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Luis de Góngora (1622), por VelázquezWikimedia

Dicen algunos que «el himno de la España pospandemia» es una canción, titulada Momentismo absoluto. La canta mi inteligente amiga Alaska, con Fangoria, su grupo:

«Momentismo absoluto, minuto a minuto,
al futuro le he dejado atrás (…)
El ayer me atormentaba, el momento me asustaba.
Sólo creo en el momento actual».

Y, para que quede claro, la canción proclama luego su fuente latina: «Carpe diem es la única verdad».

El origen parece ser un fragmento de una Oda de Horacio: «Abraza el día, dale el mínimo crédito al futuro». Puede también traducirse como «aprovecha el día, agarra el momento»… Es un concepto importante en la filosofía latina y se ha convertido en uno de los tópicos más frecuentes en la literatura occidental.

Su significado está muy cercano al de otro verso latino; en este caso, de Ausonio: «Collige, virgo, rosa». Es decir, «coge, oh virgen, las rosas», disfruta de la juventud y de la belleza, antes de que el tiempo las destruya.

La poesía europea ha tratado este tema muchas veces. Ayudó a ponerlo de moda, quizá, Lorenzo de Médici: el personaje retratado por Benozzo Gozzoli, en los maravillosos frescos del Palazzo Medici Riccardi de Florencia, como un rey mago, vestido de blanco, igual que si fuera un moderno Apolo.

Uno de sus amores fue la hermosa Simonetta Vespucci, retratada por Botticelli en El nacimiento de Venus. En uno de sus Cantos carnavalescos, escribe Lorenzo:

«¡Qué hermosa es la juventud
que se escapa cada día!
El que quiera ser feliz, que lo sea:
del mañana, no hay certeza».

En Francia, recoge el «collige, virgo, rosas» el renacentista Ronsard:

«Vive ahora, no aguardes a que llegue el mañana.
Coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida».

En España, dedica a este tema un precioso soneto, el número XXIII, Garcilaso de la Vega. En los cuartetos, canta la belleza de la amada y destaca tres rasgos físicos: el color, «de rosa y azucena»; el cabello, que parece de oro; el cuello, «blanco, enhiesto»… Todo el conjunto responde a la ley renacentista de la armonía, sin que asome aquí la sombra de la melancolía.

En el primer terceto, surge ya la invitación: «Coged de vuestra alegre primavera/el dulce fruto…».

Culmina el poema con un verso espléndido, por su contraste, que abre el último terceto: «Marchitará la rosa el viento helado…».

Pero, a pesar de la amenaza del tiempo, el tono general del soneto es de alegría, de felicidad, en un mundo presidido por la belleza.

Éste es el Soneto XXIII de Garcilaso de la Vega:

«En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende el corazón y lo refrena;

y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello, blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;

coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre».

Resulta muy curioso comprobar cómo utiliza el mismo tema clásico otro poeta tan grande como Garcilaso pero de sensibilidad muy diferente, don Luis de Góngora y Argote (1560 – 1627).

De uno a otro soneto, ha transcurrido casi un siglo: de la armonía y la serena belleza del Renacimiento hemos pasado a los fuertes contrastes del Barroco.

Probablemente no fue Góngora un personaje fácil ni simpático pero sí era un poeta absolutamente extraordinario, uno de los más grandes de toda nuestra literatura. Ya he comentado cómo lo ensalza, identificándose con él, Luis Cernuda, otro gran poeta y complicado personaje:

«El andaluz envejecido que tiene gran razón para su orgullo,
el poeta cuya palabra lúcida es como diamante…»

A Góngora lo retrató Velázquez con gesto ceñudo, nariz afilada y mirada inteligente. Sus contemporáneos le acusaron de orgulloso, jugador, judío, poco religioso, incomprensible… Quevedo inventó la palabra «jerigóngora», en vez de «jerigonza», para denigrar su estilo como algo incomprensible.

Las polémicas de Góngora con Lope, Quevedo y otros poetas son las más ingeniosas y más duras de la literatura española.

La crítica académica, tradicional, distinguía «dos Góngoras»: el «ángel de la luz» y el «ángel de las tinieblas». El primero —decían— era un poeta extraordinariamente dotado, que, en su etapa inicial, escribió brillantes poemas humorísticos: letrillas, romances, sonetos.

Más tarde, como si hubiera contraído una extraña y misteriosa enfermedad, el culteranismo, pasó a escribir unos poemas incomprensibles, el Polifemo y las Soledades, que muy pronto atrajeron a sabios comentaristas para descifrar sus misteriosos intríngulis.

Toda esta construcción crítica se vino abajo por la reivindicación de Góngora que hicieron los poetas del Veintisiete. Esta generación recibe ese nombre porque en esa fecha, 1927, se cumplían trescientos años de la muerte de Góngora.

