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Retrato de Fray Luis de León realizado por Francisco PachecoWikipedia

En su Libro de retratos (1599), Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, hace un precioso dibujo a lápiz de Fray Luis de León y también describe su carácter:

«En lo moral, el hombre más callado que se ha conocido, si bien de singular agudeza en sus dichos, con extremo abstinente y templado en la comida, bebida y sueño; de mucho secreto, verdad y fidelidad, puntual en palabras y en promesas, compuesto, poco o nada risueño».

¡Qué bien escribían en nuestro Siglo de Oro hasta los pintores!

Fray Luis era orgulloso, consciente de «haber abierto un camino no usado». Todos los testimonios dicen que fue vehemente, hasta colérico: un luchador que aspiró siempre a la serenidad, sin lograrla nunca.

Eligió Fray Luis como emblema una carrasca, la rama desmochada de una encina, y el hacha que lo hizo, con esta inscripción: «Ab ipso ferro». Lo glosa así:

«Que, de ese mismo hierro que es cortada,
cobra vigor y fuerza renovada».

Nació Fray Luis probablemente en 1527, el mismo año que Felipe II; veinticinco años después que Garcilaso; en la época de Herrera y San Juan de la Cruz. Era descendiente de judeo-conversos. Vivió en la segunda mitad del siglo XVI, en lo que se ha llamado el Renacimiento cristiano, cuando, al haber fracasado el sueño de un imperio europeo de Carlos V, el Concilio de Trento había reaccionado contra la reforma protestante.

En 1544, a los catorce años, entró Fray Luis en el convento de loa agustinos de Salamanca; en 1551, se ordenó sacerdote. Estudió en la Universidad de Salamanca. Aspiró allí a varias cátedras: obtuvo las de Santo Tomás, Durando y, en 1579, la cátedra de Biblia, que desempeñó hasta su muerte.

Fue condenado por la Inquisición y estuvo en la cárcel de Valladolid cuatro años, de 1572 a 1576, año en que pudo volver a sus clases. Volvió a ser denunciado a la Inquisición en 1578: lo absolvieron, pero le recomendaron prudencia.

¿Por qué encarcelaron a Fray Luis? Además de las rivalidades entre Órdenes religiosas, había un problema de fondo: él era partidario de basar la exégesis bíblica en los textos originales hebreos, no en la versión latina (Vulgata); también, quería usar la lengua romance, para acercar más la Biblia al pueblo: por ejemplo, sin la obligada licencia tradujo el Cantar de los Cantares.

Es lógico suponer que las denuncias, los procesos y el encarcelamiento supusieron para él una prueba muy dura y que se refleja en su obra.

Su reconocimiento ha sido unánime: Lope le proclamó «el honor de la lengua castellana»; Quevedo, «el mejor blasón de la lengua castellana». Modernamente, escribe Menéndez Pelayo: «Nadie ha volado tan alto ni infundido, como él, en las formas clásicas, el espíritu moderno». Y Azorín: «Como estilo, es, sencillamente, un prodigio… Un espíritu libre, independiente, modernísimo».

Recientemente, lo han definido con acierto dos buenos amigos míos. Para Paco Rico, fue un gran poeta neolatino en romance. Según Alberto Blecua, quiso ser, y lo fue, el primer poeta humanista español en lengua vulgar.

En latín, escribió Fray Luis una veintena de tratados teológicos. Tradujo, en prosa y en verso, la Exposición del libro de Job; en octavas, el Cantar de los Cantares. En prosa castellana, escribió La perfecta casada, basada en la Biblia y Luis Vives, y De los nombres de Cristo.

Para un lector actual, los poemas son lo más atractivo, dentro de la obra literaria de Fray Luis de León.

«Es una comunicación del aliento celestial y divino (…) para que el estilo del decir se asemeje al sentir, y las palabras y las cosas fuesen conforme».

No publicó Fray Luis en vida sus poesías. (Las editó Quevedo, en 1631). En 1581, Fray Luis completó su corpus poético y lo dedicó a su amigo Pedro de Portocarrero. Escribió entonces unas frases que se han repetido mucho:

«Entre las ocupaciones de mis estudios, en mi mocedad y casi en mi niñez, se me cayeron de entre las manos estas obrecillas (…) a las cuales me apliqué más por inclinación de mi estrella que por juicio o voluntad».

Basándose en estas frases, muchos críticos atribuyeron a los poemas de Fray Luis una fecha temprana, juvenil. Hoy, esta perspectiva ha cambiado mucho: son mayoría los que creen que esas frases se deben a una lógica cautela y creen que las escribió –al menos, en su forma definitiva– en la madurez, después de la dura experiencia de la cárcel.

He elegido uno de los poemas más populares de Fray Luis, la oda A la vida retirada. Hace años, en el colegio solíamos aprender de memoria su comienzo, «Qué descansada vida / la que huye del mundanal ruido», y eso no nos causaba ningún perjuicio. Hoy en día, ya no sucede.

