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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

Lo bueno no llega por casualidad

Tomás de Iriarte (1750 – 1791): El burro flautista

Act. 24 sep. 2025 - 12:20

Retrato de Tomás de Iriarte, de Joaquín Inza

Retrato de Tomás de Iriarte, de Joaquín InzaWikipedia

Cuando empecé a ir al colegio, hace una infinidad de años, nos ponían dictados, nos hacían leer en voz alta fragmentos de un Quijote para niños y poemitas sencillos.

Supongo que la pedagogía actual considera retrógrado todo esto, en vez de dedicar el tiempo escolar a la tecnología digital, la inteligencia artificial, el cambio climático y otros dogmas que ahora se consideran imprescindibles para la vida.

Como entonces no se creía que la memoria fuese algo aborrecible sino una facultad preciosa, algunos de esos poemitas los aprendíamos de memoria y todavía hoy los recuerdo.

Forman un pequeño tesoro —como dice Gabriel García Márquez— que nunca he perdido: Antonio Machado, Bécquer, algún romance, una fabulilla…

En este último sector, era habitual que leyéramos El burro flautista, de Iriarte. (Hace poco, ha adoptado este mismo título para un libro suyo el poeta Enrique García Máiquez). A todos los chiquillos nos hacía muchísima gracia la vanidad de este burro, que presumía de músico…

Pasados los años, advertí que el propósito del poeta era bastante diferente y que los niños no podían comprenderlo. Sólo un lector adulto entenderá que, por detrás de su apariencia, tan sencilla, el poema tiene bastante intríngulis.

Conviene detenerse un poco en la fábula, uno de los géneros literarios más antiguos: puede estar escrita en verso o en prosa. Los protagonistas suelen ser animales pero antropomorfizados: es decir, que piensan, sienten y hablan como seres humanos.

Un breve relato conduce a una explícita lección final, la moraleja. Comparaba Hegel la fábula con un enigma que va siempre acompañado por su solución.

Hay ejemplos de fábulas ya en los orígenes de las literaturas de Mesopotamia y de la India: llegan a la literatura occidental, incluida la española, a través de traducciones árabes o judeoespañolas. También nos influyen los fabulistas grecolatinos, Esopo y Fedro.

En la literatura medieval española hay muchos ejemplos de fábulas: libros completos, como la Disciplina clericalis, de Pedro Alfonso; también, algunos episodios, en obras como el Libro de buen amor y El conde Lucanor.

En el siglo XVII, el francés La Fontaine traduce las fábulas del latino Fedro. En el XVIII, vuelve a ponerse de moda el género: su carácter didáctico encaja perfectamente con el ideal de la Ilustración, docere et placere ('enseñar deleitando').

A esta época y estilo pertenecen los dos grandes fabulistas españoles, Iriarte y Samaniego. Las historias literarias suelen mencionarlos juntos, pero se diferencian claramente por su moraleja: las del riojano Félix María de Samaniego (1745-1801) son Fábulas morales (1781), que escribió para el uso del Real Seminario Vascongado. Las del canario Tomás de Iriarte (1750-1791) son Fábulas literarias (1782).

Ya en su tiempo surgió la polémica sobre la precedencia. Aunque las de Samaniego se publican un año antes, las de Iriarte se anuncian como la «primera colección de fábulas enteramente originales»; en el prólogo, reivindica Iriarte ser el primer español que introdujo el género.

Más importante es la diferencia de fondo. Samaniego nos anima a practicar las virtudes morales: ser bondadosos, humildes, caritativos… Iriarte, en cambio, nos incita a respetar la estética neoclásica: escribir con orden, claridad, buen gusto… Aunque parezcan semejantes, son dos mundos muy diferentes.

Curiosamente, el moralizante Samaniego es también el autor de El jardín de Venus: uno de los más claros ejemplos de esa literatura erótica que también se da en la habitualmente puritana Ilustración española. Es lo que Guillermo Carnero ha llamado el lado oscuro del siglo de las Luces.

Tomás de Iriarte es un buen ejemplo español de ilustrado: cortesano, social, cosmopolita. Pertenecía a una familia culta. A los catorce años, se trasladó a Madrid. Dirigió su educación su tío, el humanista Juan de Iriarte, al que Tomás sucedió en 1771 como traductor de la Secretaría de Estado.

