El sueño imposible de la libertad
José de Espronceda (1808-1842): 'La canción del pirata'
El pirata Long John Silver de 'La isla del tesoro'
Hace años, en el colegio, los chicos españoles leían La canción del pirata, de Espronceda.
A muchos les gustaba y la aprendían de memoria; por lo menos, el comienzo, tan rotundo y musical: «Con diez cañones por banda, / viento en popa, a toda vela…».
No tengo noticias de que todo esto les perjudicara física ni moralmente. ¿Aprenden ahora de memoria los jóvenes españoles algún poema?
Espronceda, junto con Larra y Zorrilla, son los tres grandes escritores españoles de la época romántica. (Bécquer y Rosalía son posteriores, de la segunda mitad del siglo XIX: románticos, por espíritu; posrománticos, por cronología).
Discrepan los críticos en su valoración de la poesía de Espronceda, pero coinciden todos en que encarna plenamente el romanticismo español: «Romántico por su obra y por su vida», lo define Robert Marrast, su máximo estudioso.
Lo desarrolla más Pilar Espín: «Reúne las características del héroe romántico hasta sus últimas consecuencias: destierro y persecución por el absolutismo; pasión amorosa por una mujer casada que acaba con la muerte y marginación social de la amada; inesperada y temprana muerte. Fue liberal progresista hasta el final de su vida».
Espronceda nació en Almendralejo (o en medio del campo, según una leyenda). Era hijo de un sargento mayor de caballería; pertenecía, por tanto, a la clase media. Estudió en Madrid, en el colegio de San Mateo, de Alberto Lista y Hermosilla.
Era un centro privado que, en su plan de estudios, defendía esto: «Una nación gobernada por principios liberales necesita ante todo que los jóvenes adquieran ciencia y virtudes».
Formó parte también de la Academia del Mirto. Estéticamente, eso suponía una educación de base neoclásica pero abierta a cierto prerromanticismo.
El joven Espronceda abrazó con entusiasmo la nueva escuela romántica, en lo estético: se burla del bucolismo neoclásico, que simboliza en El pastor clasiquino. Y en lo político: cree firmemente en el liberalismo progresista.
De 1823 a 1825, formó parte de la sociedad secreta «Los Numantinos»: sus miembros se conjuraron para vengar la muerte de Riego.
Por sus actividades políticas, sufrió una serie de destierros: en Guadalajara, Cuéllar, Lisboa, París, Londres…
Como ha estudiado Vicente LLoréns en su libro clásico, Liberales y románticos, ese castigo provocó que algunos jóvenes conocieran de cerca las nuevas ideas y volvieran a España, cuando pudieron hacerlo, más afianzados en ellas. Así le sucedió también a Espronceda.
En el destierro, en Lisboa, conoció a Teresa Mancha, hija de otro desterrado, casada: fue su gran amor. Así comenzó una tormentosa relación, que se prolongó durante años, en varios países. Ella murió joven. (Sobre este personaje escribió –por consejo de Ortega– una de sus mejores obras Rosa Chacel: Teresa).
Gracias a la amnistía decretada a la muerte de Fernando VII, Espronceda pudo regresar a España: formó parte de la Milicia Nacional, escribió sus mejores obras, alcanzó amplia popularidad.
Nunca renegó de sus ideas liberales. En 1836, fue elegido diputado, en las mismas elecciones en las que lo logró Larra, que fueron anuladas. Seis años después, volvió a ser elegido, por el Partido Progresista. Murió con sólo 32 años.
El retrato de Espronceda que escribió Zorrilla coincide con los grabados de la época: «cara pálida… cabellera negra, riza y sedosa… ojos límpidos e inquietos… boca desdeñosa».
No existe unanimidad sobre su carácter. Ortega y Munilla lo define como «el poeta de los amores tristes y las indignaciones vehementes». Valbuena Prat sentencia: «Fue siempre un niño grande». Domingo Ynduráin, que le dedicó su Tesis Doctoral, es implacable: «Como persona, un señorito chisgarabís, sin fundamento».
