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Monumento a José Hierro en SantanderWikimedia Commons

Tuve la fortuna –lo digo sin ninguna vanidad– de ser amigo de Pepe Hierro: uno de los innumerables amigos que él tenía. Además de gran poeta, fue una persona entrañable, muy abierta, de simpatía arrolladora, que se bebía la vida a grandes sorbos.

A pesar de todos sus premios y distinciones, era de verdad humilde, no presumía de nada; si acaso, al final de su vida, un poco del vino que cosechaba en su huertecito de Titulcia, donde cavaba y podaba como un modesto hortelano. Así se mantenía en buena forma física, además de la mental…

Coincidí con él más de una vez en Santander, en la Universidad Menéndez y Pelayo; en algunos viajes, para compartir algún coloquio o ser jurados de algún premio literario; en Madrid, muchas veces, en casa de Paco Ayala, mi gran amigo.

La sencillez era la palabra que mejor definía a Pepe Hierro. Es difícil decirlo mejor que en este par de versos suyos:

«Tarde se aprende lo sencillo.
Tarde se encuentra lo hermosura».

Recuerdo bien la tarde en que él nos contó, a Paco Ayala y a mí, que, al final de la guerra, cuando estaba en un campo de concentración, guardaba siempre una camisa blanca, limpia, planchada, para ponérsela, si le condenaban a muerte. Felizmente, no la tuvo que usar… Lo contaba, con toda sencillez, sin presumir de nada ni hacer literatura.

No se quejaba Pepe de haberlo pasado mal, entonces. Sí nos contaba su enfado, y el de sus compañeros presos, cuando Ernesto Giménez Caballero acudía a darles una encendida charla para convertirlos al fascismo… Pero nunca le vi ponerse medallas, ni políticas ni literarias. Durante años, se negó a ser elegido miembro de la Real Academia Española (finalmente, aceptó, aunque no llegó a leer su discurso de ingreso).

Le gustaba escribir en una cafetería, en la Avenida Ciudad de Barcelona. Se ganó la vida como crítico de arte; además, le gustaba pintar. Para dedicar sus libros, solía comenzar trazando un dibujo, con bolígrafo; luego, mojaba los dedos y lo convertía en una especie de aguada o acuarela, con mucho encanto.

Aunque había nacido en Madrid, lo llevaron de chico a Santander: de allí se consideraba. Ahora, en Puerto Chico, vemos su busto, inspirado en uno de sus poemas:

«Si muero, que me pongan desnudo,
desnudo junto al mar.
Serán las aguas grises mi escudo
y no habrá que luchar».

Algunos datos de su biografía: la guerra interrumpió sus estudios. Estuvo cinco años en la cárcel, de 1939 a 1944. Después, con su amigo José Luis Hidalgo, vivió en Valencia. En 1947, ganó el Premio Adonais con Alegría. Fundó, con Carlos Salmerón, la revista poética Proel. Hizo crítica de exposiciones en Radio Nacional; trabajó en la Editora Nacional, el Consejo de Investigaciones, el Ateneo. Desde fuera de España, algún poeta rencoroso le reprochó no haber roto del todo con el franquismo: ¡qué bien se ven los toros desde la barrera!

En 1953, se consagró, al obtener el Premio Nacional de Poesía. Confirmó su categoría con Cuanto sé de mí. Cambió bastante de registro en el Libro de las alucinaciones (1964). Alcanzó luego los mayores reconocimientos: el Premio Príncipe de Asturias, el Premio Cervantes… Todavía publicó una obra muy importante, el Cuaderno de Nueva York (1998).

Pertenece Pepe Hierro, como poeta, a la primera generación de posguerra. Algunos intentaron incluirlo dentro de la llamada poesía social; no le gustaba a él mucho ese adjetivo. Víctor de la Concha lo ve como un «poeta del tiempo histórico»; Paca Aguirre, como un «vigía permanente de su tiempo».

Buscaba una belleza «arraigada en la vida concreta… En la posguerra, teníamos que ser forzosamente, testimoniales».

Se consideraba heredero de los grandes maestros: se advierte eso, por ejemplo, en la precisión de su métrica y en la búsqueda de la palabra exacta. Podemos resumirlo diciendo que fue heredero de Juan Ramón, por la estética, y de Antonio Machado, por la ética; de Lope y Calderón, siempre. A la vez, se fue abriendo a técnicas poliédricas: el collage, la «alucinación», la ambigüedad, el aparente caos…

Aclaraba Hierro que el gran tema de su poesía es el tiempo: «Perpetuar el instante; saborearlo, antes de que pase: que un instante vivido sea eternamente presente».

Como subrayó su compañero en la radio José Ramón Ripoll, Pepe Hierro ha sido uno de los poetas españoles más enamorados de la música:

«No era la música
de las esferas. Era otra,
humana, de aire y agua y fuego (…)
sin hora y sin memoria. Carne y sangre
sin final ni principio».