Lo escribió Fray Luis en liras, una estrofa de origen italiano. Alterna versos de 7 y 11 sílabas, que riman así, en consonante: 7a, 11B, 7a, 7b, 11B. Ya la había nacionalizado Garcilaso, en su canción A la flor de Gnido: “Si de mi baja lira… La cultivaron con maestría San Juan de la Cruz (por ejemplo, en la Noche oscura del alma) y Fray Luis de León.

En la oda A la vida retirada, de Fray Luis, se aprecian claramente cinco de estos grandes temas: 1/ Beatus ille. 2/ Locus amoenus. 3/ Aurea mediocritas. 4/ Bucolismo. 5/ «Vivir quiero conmigo».

La primera fuente clásica es evidente: el Beatus ille, de Horacio (Épodos, 2, 1): «¡Qué descansada vida…!». Propone abandonar los negocios y liberarse de deudas, volviendo al campo. Hace años, algunos críticos pusieron en relación este poema de Fray Luis con el retiro de Carlos V a Yuste: hoy, es una teoría desechada. A eso une Fray Luis la influencia del Salmo número 1, Beatus vir, que él también tradujo: «Es bienaventurado…».

El segundo gran tema es el del locus amoenus, basado en los Idilios de Teócrito y las Bucólicas de Virgilio: el lugar idílico en el que reinan la belleza y la tranquilidad. Es algo cercano a la nostalgia del jardín del Edén. En su Égloga III, canta Garcilaso: «Cerca del Tajo, en soledad amena, / de verdes sauces hay una espesura…» El apasionado Fray Luis estalla en exclamaciones: «¡Oh monte, oh fuente, oh río…!».

Uno de los ideales estoicos es la aurea mediocritas, la dorada medianía: lo contrario de la hybris griega, la desmesura, que siempre atrae el castigo de los dioses. Ícaro es el ejemplo frecuente: por querer volar demasiado alto, el sol derritió la cera de sus alas y cayó al mar. Escribe Fray Luis: «A mí una pobrecita / mesa, de amable paz bien abastada / me basta».

El cuarto gran tema, muy relacionado con el locus amoenus, es el bucolismo: preferir la vida campesina a la cortesana. En el Renacimiento español, alcanzó gran difusión, por ejemplo, el libro de Fray Antonio de Guevara, Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539). Una de las estrofas más populares del poema de Fray Luis es la 9, que evoca su huerto, la Flecha, situado en las afueras de Salamanca: «Del monte en la ladera / por mi mano plantado tengo un huerto…»

Muy atractivo, pero más enigmático es el tema que abre la estrofa 8ª: «Vivir quiero conmigo…». Se aleja del uso habitual de la lengua, pero su sentido está claro: la voluntad de retirarse del ajetreo de la vida social y bastarse a uno mismo. Como ha aclarado Paco Rico, es una de las grandes metas de la sabiduría estoica, la llamada apatheia: liberarse de las pasiones. Para Séneca, «el primer índice de una mente serena es que pueda permanecer en un lugar y habitar consigo mismo». La máxima de Cicerón coincide todavía más con el verso de Fray Luis: «secum ese, secum vivere» (‘ser consigo mismo, vivir consigo mismo’).

La oda de Fray Luis refleja, por supuesto, lo que él ha vivido, pero también, por supuesto, lo que ha leído: su cultura humanística. Es un poema perfectamente estructurado, en 17 estrofas. Dejo para otra ocasión comentar algunas referencias y símbolos: los mundanos, frente a los sabios; la «escondida senda»; el «dorado techo»; el «refugio seguro»; el barco, el «mar tempestuoso» y el naufragio; el huerto, con su «fontana pura»…

La primera estrofa plantea el tema central del poema, en forma exclamativa. Aparece ya aquí el dualismo básico, que se repetirá con variantes: lo «mundanal» frente a los «sabios». Sentencia Horacio: «odi profanum vulgus» (‘odio al vulgo ignorante’). Lo mundano es el desagradable «ruido», frente al placentero «manso ruido» del aire, en el huerto (estrofa 12) y, por supuesto, frente al «son dulce» de la música divina, al final.

La última estrofa completa el sentido de la oda: el que siga estos consejos será coronado con una doble corona, de hiedra (como sabio) y de laurel (como poeta). Y escuchará el «son dulce, acordado, / del plectro, sabiamente meneado».

Conviene fijarse bien en las palabras elegidas por el poeta. No escuchará un «ruido» (estrofa 1) sino un son «acordado», armónico. Para el instrumento musical, escoge ahora un cultismo, «plectro»: la púa, para tocar los instrumentos de cuerda.

