La ilusión de unas pocas palabras de amor
Gerardo Diego (1896-1987): Romance del Duero
Gerardo Diego saluda al Rey Juan Carlos I en la entrega del Premio Cervantes
Gerardo Diego es uno de los más importantes poetas del Veintisiete. Con su habitual ingenio, contó el nacimiento de la Generación en su pareja de revistas, Carmen y Lola.
Después de la guerra, permaneció en Madrid, igual que Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso. A Gerardo y a Dámaso (así se les llamaba, sólo por el nombre) se les suele aplicar la etiqueta de «poetas profesores», aunque también lo fueron Pedro Salinas y Jorge Guillén.
Hasta su jubilación, Gerardo fue catedrático de Literatura Española de Enseñanza Media; su último destino, el Instituto Beatriz Galindo, en la madrileña calle Goya. Con su categoría como poeta y como crítico, es absurdo que no pudieran disfrutar de su magisterio los alumnos de la universidad; lo mismo les sucedió, por ejemplo, al historiador Antonio Domínguez Ortiz, al bibliógrafo Antonio Rodríguez Moñino…
Había nacido Gerardo Diego en Santander. De 1912 a 1916, estudió Filosofía y Letras en Deusto: allí conoció a uno de sus grandes amigos, Juan Larrea, poeta creacionista; en el examen, en Salamanca, a don Miguel de Unamuno. El último año lo estudió en Madrid: asistió a las clases de Menéndez Pidal y Américo Castro; conoció a Antonio Machado, Juan Ramón y Ortega, los grandes maestros; se hizo amigo de los vanguardistas Ramón Gómez de la Serna, Huidobro, Cansinos Asséns…
En Madrid pudo disfrutar también de dos de sus grandes pasiones, los toros y la música. A poco de llegar, vio al revolucionario novillero Juan Belmonte, la tarde en que sorprendió al público, ligando varias verónicas sin enmendarse. (Años más tarde, Gerardo publicó La suerte o la muerte, un auténtico tratado de tauromaquia en verso).
Desde el gallinero del Teatro Real, pudo ver a Igor Stravinski dirigiendo sus obras El pájaro de fuego y Petrouchka, en las representaciones de los Ballets Rusos de Diaghilev, que fascinaron a los madrileños, incluido Alfonso XIII.
Gerardo Diego es uno de los poquísimos escritores españoles que conocía de verdad y era apasionado de la música clásica: fue pianista, dio conferencias con el guitarrista Regino Sáinz de la Maza, escribió sobre música en verso y en prosa.
En 1920, con 24 años, ganó la plaza de Catedrático de Literatura Española del Instituto de Soria. (Hacía ocho años que había dejado ese Instituto, como Catedrático de Francés, Antonio Machado). Estuvo allí el último trimestre de un curso y dos cursos completos más; en 1922, pasó al Instituto de Gijón, más cercano a su tierra.
En principio, nada le ligaba a Soria, salvo el doble recuerdo de Bécquer y de Antonio Machado. Sin embargo, Gerardo se enamoró de esa ciudad, hizo allí buenos amigos, participó en un ciclo de teatro clásico español, dio un curso sobre historia del piano, que he leído con verdadero gusto.
Lo recuerda así el soriano Juan Antonio Gaya Nuño, un gran estudioso del arte, injustísimamente olvidado hoy: «Gerardo Diego era entonces muy galán, pincho, espigado y airoso. Tenía una novia de hermosísimos ojos verdes».
A esa novia juvenil le dedicó Gerardo un poema humorístico:
y ríete con tu risa».
En 1923, Gerardo Diego publicó Soria. Galería de estampas y efusiones. (Antonio Espina lo reseñó, en el primer número de la Revista de Occidente). Toda su vida fue fiel a su amor por Soria, que le inspiró una serie de libros: Nuevo cuaderno de Soria, Capital de provincia, Cancionerillo de Salduero, Tierras de Soria, Soria sucedida, Soria sucesora… Junto a Machado, Gerardo Diego es uno de sus mayores cantores: hoy existen, en la ciudad, itinerarios turísticos basados en sus poemas.
Toda la critica ha señalado como características de la poesía de Gerardo Diego la fecundidad (unió vida y poesía, como su muy querido Lope de Vega), el virtuosismo técnico y la variedad de estilos. Dentro de sus poemas, llama la atención, sobre todo, el gran contraste entre los vanguardistas y los que continúan la gran tradición clásica.