Dedicó poemas a Tomás Luis de Victoria, Palestrina, Haendel, Bach, Brahms, Verdi, Schumann y a «un hombre llamado Beethoven». Como él, quería llegar «por el dolor, a la alegría». Pero también le influyó la llamada música popular: Miguel de Molina, el mambo, el jazz, el flamenco…

Buscaba Pepe Hierro una poesía de la vida y quería que así se le leyera: «Me importa que un poema mío sea recordado por el lector, no como un poema, sino como un momento de su propia vida».

El poema que he elegido, Réquiem, apareció en el libro Cuanto sé de mí. Ha alcanzado una amplia y merecida popularidad. Por su tema, los trabajadores españoles que se ven obligados a emigrar, cabría relacionarlo con la literatura social de aquellos años ; por ejemplo, con La camisa, de Lauro Olmo, estrenada en 1962. Pero el enfoque es muy diferente.

Formalmente, Réquiem se compone de ocho partes , de diferente extensión: de 7 a 19 versos. No existe en él rima pero sí un ritmo firme, mantenido con absoluta regularidad. La mayoría de los versos tienen 9 silabas pero incluye también algunos, de 4 o 5 sílabas, como pies quebrados, al final o comienzo de alguna sección.

En la primera de ellas, se formula con claridad el tema: reproduce con exactitud la esquela, en un periódico de Nueva York, de un trabajador español que ha fallecido allí.

El título remite, por supuesto, a la gran tradición musical de las misas de difuntos, desde la Edad Media hasta hoy mismo, con hermosas obras de Ockeghem, Cristóbal de Morales, Palestrina, Tomás Luis de Victoria, Haydn, Mozart (lo último que escribió: falleció a mitad del Lacrimosa), Cherubini, Berlioz, Schumann, Brahms, Bruckner, Verdi, Fauré, Gounod, Dvorak, Britten, Ligety, Stravinski, Schnittke, Lloyd Weber, Penderecki… (Federico Sopeña, mi maestro, escribió un estupendo libro sobre El réquiem en la música romántica).

La esquela del poema cita el nombre del fallecido, «Manuel del Río», y su origen: «natural de España». Y una causa de su muerte muy genérica: «un accidente». Nada más: ni dónde nació, ni si tenía familia, ni dónde vivía, ni cuánto tiempo llevaba en los Estados Unidos, ni en qué trabajaba, ni cómo fue ese fatídico accidente. Todo ello, incluido el nombre y el apellido, parece escogido para que veamos a este personaje como a un símbolo de tantos españoles (castellanos, andaluces, extremeños…) que tuvieron que emigrar, para huir de la pobreza.

En la segunda estrofa (las llamo así), aparece ya la voz del escritor: «Es una historia que comienza con sol y piedra…». Se describe la rutinaria fealdad de la funeraria norteamericana donde velan a Manuel: flores de plástico, «cirios eléctricos», ataúd barato… También se evoca, a grandes brochazos, su biografía: el campo donde nació; el barco que lo llevó a América en un «camarote de tercera», pasando cerca de donde estuvo quizá la Atlántida: «las tierras sumergidas ante Platón». La mención de la «grúa» informa de que trabajaba como albañil. Eso es todo.

Reflexiona melancólicamente el poeta, en la tercera estrofa: «Al fin y al cabo, cualquier sitio/da lo mismo para morir». En definitiva, es cierto, por supuesto… pero tampoco es cierto del todo: todos los detalles de su velatorio, tan lejanos de la cultura natal de Manuel, añaden dramatismo a la escena. Justamente ése es uno de los evidentes mensajes del poema.

Escuchamos, al comienzo de la parte cuarta, el canto litúrgico, en latín. Manuel lo entendería todavía menos que el inglés recién aprendido pero le habría recordado su época de monaguillo, en la iglesia de su pueblo «Requiem aeternam»; es decir: «Dale, Señor, el descanso eterno y que la luz eterna lo ilumine». A partir de este momento, alternan, en el poema, tres voces muy diferentes, la impersonal de la esquela, el comentario del poeta y fragmentos del canto litúrgico: «Liberame, Domine, de morte aeternaDies i rae, dies illa…».

La muerte no llamó a la puerta de Manuel «en la su villa de Ocaña», como hizo con don Rodrigo Manrique; ni «en Orihuela, su pueblo y el mío», como a Ramón Sijé; ni en una plaza cubierta de yodo, como a Ignacio Sánchez Mejías… A Manuel le cogió a traición, trabajando para construir un rascacielos donde viviría un yanqui desconocido. (Miguel Hernández escribió: «¡Rascacielos!, ¡qué risa!: ¡rascaleches!»).

En su caso, la muerte ni siquiera tuvo el detalle de tocar el timbre de su apartamento, muy chico, donde, probablemente, había colocado las fotos en sepia de sus padres, una postal donde se viera su casa y una estampa de la patrona del pueblo.

