmar Bergman le sirvió para una desencantada reflexión sobre las relaciones humanas, Sonrisas de una noche de verano (1955).
El genio del musical norteamericano, Stephen Sondheim, estrenó en Broadway, en 1973, A little night music: incluye una de las más hermosas canciones que yo conozco, Sens in the clowns, y usa el título de la Pequeña serenata nocturna, de Mozart. Woody Allen, el gran admirador de Bergman, lo lleva su terreno, el del inteligente pesimismo, en La comedia sexual de una noche de verano (1982)…
También aparece la noche de San Juan en muchas obras literarias españolas. Citaré solamente dos. En Pepita Jiménez, de don Juan Valera, esa noche, el seminarista don Luis de Vargas se declara «vencido por aquella voluptuosa naturaleza».
También la joven ha estado aletargada durante el largo invierno, como algunos animales; ahora, la llegada del verano va a romper la costra de su hielo. Con el amor de Dafnis y Cloe –o de Pepita y don Luis, da lo mismo– renace el mundo la noche de San Juan, en la belleza sin mancha de la Andalucía soñada.
«La Tierra toda parecía entregada al amor, en aquella tranquila y hermosa noche… La noche y la mañana de San Juan, aunque fiesta católica, conservan no sé qué resabios del paganismo y naturalismo antiguo».
En Tigre Juan y El curandero de su honra, la originalísima novela de Pérez de Ayala, Tigre Juan y Herminia pagan con la separación el error de sus prejuicios, de haber recibido una equivocada educación. Al final, cada página se divide en dos columnas distintas, para expresar el contrapunto (como en la gran novela de Aldous Huxley) de los dos enamorados: «Así fluía la vida de Tigre Juan» y «Así fluía la vida de Herminia». Son como dos corrientes de agua que discurren paralelas y que volverán a unirse, como un solo río, en la noche de San Juan:
«Con acento de plata, cantaban las fuentes ocultas. Y cantaban las sedeñas gargantas femeninas, en una cadencia de suspiro caricioso: ‘Que tráela, mi vida,
que tráela, tráela.
Que tráela, mi vida,
la flor del agua’.
«Y los pechos masculinos cantaban, derramando su afán escondido, como un vino añejo:
‘A coger el trébole,
el trébole y el trébole,
a coger el trébole,
la noche de San Juan’».
Como tituló su estudio Julio Caro Baroja, ésta es La estación del amor. Lo ha sentido así el pueblo español y lo ha expresado en uno de los géneros poéticos más tradicionales, el romancero.
La mañana de San Juan, cuando llevaba a su caballo a beber, el conde Olinos cantó una canción de amor. Tuvo la desgracia de que lo escuchara la cruel reina, que lo mandó matar. Pero ni siquiera la muerte pudo separar a los enamorados, que sufrieron toda una serie de fantásticas transformaciones, en un final feliz:
De él, un fuerte gavilán.
Juntos vuelan por el cielo,
Juntos vuelan par a par».
Para este romance novelesco, don Ramón Menéndez Pidal propuso el quevedesco título Amor, más poderoso que la Muerte. Ésta es una de sus versiones más divulgadas:
El conde Olinos
mañanita de San Juan,
a dar agua a su caballo
a las orillas del mar.
Mientras el caballo bebe,
canta un hermoso cantar:
las aves que iban volando
se paraban a escuchar;
caminante que camina,
detiene su caminar;
navegante que navega,
la nave vuelve hacia allá.
Desde la torre más alta,
la reina le oyó cantar:
-Mira, hija, cómo canta
la sirenita del mar.
-No es la sirenita, madre,
que ésa no tiene cantar;
es la voz del conde Olinos,
que por mí penando está.
-Si por tus amores pena,
yo le mandaré matar,
que, para casar contigo,
le falta sangre real.
-¡No le mande matar, madre,
no le mande usted matar,
que, si mata al conde Olinos,
juntos nos han de enterrar!
-¡Que lo maten a lanzadas
y su cuerpo echen al mar!