Eso le sucedió desde la juventud. Recordaba Gerardo cómo sus amigos Larrea y Huidobro se sorprendían al comprobar que, en la misma fecha, era capaz de escribir un poema de vanguardia y un romance, o un poema dedicado a la Virgen. Con su habitual ingenio, se defendía así Gerardo: «Yo no soy culpable de que me atraigan simultáneamente el campo y la ciudad, la tradición y el futuro; de que me encante el arte nuevo y me extasíe el antiguo; de que me vuelva loco la retórica y me tenga más loco el capricho de volver a hacérmela –nueva– para mi uso personal e intransferible».
El poema que he elegido, Romance del Duero, forma parte de ese libro juvenil, Galería de estampas y efusiones. Su métrica indica claramente que pertenece a la línea tradicional: es un romance, constituido por 28 versos octosílabos, que mantienen la rima asonante á-a. En algunas ediciones, se separan siete estrofas, de cuatro versos cada una. (Eso facilita las referencias, en el comentario).
Parte el poema de una experiencia real del poeta: es fácil imaginar al joven profesor Gerardo Diego, caminando por los márgenes del río, al concluir las clases. Pero el estilo del poema no es relista, ni descriptivo: no da ni un solo detalle concreto sobre el lugar. En realidad, presenta uno de esos «paisajes del alma» de los que habla Unamuno, que suscitan variados sentimientos y emociones.
Desde el primer verso, el poeta dialoga con el río Duero, humanizado. Sigue claramente a Antonio Machado, que lo precedió como profesor en el Instituto de Soria. Son muy conocidos los versos de don Antonio, en el poema Campos de Soria:
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria…».
Algunos datos concretos corroboran esta clara filiación. En la estrofa segunda, menciona Gerardo Diego la «muralla desdentada»; en la cuarta, a los «santos de piedra» y a los «álamos». Los tres elementos aparecen en otro poema de Machado:
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas…».
Una coincidencia concreta más. En la tercera estrofa, discurre el río por los campos castellanos «moliendo… romances». El verbo empleado es una metáfora que remite claramente a Antonio Machado, en sus Canciones del alto Duero:
tiene un molino,
bajo los pinos verdes,
cerca del río.
Niñas, cantad:
‘Por la orilla del Duero
yo quisiera pasar’».
Las referencias culturales del poema de Gerardo Diego no se limitan a Antonio Machado, son mucho más amplias. El verso segundo, «nadie a acompañarte baja», lo interpretan muchos como una especie de crítica social y denuncia de la insensibilidad colectiva. No me parece que Gerardo Diego vaya por ese camino.
Creo que su intención es mostrar el contraste entre la naturaleza y los seres humanos. El agua del río es «eterna»; los hombres, fugaces. La ciudad es «indiferente o cobarde» ante lo esencial. Curiosamente, ha elegido Gerardo una metáfora que identifica al río con un poeta (consigo mismo): «tu eterna estrofa de agua».
Remite esto al sentido simbólico que suelen tener los ríos, en la literatura. Suelen representar el origen de todo: por ejemplo, en El corazón de las tinieblas, de Conrad, la base de Apocalypse now, la terrible película de Ford Coppola. Otras veces, en cambio, encarnan la serenidad de un «espejo», en el que nos miramos (un tema frecuente, en Virginia Woolf).
Por supuesto, cualquier río nos recuerda el trascurso de la vida, el camino hacia la muerte. En la literatura española, el ejemplo más conocido es el de Jorge Manrique:
que van a dar en la mar
que es el morir…».
Después de sentenciar que «todo es vanidad», definió esta desolada verdad el Eclesiastés (I, 7): «Todos los ríos corren hacia el mar pero el mar nunca se llena».
¿No será por no contemplar esa amarga verdad por lo que «la ciudad vuelve la espalda» al Duero, en el poema de Gerardo Diego?
En la estrofa tercera, vemos al Duero con una nueva imagen, como un «viejo» que tiene «barbas de plata» y que «sonríe». Creo que está recordando aquí Gerardo Diego las esculturas romanas que así lo representan, reclinado; por ejemplo, al río Tíber, acompañado por dos niños, Rómulo y Remo. Y sonríe porque la vejez le ha dado la sabiduría de aceptar la vida y la muerte.
En la quinta estrofa, aparece otra característica esencial —y enigmática— del río: «a la vez, quieto y en marcha». No es pedantería recordar aquí a Heráclito: «Nunca nos bañamos en la misma agua».
Conduce esto a lo que de verdad interesaba al poeta, más allá de las anécdotas: su identificación con el río, siempre distinto, siempre igual a sí mismo. Cualquier ser humano aspira a algo parecido, a mantener su sello personal…
Hace poco, dos escultores españoles, Rafael Cornejo y Francisco Marcos, tuvieron la brillante idea de dejar anclada en el Guadalquivir, a su paso por Córdoba, la figura flotante de un hombre tumbado, movido por todas las corrientes. La llamaron El hombre río.
