Todo seguirá igual cuando yo muera
Juan Ramón Jiménez (1881-1958): 'El viaje definitivo'. Agustín de Foxá (1903-1960): 'Melancolía del desaparecer'
Agustín de Foxá
Todas las religiones y todas las filosofías –todos los seres humanos, en realidad– intentan responder a la gran pregunta: ¿qué será de mí, después de la muerte?
Afirman rotundamente algunos que ésta es la incógnita radical, de la que todas las demás derivan. Ante ella, podemos asomarnos al absurdo, leyendo El mito de Sísifo, de Albert Camus. O plantearnos la duda agónica, con Unamuno, en la novela San Manuel Bueno, mártir, y en el ensayo Del sentimiento trágico de la vida. Más esperanza nos da San Pablo, en la Epístola a los corintios, a partir de la resurrección de Cristo: «Oh muerte, ¿dónde está tu victoria?».
Mucho menos frecuente y más humilde, más cercana a la realidad cotidiana, es otra pregunta: cuando yo me muera, ¿seguirán siendo igual de hermosas todas las cosas de la vida? La luz del sol, el cielo azul, la primavera, las flores, las puestas de sol, las noches de luna, el canto de los pájaros, las campanas… Y, todavía, algo más importante: ¿me recordarán las personas que me amaron?
No voy a comentar esta vez un poema sino dos: los dos son españoles, del siglo XX, y tratan exactamente ese mismo tema. Los separa medio siglo. Juan Ramón Jiménez escribe El viaje definitivo hacia 1910; Agustín de Foxá, Melancolía del desaparecer, casi cincuenta años después.
No cabe duda de que Juan Ramón Jiménez era un extraordinario poeta, un maestro indiscutible, que ha marcado con su huella toda la poesía española contemporánea. También está muy claro que, como persona, era muy complicado: egoísta, maniático, arbitrario… El que lo dude, puede leer la correspondencia de Pedro Salinas y Jorge Guillén, los dos grandes amigos, para comprobar cómo trataba Juan Ramón a los jóvenes poetas, aunque fueran sus discípulos.
Juan Ramón Jiménez
También es muy ilustrativo el libro de Ricardo Gullón, El último Juan Ramón, que lo trató mucho en Puerto Rico. En él cuenta, por ejemplo, que el poeta corregía a escondidas el diario íntimo de Zenobia, su mujer, para mejorar su propia imagen: si ella había escrito que Juan Ramón sufría una de sus habituales crisis nerviosas, él tachaba esas palabras y las sus sustituía por un resfriado…
Dedicó Juan Ramón su vida entera a la poesía. Su estilo sufrió una profunda evolución, desde el modernismo inicial hasta la profundidad hermética del libro Dios deseante y deseado. Buscó siempre lo esencial, la expresión exacta:
el nombre exacto de las cosas.
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente».
(La jota de la cita no es una errata sino la elección de Juan Ramón).
El poema El viaje definitivo se incluye en el libro Poemas agrestes (1910-1911). Es ésta una de las etapas más fecundas de Juan Ramón, antes de conocer a Zenobia. El tono melancólico del poema se suele poner en relación con la depresión y la crisis que sufrió después de la muerte de su padre.
Utiliza aquí la tradicional metáfora de la muerte como viaje. Se advierten huellas del modernismo (el «huerto», el «cielo azul»), pero el estilo es sencillo y claro. La estructura es circular: el primer verso («y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando») reaparece, partido, en los versos inicial y final de la última estrofa. Las repeticiones encadenan el sentido general del poema.
Su métrica es muy peculiar. Se compone de cuatro estrofas: todas de tres versos, salvo la tercera, que tiene uno más. (En otras ediciones, el reparto de los versos es estrofas es diferente). Riman en asonante (á – o) todos los versos, algo muy poco frecuente, en español. Alternan los versos largos (de 14, 15 y hasta 17 sílabas) con los más cortos (de 7 y 9), que funcionan como pies quebrados. En general, parece una etapa intermedia desde la métrica clásica hasta el verso libre pero mantiene el ritmo, la suave musicalidad .