Expone aquí Fray Luis de León una bien conocida teoría, la de la música de las esferas. Su origen está en la doctrina pitagórica: el movimiento de los cuerpos celestes se rige por proporciones numéricas, musicales; surge así la noción del cosmos como armonía.

Boecio distingue tres clases de música: la mundana, no aprendida (por ejemplo, la de las aves, que menciona Fray Luis); la del ser humano, como un pequeño microcosmos, y la instrumental (lo que hoy solemos llamar música).

Añaden los neoplatónicos que la música nos devuelve la memoria perdida y nos conduce a su primera fuente, el demiurgo, que ordena así el mundo. Fray Luis de León lo cristianiza: ese demiurgo es Dios, que toca su divino instrumento,

Lo explica con claridad y belleza en la oda que dedica a Salinas, el músico ciego, su gran amigo. (En la Catedral Vieja de Salamanca podemos ver el órgano que él tocaba, adornado con una talla del árbol de Jesé, la genealogía de Jesús). El comienzo de la oda ya es deslumbrante:

«El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena,
la música extremada,
por vuestra sabia mano gobernada».

Sólo un extraordinario poeta ha podido imaginar la «luz no usada» de la música… Al escucharla, el alma, «que en olvido está sumida», recupera la perdida memoria de su origen (platonismo). En un movimiento vertiginoso, esa música «traspasa el aire todo / hasta llegar a la más alta esfera». Allí, escucha, maravillada, una nueva melodía: la que está tocando «el gran maestro», en una «inmensa cítara». Y las dos músicas se unen, en una «dulcísima armonía».

Nunca ha estado tan cerca Fray Luis de León de la mística. Ya no es el personaje vehemente, colérico, que anhela la paz, sin alcanzarla nunca. La poesía y la música le han conducido hasta el mismo Dios.

Volverá luego a sufrir las envidias y calumnias, pero ya ha descubierto la única verdad. Por eso, le escribe a su amigo: «No siempre es poderosa, / Carrero, la maldad». Sabe que, por mucho que lo intenten, al varón justo «jamás le harán daño». Y, con belleza extraordinaria, nos transmite esa esperanza.

A la vida retirada:

1 ¡Qué descansada vida

la que huye del mundanal ruido

y sigue la escondida

senda por donde han ido

los pocos sabios que en el mundo han sido.


2 Que no le enturbia el pecho

de los soberbios grandes el estado,

ni del dorado techo

se admira, fabricado

del sabio moro, en jaspe sustentado.


3 No cura si la fama

canta con voz su nombre pregonera,

ni cura si encarama

la lengua lisonjera

lo que condena la verdad sincera.


4 ¿Qué presta a mi contento

si soy del vano dedo señalado;

si, en busca de este viento,

ando desalentado,

con ansias vivas, con mortal cuidado?


5 ¡Oh monte, oh fuente, oh río!

¡Oh secreto seguro, deleitoso!

Roto casi el navío,

a vuestro almo reposo

huyo de aqueste mar tempestuoso.


6 Un no rompido sueño,

un día puro, alegre, libre quiero;

no quiero ver el ceño

vanamente severo

de a quien la sangre ensalza o el dinero.


7 Despiértenme las aves

con su cantar sabroso, no aprendido;

no los cuidados graves

de que es siempre seguido

el que al ajeno arbitrio está atenido.


8 Vivir quiero conmigo,

gozar quiero del bien que debo al cielo,

a solas, sin testigo,

libre de amor, de celo,

de odio, de esperanzas, de recelo.


9 Del monte en la ladera,

por mi mano plantado tengo un huerto

que, con la primavera,

de bella flor cubierto,

ya muestra en esperanza el fruto cierto.


10 Y, como codiciosa

por ver y acrecentar su hermosura,

desde la cumbre airosa,

una fontana pura

hasta llegar, corriendo se apresura.


11 Y luego, sosegada,

el paso entre los árboles torciendo,

el suelo de pasada,

de verdura vistiendo

y con diversas flores va esparciendo.


12 El aire el huerto orea

y ofrece mil olores al sentido,

los árboles menea

con un manso ruïdo

que del oro y del cetro pone olvido.


13 Ténganse su tesoro

los que de un falso leño se confían;

no es mío ver el lloro

de los que desconfían

cuando el cierzo y el ábrego porfían.


14 La combatida antena

cruje, y en ciega noche el claro día

se torna, al cielo suena

confusa vocería

y la mar enriquecen a porfía.


15 A mí una pobrecilla

mesa, de amable paz bien abastada,

me basta y la vajilla

de fino oro labrada

sea de quien la mar no teme airada.


16 Y mientras miserable-

mente se están los otros abrazando

con sed insaciable

del peligroso mando,

tendido yo a la sombra esté cantando.


17 A la sombra tendido,

de hiedra y lauro eterno coronado,

presto el atento oído

al son dulce, acordado,

del plectro, sabiamente meneado.
Fray Luis de León.

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