Si ese ser humano, además, es poeta, aspirará a que, por detrás de los cambios de formas y estilo, permanezca lo esencial de su voz. Lo declaró Gerardo Diego: «He puesto en cada uno de mis libros y de mis estrofas la misma autenticidad de emoción».
Es lo mismo que hace el río Duero, en su poema: «Cantar siempre el mismo verso/pero con distinta agua».
Años después, en 1955, un compañero y amigo de Gerardo, Dámaso Alonso, en un poema del libro Hombre y Dios, expresó la misma identificación con un río: en su caso, se trataba del Charles River, que discurre al lado de la Universidad de Harvard, donde Dámaso entonces enseñaba.
Después de las clases, acudía a sus orillas a preguntarle al río el porqué de tantas cosas… Al final del poema, un quiebro inesperado da al lector la clave: «A orillas de esta tristeza, de este río, al que le llamaban Dámaso, digo Carlos».
En la estrofa sexta, Gerardo anuda el poema , repitiendo lo que dijo al comienzo: «nadie a estar contigo baja». Y vuelve a llamar «estrofas», como si el río fuera un poeta, a lo que nos dice su voz fluvial.
En la última estrofa, para cerrar el poema, aparecen unos nuevos personajes, «los enamorados», que bajan a las orillas del rio, a decirse ternezas… En el amor, están buscándose a sí mismos: por eso, «preguntan por sus almas».
Con su sabia ambigüedad, el último verso demuestra que no se trata sólo de un convencional final feliz:
palabras de amor, palabras».
Es inevitable recordar aquí a Shakespeare. Cuando Polonio le pregunta qué está leyendo, el príncipe Hamlet, un loco-cuerdo (igual que don Quijote), le contesta con un enigma: «Palabras, palabras, palabras» («Words, words and words»). Aunque esta frase ha hecho correr ríos —pero de tinta—, nadie sabe qué querían decir, con ella, Hamlet y Shakespeare…
Algo semejante sucede con las «palabras de amor, palabras» que intercambian los enamorados, junto al Duero, en este poema. ¿Se las llevará el agua, se quedarán en nada? No del todo, porque se han pronunciado con auténtico sentimiento.
Se suele opinar que el Romance del Duero, de Gerardo Diego, es solamente un poemita juvenil, de la escuela tradicional. Creo que hemos comprobado que apunta a cosas mucho más profundo. Mientras nos lleva a todos nosotros el río de la vida, nos mantiene vivos la ilusión de unas pocas palabras de amor…
Romance del Duero
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.
2 Indiferente o cobarde,
la ciudad vuelve la espalda.
No quiere ver en tu espejo
su muralla desdentada.
3 Tú, viejo Duero, sonríes
entre tus barbas de plata,
moliendo con tus romances
las cosechas mal logradas
4 y, entre los santos de piedra
y los álamos de magia,
pasas llevando en tus ondas
palabras de amor, palabras.
5 Quién pudiera, como tú,
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua.
6 Río Duero, río Duero,
nadie a estar contigo baja,
ya nadie quiere atender
tu eterna estrofa olvidada,
7 sino los enamorados,
que preguntan por sus almas
y siembran en tus espumas
palabras de amor, palabras.
Otras lecciones de poesía:
- Juan Ruiz, Arcipreste de Hita: Elogio de las mujeres chicas
- Gil Vicente: Romance de Don Duardos
- Tomás de Iriarte: El burro flautista
- Agustín de Foxá: Melancolía de desaparecer
- Luis de Góngora: Mientras por competir con tu cabello
- Garcilaso de la Vega: Soneto V
- Anónimo: 'El conde Olinos' y 'El conde Arnaldos'.
- Vicente Aleixandre: Mano entregada.
- Antonio Machado: Yo voy soñando caminos…
- Francisco de Quevedo: Poderoso caballero...
- Oliverio Girondo: Se miran.
- Anónimo: Romance del prisionero.
- Luis Cernuda: Si el hombre pudiera decir.
- Gutierre de Cetina: Madrigal.
- Andrés Fernández de Andrada: Epístola moral a Fabio.
- José María Pemán: Ante el Cristo de la Buena Muerte.
- Anónimo: A Cristo crucificado.
- José Zorrilla: Don Juan Tenorio.
- Fray Damián Cornejo: Soneto.
- Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
- Bécquer: Rimas.
- Cervantes: Soneto al túmulo de Felipe II.
- Antonio Machado: Retrato.
- Manuel Machado: Adelfos.
- Anónimo: La Misa de Amor (Romance).
- Rosalía de Castro: Dicen que no hablan las plantas.
- Valle-Inclán: Testamento.
- Baltasar del Alcázar: Cena jocosa.
- Pedro Salinas: La voz a ti debida.
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.