También condena su «crítica superficial y anecdótica, que únicamente sirve para enmascarar –y preservar, claro– los conflictos e injusticias de la sociedad en que vive».
Más positiva es la imagen teatral que transmite Ferrer del Río, su amigo y biógrafo: «Hacía gala de no fiarse, insolente, de la sociedad… y, a escondidas, gozaba en aliviar los padecimientos de sus semejantes».
Más ecuánime me parece la valoración de Rafael Lapesa, mi maestro: «Espronceda es la voz de una generación literaria apresurada e impulsiva: no hizo pasar sus versos por tamices exigentes, ni reprimir la gesticulación para dejar sólo la hondura del pensamiento».
Es decir, que sí existe ese pensamiento, aunque la abundancia de adjetivos nos pueda parecer ahora excesiva. Por eso, a Espronceda lo han apreciado muchos poetas; incluso, alguno tan diferente de él como Vicente Aleixandre: a pesar de verlo como «declamador», lo considera «poeta verdadero».
Publicó Espronceda dos obras de tema histórico: el poema en octavas El Pelayo y la novela Sancho Saldaña o el escudero de Cuéllar. Además de los poemas sueltos, escribió, entre 1836 y 1840, dos ambiciosos poemas largos: El estudiante de Salamanca y El diablo mundo.
Cuenta el primero de ellos la historia de don Félix de Montemar, un disoluto, cercano al Tenorio, con el que algunos identificaron a Espronceda:
irreligioso y valiente,
altanero y reñidor (…)
Corazón gastado, mofa
de la mujer que corteja
y hoy despreciándola deja
la que ayer se le rindió».
Don Félix revive luego la leyenda del libertino que asiste a su propio entierro y desafía a Dios.
Más complejo – pero menos logrado – es el inacabado poema filosófico El diablo mundo, influido por Voltaire (Cándido o el optimismo, El ingenuo) y por Goethe (Fausto).
A través de la experiencia de este nuevo Adán, plantea la existencia de Dios, el porqué de la muerte, el rechazo de las convenciones sociales, la duda permanente… La ambición del poema resulta evidente; su desigualdad, también.
El canto segundo de El diablo mundo es el Canto a Teresa, unánimemente elogiado. Lo definió bien Moreno Villa, otro poeta: «El canto más agudo del romanticismo español».
Se inspira, por supuesto, en la relación sentimental que mantuvo el poeta y él así lo proclama, advirtiendo al lector: «Un desahogo de mi corazón: sáltalo, si no quieres leerlo, sin escrúpulos». Concluye con el más triste desengaño:
Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?»
El final de El diablo mundo es una visión más amplia del caos en el que vivimos:
igual a la del lógico severo
y aquí renegar quiero
de la literatura
y de aquellos que buscan proporciones
a la humana figura
que mide a compás sus perfecciones».
Como se ve fácilmente, estas filosofías son menos atractivas, para el lector, que el recuerdo de su amor por Teresa.
La popularidad mayor la obtuvieron los poemas sueltos de Espronceda. Varios de ellos exaltan a personajes marginales, los antihéroes, algo muy propio del individualismo romántico: el verdugo, el reo de muerte, el cosaco, el mendigo, la prostituta… Y, por supuesto, el pirata.
Es éste último un tema literario y cultural amplísimo. Para dar una breve idea de su riqueza y variedad, menciono sólo unos pocos ejemplos. Después de la novela histórica de Walter Scott, El pirata (1822), se publica esa joya absoluta que es La isla del tesoro, de Stevenson, con su inolvidable pirata John Silver.
De chicos, nos hacían soñar las novelas de Emilio Salgari: El corsario negro, Los piratas de la Malasia, Sandokán. Más tarde, descubrimos a Conrad (Lord Jim) y los folletines de Rafael de Sabatini: El cisne negro, con la figura del capitán Blood.
A otros planetas han llevado la piratería Edgar Rice Burroughs, el creador de Tarzán, y el maestro de la ciencia ficción, Isaac Asimov. Los más chicos se siguen divirtiendo con las aventuras de El pirata Garrapata, de Juan Muñoz, y con Una de piratas, de mi amigo Alonso de Santos.