Transmite el poema una suave melancolía. El poeta acepta con resignación su destino: desaparecer. Eso no afecta a la naturaleza, con su imperturbable belleza.
Éste es el poema de Juan Ramón Jiménez (1881 – 1958):
El viaje definitivo
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquéllos que se amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y, en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostálgico.
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar,
sin árbol verde, sin pozo blanco, sin cielo azul y plácido,
y se quedarán los pájaros cantando.
Juan Ramón Jiménez.
La calidad literaria de Agustín de Foxá (1906-1959) es, sin duda, muy superior a su prestigio y a su popularidad. Es fácil señalar algunas causas. Ante todo, su peculiar estilo no encaja fácilmente en ninguna escuela o etapa. No aclara mucho etiquetarlo como «modernista tardío».
Le influyeron, entre otros, Rubén Darío, Manuel Machado, Ramón Gómez de la Serna, los vanguardistas, García Lorca, Pablo Neruda… Prologó su primer libro poético Altolaguirre, Luego, fue amigo de José Antonio Primo de Rivera y formó parte del grupo de escritores falangistas de primera hora, junto a Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo y Eugenio Montes. Se le atribuye haber participado en la redacción del Cara al sol: al margen de su significado político, es un hermoso himno.
En sus andanzas por Europa, Foxá se hizo gran amigo de Curzio Malaparte. En 1950, participó en la «misión poética» por Hispanoamérica, en defensa del régimen de Franco, junto a Luis Rosales y Leopoldo Panero…
Entrambasaguas lo considera «escritor exquisito y conversador inimitable, ingeniosísimo». Santiago Castelo, que lo conoció bien y lo estimaba mucho, acumula adjetivos, para definir sus contradicciones: «Era gordo, inteligente, mordaz, sensible, cínico, deslumbrador…». Pero también advierte que, por conseguir una frase brillante, podía perder una amistad o un provechoso destino diplomático.
El propio Foxá se autorretrata con brillantez: «Soy aristócrata, soy conde, soy rico, soy embajador, soy gordo y todavía me preguntan por qué soy de derechas. ¿Pues qué coños puedo ser?».
Cuando estaba destinado en Roma, el conde Ciano le advirtió: «Le va a matar el alcohol». Como corrían leyendas sobre la vida conyugal del todopoderoso yerno de Mussolini, Foxá, ni corto ni perezoso, le replicó: «Y, a usted, Marcial Lalanda».
Fue embajador de Franco pero son justamente famosas sus frases sobre el Régimen: «Le van a dar a Franco una patada en nuestro culo… Tengo el puesto ideal: embajador de una dictadura en una democracia. Disfruto de ambos sistemas».
Solía revestir con una máscara cínica su enorme desengaño político: «Hagamos de España un país fascista y vayámonos a vivir al extranjero… Todas las revoluciones han tenido como lema una trilogía: libertad, igualdad y fraternidad fue la de la revolución francesa; en mis años mozos, yo me adherí a la trilogía falangista, que hablaba de patria, pan y justicia. Ahora, instalado en mi madurez, prefiero otra: café, copa y puro».
Cultivó Foxá varios géneros: novela, cuento, periodismo, teatro, poesía. Su novela Madrid, de corte a checa (1938), escrita desde el bando nacional, es, sin duda, una de las mejores que existen sobre la Guerra Civil; muestra claros ecos de los episodios nacionales de Galdós y de los esperpentos de Valle-Inclán.
Su novela corta Olor a cera (1958), reeditada hace poco, es uno de los mejores relatos de tema taurino que yo conozco. Se basa en la leyenda de Blanquet, el banderillero de confianza de Joselito el Gallo, que olió tres veces con antelación la muerte de un torero y acertó en dos ocasiones: la de su maestro y la de Manuel Granero.
Se alejan mucho del teatro comercial sus dramas poéticos Cui-Pîng-Sing (1940) y Baile en capitanía (1944).