Él murió a la medianoche;
ella, a los gallos cantar.
A ella, como hija de reyes,
la entierran en el altar,
y a él, como hijo de condes,
unos pasos más atrás.
De ella nace un rosal blanco;
de él, un espino albar.
Crece el uno, crece el otro,
los dos se van a juntar.
La reina, llena de envidia,
ambos los mandó cortar;
el galán que los cortaba
no cesaba de llorar.
De ella naciera una garza;
de él, un fuerte gavilán.
Juntos vuelan por el cielo,
juntos vuelan par a par».
Muchos han considerado que el romance El conde Arnaldos es la obra maestra de todo el género. En esa mañana de San Juan, iba a cazar el caballero cuando vio acercarse a la costa una nave y escuchó una canción única, que tenía efectos milagrosos:
los vientos hace amainar,
los peces que andan al hondo
arriba los hace andar,
las aves que van volando
al mástil van a posar».
Muy pocas veces –si alguna– se ha expresado en nuestra lengua con tan sencilla belleza el poder milagroso de la música. Incapaz de resistir, el conde Arnaldos pide escuchar de nuevo esa melodía pero el marinero le da una respuesta sorprendente:
sino a quien conmigo va».
En la versión completa de este romance, que han conservado los judíos de Marruecos, el conde Arnaldos se embarca en la nave y encuentra a sus familiares, que lo estaban buscando. Es un desenlace lógico… pero tiene mucha menos gracia poética.
Como señaló Menéndez Pidal, el fragmentarismo es un rasgo esencial del romancero. En este caso, «el corte brusco trasformó un sencillo romance de aventuras en un romance de fantástico misterio».
¿Qué quería decir el marinero, con su enigmática frase? No podemos saberlo con seguridad pero sí sentimos que deja abierto todo un mundo extraordinariamente sugestivo.
Me ha recordado esto algo muy lejano, aparentemente. Cuando el inteligentísimo Newman fue nombrado cardenal, eligió este lema: «Cor ad cor loquitur»; es decir, «Al corazón, solo se llega desde el corazón».
Hemos de embarcarnos sin miedo, aunque no sepamos a dónde nos llevará el barco, si queremos escuchar la música de la vida. Lo definió San Agustín: «El amor lo es todo, lo vence todo».
El conde Arnaldos
sobre las aguas del mar
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!
Con un halcón en la mano,
la caza iba a cazar.
Vió venir una galera
que a tierra quiere llegar.
Las velas traía de seda;
la jarcia, de un cendal;
marinero que la manda
diciendo viene un cantar
que la mar hacía en calma,
los vientos hace amainar;
los peces que andan al hondo,
arriba los hace andar;
las aves que van volando,
al mástil van a posar.
Allí habló el conde Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
-Por Dios ruego, marinero,
dígasme ahora ese cantar.
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
-Yo no digo mi canción
Sino a quien conmigo va».
Otras lecciones de poesía:
- Vicente Aleixandre: Mano entregada.
- Antonio Machado: Yo voy soñando caminos…
- Francisco de Quevedo: Poderoso caballero...
- Oliverio Girondo: Se miran.
- Anónimo: Romance del prisionero.
- Luis Cernuda: Si el hombre pudiera decir.
- Gutierre de Cetina: Madrigal.
- Andrés Fernández de Andrada: Epístola moral a Fabio.
- José María Pemán: Ante el Cristo de la Buena Muerte.
- Anónimo: A Cristo crucificado.
- José Zorrilla: Don Juan Tenorio.
- Fray Damián Cornejo: Soneto.
- Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
- Bécquer: Rimas.
- Cervantes: Soneto al túmulo de Felipe II.
- Antonio Machado: Retrato.
- Manuel Machado: Adelfos.
- Anónimo: La Misa de Amor (Romance).
- Rosalía de Castro: Dicen que no hablan las plantas.
- Valle-Inclán: Testamento.
- Baltasar del Alcázar: Cena jocosa.
- Pedro Salinas: La voz a ti debida.
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.