En los cines de sesión continua, nos emocionábamos, de chicos, con las aventuras de piratas: la espectacularidad de Los bucaneros, de Cecil B. de Mille; las diferentes versiones de Rebelión a bordo; la originalidad de La mujer pirata, de Jacques Tourneur. Nuestros hijos o nietos siguen apasionándose ahora con la serie de los Piratas del Caribe.
Ese mismo tema, convertido en musical, es el de El pirata, con Gene Kelly y Judy Garland. Tardamos más en descubrir la ópera de Bellini del mismo título, que cantó no hace mucho, en el Teatro Real, el tenor mexicano Javier Camarena. Y Joaquín Sabina ha cantado que su modelo preferido es un pirata con la pata de palo…
Un ejemplo más, de otro sector artístico: a mi amigo el torero Juan José Padilla, que perdió un ojo y lleva un parche negro, el público comenzó a llamarlo cariñosamente «El pirata Padilla»; para seguir la broma, él daba la vuelta al ruedo tremolando una gran bandera negra, con su correspondiente calavera…
Tradicionalmente se ha dicho que el modelo próximo de Espronceda es El corsario (1814), de Byron: cuenta la historia del pirata griego Conrad, enamorado de Medora.
Es lógico que se haya mencionado como fuente, por la proximidad de fecha y de escuela. Coinciden los dos, por ejemplo, en el desprecio de la muerte. Dice el protagonista de Byron: «¿Qué es la muerte? La muerte es el reposo /cobarde, eterno, aborrecible… ¡sea!» Y el protagonista de Espronceda:
Yo me río (…)
Y, si caigo,
¿qué es la vida?».
En realidad, basta con leer a Byron (y el estudio clásico de Esteban Pujals: Lord Byron en España) para comprobar que son dos obras muy diferentes. Quizá lo esencial, para el poeta inglés, es la exaltación del vitalismo: «Amemos / la vida de la vida». Frente al radical individualismo del poema de Espronceda, Byron presenta la escena del grupo de piratas, felices, en la playa… Creo que acierta el inteligentísimo don Juan Valera: los ingleses «no tienen más derecho a calificar de genio a lord Byron (…) que, a Espronceda, nosotros».
La canción del pirata apareció por primera vez en la revista El Artista, tan importante para el romanticismo español, en 1835; luego, en el volumen Poesías (1840). Supuso, desde luego, un nuevo rumbo de su poesía.
La métrica que utiliza es variada, compleja, muy lograda. Después de cuatro estrofas de introducción, comienza, en la quinta, lo que anuncia el título, la canción del pirata: en ella, repite cinco veces una cláusula rítmica, compuesta de dos estrofas, más el estribillo. Utiliza hábilmente el poeta el contraste entre los versos de ocho sílabas y los pies quebrados, de cuatro.
Comienza situándonos en un escenario atractivo, novelesco, con el que el protagonista se identifica: la luna, el viento, las olas del mar y las tormentas son sus cómplices. El barco, su «tesoro», simboliza poder moverse libremente; el mar, un territorio único, sin fronteras, sin leyes, en el que todos los hombres son iguales.
El pirata se muestra desafiante frente a todas las jerarquías: «Yo me río…» Se rebela contra los reyes, los poderosos: «el inglés». Desprecia el dinero: «sólo quiero / por riqueza / la belleza / sin rival». Rechaza la religión: «que es mi Dios…» No respeta la ley: «mi ley, la fuerza y el viento». Y también rechaza la patria: «mi única patria…» ¿Cabe un anarquismo más radical?
Lo esencial, por supuesto, es el repetido estribillo: «Que es mi barco, mi tesoro…» Y, dentro de él, el segundo verso: «Que es mi dios, la libertad». Ésta es la palabra clave, la que resume todo el poema, la actitud de su protagonista y, en general, todo el sentir romántico.
En España, lo definió con absoluta claridad Larra: «Libertad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia…» (la cursiva es mía, para subrayar su importancia).