El personalísimo mundo sentimental de Agustín de Foxá se expresa sobre todo en su obra poética, escrita antes y después de la guerra, con obras como La niña del caracol, El almendro y la espada, Poemas a Italia…
Igual que Eugenio d’Ors, creía que lo mejor de la cultura occidental, la nuestra, es el clasicismo grecorromano, que nos llegó a través del Mediterráneo. Por eso, subraya que la Tauromaquia deriva de los juegos cretenses y de la leyenda mitológica de Europa y el toro: «Viene el toro de Grecia por el Mediterráneo…». Igual que muchos escritores falangistas y que muchos republicanos exiliados, consideraba un ídolo a Manolete, con su cordobesa «elegancia de califa sin trono».
Nace la poesía de Agustín de Foxá de la nostalgia de otra época, de otra sociedad, de otro mundo. Cuando era niño, él vivió en una «provincia de acacias y miradores», donde «era pecado el beso». Viajó en Trenes de Ávila o Soria: esos entrañables «trenes humildes de trayecto corto», con parada en Medina del Campo o en Venta de Baños, para los transbordos. Le llevaron en coche de caballos por la Casa de Campo y por el Retiro:
cuando aún no conocía el mar ni la belleza…»
Al hacerse mayor, Foxá se va sintiendo un desplazado, no encaja en el mundo que le ha tocado vivir: «Yo creo que yo he estado enfermo de los nervios por el pecado de haber ido, de niño, en coche de caballos y, de diplomático, en avión supersónico».
Esa nostalgia de la infancia perdida le convierte también en un excelente testigo de un mundo europeo en crisis.
El poema Melancolía del desaparecer trata prácticamente del mismo tema que El viaje definitivo, de Juan Ramón Jiménez: la dolorida conciencia de que todo seguirá igual, en el mundo, cuando muramos. Y eso trae consigo dos consecuencias desoladoras: la mínima importancia que tenemos y el horror por el vacío que se acerca.
Por detrás de su apariencia clásica, este poema posee una original estructura: son tres quintetos de endecasílabos, más un pareado, que enlaza la primera estrofa con la segunda. La rima es consonante, se mantiene con el mismo esquema en las tres estrofas: riman los versos 1º, 3º y 4º; con otra rima, 2º y 5º.
Menciona el poeta algunas de las maravillas del mundo: las «mañanas luminosas», el «cielo azul», «la primavera», «las rosas», el «sol poniente», la luz de la luna… Todo eso, por supuesto, puede disfrutarlo cualquier ser humano: hombre o mujer, rico o pobre, joven o viejo…
Las creencias religiosas consuelan a muchas personas ante la llegada de la muerte. En este caso, al final del segundo quinteto, una discreta metáfora parece expresar la nostalgia por una fe que el poeta ha tenido pero ya no siente viva: «cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente».
Las tres estrofas comienzan igual: «Y pensar que…». En las tres, las coordinadas copulativas van sumando los motivos del pesimismo, hasta llegar a la desolación total. La simboliza algo concreto, muy fácil de entender, un objeto que todos conocemos:
y ya no la veré desde mi caja».
Opinan algunos críticos que este poema supone un canto a la vida. En cierto modo, así es: evidentemente, si tememos la muerte es porque amamos la vida. Pero también la tememos porque no sabemos qué nos espera, si es que algo nos espera… La tragedia se sintetiza en el verso antepenúltimo, con la suma de dos elementos, la soledad y el misterio: «que he de marchar yo solo hacia el abismo».
Con versos clásicos, de sencilla belleza, Agustín de Foxá nos plantea este misterio definitivo y nos invita a afrontar la gran pregunta con la serena dignidad de un sabio grecolatino.
Melancolía de desaparecer
aún surgirán mañanas luminosas;
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, después, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida;
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente,
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.
Y pensar que no puedo, en mi egoísmo,
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar yo solo hacia el abismo,
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.
Agustín de Foxá
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