Como ha estudiado Joaquín Álvarez Barrientos, Iriarte formuló el Plan de una Academia de Ciencias y Buenas Letras: una especie de pequeña ciudad, que agrupara a estudiosos de diversas materias, para culturizar al pueblo y, a la vez, para elevar a la nación española al nivel cultural europeo.

Formaba parte Iriarte de la segunda generación de ilustrados españoles, la de Samaniego y Meléndez Valdés, plenamente neoclásicos. Sus obras aparecieron en el último cuarto del siglo, vivieron la conmoción que produjo la Revolución francesa.

Cultivó Iriarte diversos géneros literarios. Suscitaron polémicas sus traducciones del Arte poética de Horacio y de la Eneida, de Virgilio. Alcanzaron notable repercusión dos comedias suyas, influidas por Diderot: El señorito mimado y La señorita malcriada. (Para los ilustrados, la educación y la economía eran las dos herramientas básicas para lograr la reforma de la sociedad).

Además de escritor, don Tomás era músico: tocaba varios instrumentos; escribió el poema La Música, el melólogo (un monólogo declamado y cantado) Guzmán el Bueno y varias composiciones musicales.

Creía Iriarte en la función social de la poesía: «Conmemora perdurablemente los grandes hechos y las grandes virtudes». Defendía la lectura: «Enseña el ver muchos libros / más que el ver muchas posadas».

Con todos estos antecedentes, es perfectamente lógico que le interesara recuperar el género clásico de la fábula. Cinco años antes de publicar las suyas, había traducido algunas, de Fedro. Según Cotarelo, su gran estudioso, lo hizo para adiestrarse en el género.

Alcanzaron notable repercusión sus Fábulas literarias. Nadie discutió que marcaban un nuevo derrotero para un género clásico, pero algunos discutieron sus valores estrictamente poéticos. Iriarte se defendió:

«Lo que hace buena o mala una fábula no es lo más o menos común de su máxima o sentencia, sino la invención adecuada, ingeniosa y clara del suceso que finge el poeta».

Posteriormente, el prerromántico Alberto Lista lo considera «más apto para comprender verdades que bellezas». Recientemente, ha defendido Russell P. Sebold a Iriarte, considerándolo un «poeta de rapto racional».

Desde esa perspectiva se pueden valorar mejor los méritos de las Fábulas literarias. Muestra en ellas Iriarte cómo también pueden ser objeto de poesía las reglas neoclásicas: las mismas que formula, por ejemplo, Ignacio de Luzán en su Poética o Reglas de la Poesía en general y de sus principales especies (1737).

Esta fábula de Iriarte, de origen clásico, tiene como protagonista a un burro: un animal que, igual que otros, ha tenido significados simbólicos múltiples y hasta contradictorios.

Muchas veces, se le ha atribuido un valor positivo, como símbolo de paciencia, trabajo, dulzura («Platero es pequeño, peludo y suave») y utilidad: es el animal elegido por Jesucristo para entrar en Jerusalén.

Recuérdese que también es el símbolo del Partido Demócrata norteamericano y que ciertos independentistas catalanes exhiben su imagen, en la matrícula de sus automóviles.

A la vez, desde los egipcios, se ha visto al burro como ejemplo de pereza mental e ignorancia. Un episodio de la mitología clásica posee una curiosa cercanía con esta fábula: en el desafío musical de Apolo y Marsias, este último da la vuelta a la flauta y, naturalmente, no logra sacar de ella ningún sonido. Por eso, el juez ignorante aparece retratado muchas veces con orejas de burro: por ejemplo, en La calumnia, de Botticelli.

Muy cerca de Iriarte está Goya, que da expresión genial a muchas creencias de la Ilustración (lo muestra con brillantez Edith Helman en su libro Trasmundo de Goya) . En una serie de Caprichos, el burro aparece como símbolo de ignorancia: por ejemplo, en El asno literato, que aparece leyendo. También simboliza la vanidad nobiliaria: en Hasta su abuelo, un burro intenta demostrar la nobleza de su linaje…

No se encarniza Iriarte con el protagonista de su fábula, pero sí contempla con ironía su vanidad. Cuando surge por pura casualidad un sonido agradable, el arrogante pollino lo atribuye a su mérito:

«¡Oh!» – dijo el borrico -,
«¡qué bien sé tocar!
¡Y dirán que es mala
la música asnal!».