Para el poeta, Manuel se ha convertido en un símbolo de la decadencia de nuestra patria: «Cuando caía un español/se mutilaba el universo». Antes, los españoles morían por una «locura hermosa», eran «héroes para siempre». Ahora, en cambio, mueren muy lejos de su casa «porque su tierra es pobre» y tienen sólo un «funeral de segunda», barato.

Acierta rotundamente el poeta con un precioso detalle concreto, realista, a pie de tierra:

«No hizo
más que morir por diecisiete
dólares (él los pensaría
en pesetas)».

Venía de otro lugar y de otro tiempo.

¿Cómo cuenta Pepe Hierro esta historia, tan conmovedora? Ante todo, con palabras sencillas, las mismas que él siempre defendía: «Igual que se habla en la realidad, debe hablar el poeta». Usa continuamente los encabalgamientos porque el libre fluir de la emoción no encaja en la duración uniforme del verso.

Pero lo esencial del poema es el tono: contenido, objetivo, tirando siempre al caballo de la rienda, sin permitirse ningún exceso sentimental. Lo subraya al final, con una repetición:

«Objetivamente, sin vuelo
en el verso. Objetivamente».

Y lo comprobamos en la grabación de Réquiem que hizo el propio poeta: lee el poema con toda sencillez, rapidez y claridad, sin la más mínima retórica grandilocuente.

De esta forma, aumenta todavía más José Hierro el dramatismo de esta historia: Manuel ha muerto «en tierra extraña», como el pasodoble que canta doña Concha Piquer. Era, sencillamente, «un español como millones/de españoles».

Después de tanta contención, sólo en los dos últimos versos expresa sin velos el poeta su emoción:

«No he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar».

Cualquier lector podría firmar lo mismo.

Réquiem

Manuel del Río, natural

de España, ha fallecido el sábado

once de mayo, a consecuencia

de un accidente. Su cadáver

está tendido en D’Agostino,

Funeral Home, Haskell, New Jersey.

Se dirá una misa cantada

a las nueve treinta, en St. Francis.

Es un historia que comienza

con sol y piedra, y que termina

sobre una mesa, en D’Agostino,

con flores y cirios eléctricos.

Es una historia que comienza

en una orilla del Atlántico.

Continúa en un camarote

de tercera, sobre las olas

–sobre las nubes– de las tierras

sumergidas ante Platón.

Halla en América su término

Con una grúa y una clínica,

con una esquela y una misa

cantada, en la iglesia St. Francis.

Al fin y al cabo, cualquier sitio

da lo mismo para morir:

el que se aroma de romero,

el tallado en piedra, o en nieve,

el empapado de petróleo.

Da lo mismo que un cuerpo se haga

piedra, petróleo, nieve, aroma.

Lo doloroso no es morir

acá o allá…

Requiem aeternam,

Manuel del Río. Sobre el mármol,

en D’Agostino pastan toros

de España, Manuel, y las flores

(funeral de segunda, caja

que huele a abetos del invierno),

cuarenta dólares. Y han puesto

unas flores artificiales

entre las otras que arrancaron

al jardín… Liberame, domine,

de morte aeterna… Cuando mueran

James o Jacob verán las flores

que pagaron Giulio o Manuel.

Ahora descienden a tus cumbres

garras de águila. Dies irae.

Lo doloroso no es morir

Dies illa– acá o allá,

sino sin gloria…

Tus abuelos

fecundaron la tierra toda,

la empapaban de la aventura.

Cuando caía un español,

se mutilaba el universo.

Los velaban, no en D’Agostino,

Funeral Home, sino entre hogueras,

entre caballos y armas. Héroes

para siempre. Estatuas de rostro

borrado. Vestidos aún

sus colores de papagayo,

de poder y de fantasía.

Él no ha caído así. No ha muerto

por ninguna locura hermosa.

(Hace mucho que el español

muere de anónimo y cordura,

o en locuras desgarradoras

entre hermanos: cuando acuchilla

pellejos de vino, derrama

sangre fraterna. Vino un día

porque su tierra es pobre. El mundo

Liberame Domine– es patria.

Y ha muerto. No fundó ciudades.

No dio su nombre a un mar. No hizo

más que morir por diecisiete

dólares (él los pensaría

en pesetas). Requiem aeternam.

Y en D’Agostino, lo visitan

los polacos, los irlandeses,

los españoles, los que mueren

en el week-end.

Requiem aeternam.

Definitivamente todo

ha terminado. Su cadáver

está tendido en D’Agostino,

Funeral Home, Haskell, New Jersey.

Se dirá una misa cantada

por su alma.

Me he limitado

a reflejar aquí una esquela

de un periódico de Nueva York.

Objetivamente, sin vuelo

en el verso. Objetivamente.

Un español como millones

de españoles. No he dicho a nadie

que estuve a punto de llorar.

José Hierro

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