Identifica Espronceda poéticamente la tan ansiada libertad con el mar. Es lo mismo que hará, años después, Baudelaire, en un hermoso alejandrino: «Homme libre, toujours tu chériras la mer»… Y lo mismo que repite Manuel Machado, con elegante indolencia:
el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar y no pensar en nada».
El estribillo de La canción del pirata puede considerarse el himno del romanticismo español. Con rotunda musicalidad, canta ese sueño eterno, imposible, de la absoluta libertad: algo que nunca alcanzamos pero que nunca dejamos de desear… No es extraño que muchos nos sigamos sabiendo de memoria estos versos.
La canción del pirata:
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín;
bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido,
del uno al otro confín.
La luna en el mar riela,
en la lona gime el viento
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa:
Asia, a un lado; al otro, Europa,
y allá a su frente, Estambul.
«Navega, velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío,
ni tormenta, ni bonanza,
tu rumbo a torcer alcanza
ni a sujetar tu valor.
Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.
Que es mi barco, mi tesoro;
que es mi dios, la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento;
mi única patria, la mar.
Allá muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra,
que yo tengo aquí por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.
Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor
que no sienta
mi derecho
y dé pecho
a mi valor.
Que es mi barco, mi tesoro;
que es mi dios, la libertad;
mi ley, la fuerza y el viento;
mi única patria, la mar.
A la voz de ¡barco viene!,
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar
y mi furia es de temer.
En las presas
yo divido
lo cogido
por igual:
sólo quiero
por riqueza,
la belleza
sin rival.
Que es mi barco, mi tesoro;
que es mi dios, la libertad;
mi ley, la fuerza y el viento;
mi única patria, la mar.
¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río:
no me abandone la suerte
y, al mismo que me condena,
colgaré de alguna antena,
quizá, en su propio navío.
Y, si caigo,
¿qué es la vida?,
por perdida
ya la dí,
cuando el yugo
del esclavo
como un bravo
sacudí.
Que es mi barco, mi tesoro;
que es mi Dios, la libertad;
mi ley, la fuerza y el viento;
mi única patria, la mar.
Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del ronco mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.
y del trueno,
al son violento,
y del viento,
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.
Que es mi barco, mi tesoro;
que es mi Dios, la libertad;
mi ley, la fuerza y el viento;
mi única patria, la mar».
José de Espronceda: La canción del pirata.
Otras lecciones de poesía:
- El conde de Villamediana: Buscando siempre lo que nunca hallo.
- José Hierro: Réquiem.
- José Zorrilla: A buen juez, mejor testigo.
- Gerardo Diego: La ilusión de unas pocas palabras de amor.
- Juan Ruiz, Arcipreste de Hita: Elogio de las mujeres chicas.
- Gil Vicente: Romance de Don Duardos.
- Tomás de Iriarte: El burro flautista.
- Agustín de Foxá: Melancolía de desaparecer.
- Luis de Góngora: Mientras por competir con tu cabello.
- Garcilaso de la Vega: Soneto V.
- Anónimo: 'El conde Olinos' y 'El conde Arnaldos'.
- Vicente Aleixandre: Mano entregada.
- Antonio Machado: Yo voy soñando caminos…
- Francisco de Quevedo: Poderoso caballero...
- Oliverio Girondo: Se miran.
- Anónimo: Romance del prisionero.
- Luis Cernuda: Si el hombre pudiera decir.
- Gutierre de Cetina: Madrigal.
- Andrés Fernández de Andrada: Epístola moral a Fabio.
- José María Pemán: Ante el Cristo de la Buena Muerte.
- Anónimo: A Cristo crucificado.
- José Zorrilla: Don Juan Tenorio.
- Fray Damián Cornejo: Soneto.
- Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
- Bécquer: Rimas.
- Cervantes: Soneto al túmulo de Felipe II.
- Antonio Machado: Retrato.
- Manuel Machado: Adelfos.
- Anónimo: La Misa de Amor (Romance).
- Rosalía de Castro: Dicen que no hablan las plantas.
- Valle-Inclán: Testamento.
- Baltasar del Alcázar: Cena jocosa.
- Pedro Salinas: La voz a ti debida.
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.