Métricamente, esta fábula se compone de siete estrofas de cuatro versos, de seis sílabas. La rima es la propia del romancillo, asonante en los versos pares; curiosamente, es rima aguda, algo no frecuente en castellano. Salvo la estrofa penúltima, todas concluyen repitiendo el mismo estribillo: «por casualidad».

Esta repetición indica a qué blanco apunta la sátira. No ha hecho nada mal el burro: su grave error consiste en atribuir a sus méritos lo que ha sido solamente fruto de la casualidad.

La última estrofa formula la moraleja, plenamente acorde con la estética neoclásica:

«Sin reglas del arte,
borriquitos hay
que una vez aciertan
por casualidad».

Para un lector actual no es fácil captar todo lo que esto significaba a fines del XVIII. La razón es clara: ahora, somos todos hijos de la estética romántica, que propugna la libertad absoluta del artista y niega la posibilidad misma de que existan reglas, en arte. Además, hace ya un siglo, las vanguardias dinamitaron las reglas: recuérdense los escándalos de La consagración de la primavera, de Stravinski; Las señoritas de Aviñón (ése es el verdadero nombre, por la calle de Barcelona, no de Avignon), de Picasso; Un perro andaluz, de Luis Buñuel; el Ulises, de Joyce…

Todo eso está bien… pero con ciertas reservas. Es perfectamente lógico aceptar que, en una sociedad muy diferente, ya no son obligatorias las normas dictadas por los clásicos grecolatinos. Sin embargo, cualquier artista sensato conoce de sobra y acepta la validez de ciertas reglas, nacidas de la experiencia de los grandes artistas. Ejemplo claro: un novelista actual hará muy bien si lee detenidamente y saca lecciones de la forma de narrar de Cervantes, en El Quijote; lo mismo que debe hacer un dramaturgo, con las obras de Shakespeare; o un músico de cualquier época, incluida la actual, con las obras de Juan Sebastián Bach…

Acierta don Tomás de Iriarte al evitar la adusta rigidez del dómine neoclásico y adoptar una actitud irónica, humilde, en la que él mismo también se incluye:

«Esta fabulilla,
salga bien o mal,
me ha ocurrido ahora
por casualidad».

La lección es clara: a todos nos sonríe alguna vez la suerte, pero no podemos confiar en eso; si lo hacemos, el lógico resultado será el fracaso. Por eso, debemos respetar «las reglas del arte»: aprender el oficio, tener en cuenta lo que hicieron los maestros, corregir los errores, buscar el mejor resultado que nos sea posible… Lo decía ya el sentido común, antes de los preceptistas neoclásicos.

¿Es esta fábula una lectura apropiada para niños? Sólo en cierta medida. Les divertirá, sin duda, y les inculcará ciertos valores básicos: el trabajo, el esfuerzo… Pero su contexto histórico (las reglas neoclásicas) y su real trascendencia sólo las puede apreciar un lector maduro.

No se refiere solamente esta fábula a la creación artística, apunta a algo mucho más amplio: rara vez nos llegan por puro azar las cosas buenas, en todas las facetas de la vida. Al menos, ésa es la lección que nos transmite el ilustrado racional y sensato don Tomás de Iriarte, al incitarnos a esforzarnos, a trabajar en busca de la excelencia.

¿Estamos de acuerdo hoy con él? Desde la visión del mundo actual, tan caótico, su diagnóstico no es seguro: ¡tantas veces contemplamos éxitos que nos parecen absurdos! Pero su recomendación es indiscutible: debemos esforzarnos, trabajar siempre en busca de la excelencia, aunque no la alcancemos. Si no lo hacemos, actuaremos como unos auténticos burros.

Tomás de Iriarte: El burro flautista

Esta fabulilla,

salga bien o mal,

me ha ocurrido ahora

por casualidad.


Cerca de unos prados

que hay en mi lugar

pasaba un borrico

por casualidad.


Una flauta en ellos

halló, que un zagal

se dejó olvidada

por casualidad.


Acercóse a olerla

el dicho animal

y dio un resoplido

por casualidad.


En la flauta el aire

se hubo de colar

y sonó la flauta

por casualidad.


«¡Oh!» –dijo el borrico–,

«¡qué bien sé tocar!

¡Y dirán que es mala

la música asnal!».


Sin reglas del arte,

borriquillos hay

que una vez aciertan

por casualidad.
Tomás de Iriarte.

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