Para conmemorarlo, acudieron entonces al Ateneo de Sevilla un grupo de jóvenes poetas, convocados por el inteligentísimo torero Ignacio Sánchez Mejías (aunque, ahora mismo, el ministro de Cultura Urtasun lo ignore o no quiera mencionarlo).

El lema de estos poetas era simple y rotundo: «¡Viva don Luis!». Todos lo estimaban al máximo: García Lorca, Rafael Alberti, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Luis Cernuda… Para homenajearlo, Manuel de Falla puso música al soneto de Góngora sobre Córdoba, su ciudad natal:

«¡Oh exceso muro, oh torres coronadas
de honor, de majestad, de gallardía!
¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,
de arenas nobles, ya que no doradas!»

Después de los actos del Ateneo, Ignacio Sánchez Mejías invitó a los poetas que habían venido de Madrid a una fiesta en su finca sevillana de Pino Montano. Allí, se disfrazaron de moros; Fernando Villalón intentó ejercicios de hipnotismo; escucharon todos a Manuel Torres cantar lo que él llamaba Las placas de Egito: en realidad, un antiguo disco de gramófono que él había escuchado sobre un faraón (probablemente, La corte del Faraón).

Y el cantaor los sorprendió con una enigmática sentencia: «En el cante jondo, lo que hay que buscar siempre, hasta encontrarlo, es el tronco negro de Faraón».

Esa noche, además, Dámaso Alonso deslumbró a todos, al recitar de memoria los enigmáticos versos de la Primera soledad, de don Luis de Góngora:

«Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa
(media luna las armas de su frente
y al sol todos los rayos de su pelo),
luciente honor del cielo,
en campos de zafiro pace estrellas».

Y así continuó, hasta recitar de memoria los 1091 versos… Para premiar tal hazaña, luego, en la Venta de Antequera, coronaron poéticamente a Dámaso Alonso al estilo romano, con una corona de laurel, cortada por Ignacio Sánchez Mejías.

La contribución de Dámaso Alonso ha sido decisiva para la revalorización de Góngora. En una serie de estudios tan eruditos como brillantes, demuestra Dámaso que don Luis es el creador de una lengua poética nueva.

Nunca se limita Góngora a decir algo con sencillez; en vez de eso, construye una verdadera obra de arte, gracias a la sabia acumulación de una serie de figuras retóricas: hipérbaton (cambiar el orden habitual de las palabras); cultismos; perífrasis (rodeos); metáforas encadenadas; hipérboles (exageraciones); alusiones mitológicas; paralelismos, dualismos, versos bimembres; fórmulas del tipo «no A sino B»…

Todo ello responde, en el fondo, a una tensión barroca, al gusto por los dramáticos contrastes. Gracias a los estudios de Dámaso Alonso, los lectores podemos entender y apreciar los suntuosos versos de don Luis de Góngora.

Recurriendo a los fáciles paralelismos con la pintura, la serena armonía de Garcilaso puede compararse con la de Botticelli; el virtuosismo de Góngora, con el arte suntuoso de Rubens. (Y la sabia serenidad de Cervantes, por supuesto, con la de Velázquez).

Es bien curioso comprobar cómo Góngora utiliza el tema clásico del «collige, virgo, rosas», que ya hemos visto, en una línea estética muy diferente a la de Garcilaso.

La estructura del soneto está calculadísima. En los cuartetos, los versos impares (1º, 3º, 5º y 7º) comienzan con la repetición de la palabra «mientras». Cada dos versos, un rasgo físico de la belleza femenina se compara con un elemento de la naturaleza: el «cabello», con el «oro bruñido al sol»; la «blanca frente», con el «lirio»; el «labio», con el «clavel»; el «cuello», con el «cristal».

En el primer terceto, el verso 9º formula el mensaje vitalista: «goza…». Y se recapitulan los rasgos físicos y los elementos que antes había mencionado.

Esta sabia estructura desemboca en una lección desengañada, tan alejada del vitalismo renacentista de Garcilaso. Culmina el poema con un verso último absolutamente magistral, con su enumeración creciente hacia la nada: «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Ésta es una perfecta síntesis del pesimismo barroco.

Añado una cita más, muy reciente. Este tema poético llega hasta mi buen amigo Luis Alberto de Cuenca, tan culto como buen poeta:

«Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana…
Córtalas a destajo, desaforadamente,
sin pararte a pensar si son malas o buenas (…)
Y que la negra muerte te quite lo bailado».

Soneto

Mientras por competir con tu cabello

oro bruñido al sol relumbra en vano;

mientras con menosprecio en medio el llano

mira tu blanca frente el lirio bello;

mientras a cada labio, por cogello,

siguen más ojos que al clavel temprano,

y mientras triunfa con desdén lozano

del luciente cristal tu gentil cuello,

goza cuello, cabello, labio y frente,

antes que lo que fue, en tu edad dorada,

oro, lirio, clavel, cristal luciente,

no sólo en plata o víola troncada

se vuelva, mas tú y ello juntamente

en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Luis de Góngora

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