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Platko, herido en la cabeza, es atendido durante la final de la Copa del Rey entre el Barcelona y la Real Sociedad en Santander en 1922GTRES

Creen algunos que el mundo de la literatura y el del fútbol están reñidos: se equivocan. A muchos grandes escritores les ha gustado el fútbol (o el boxeo o el ciclismo) y han escrito sobre él.

Un solo ejemplo, de categoría. El francés Albert Camus, Premio Nobel de Literatura, se enfrentó, dentro del existencialismo, a Jean-Paul Sartre porque su visión del mundo es trágica («los hombres mueren y no son felices», resume Calígula, su personaje) pero también ética: tenemos una obligación moral para con los demás seres humanos.

Camus había nacido en Argel: era un niño pobre, huérfano de padre. Todos los días jugaba al fútbol, con sus amigos. Como rompía demasiados zapatos, eligió el puesto de portero. Escribió un texto inolvidable, «Lo que le debo al fútbol». Incluye esta frase tajante:

«Después de muchos años en los que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol. Preservemos esta grande y digna imagen de nuestra juventud».

Una nota bibliográfica: en un libro de David García Cames, Fútbol, mito y literatura, con prólogo de Miguel Pardeza –que formó parte de la «Quinta del Buitre», en el Real Madrid– se comentan cerca de 270 libros o artículos literarios sobre fútbol.

El balompié (así se decía, entonces) llegó a España por dos vías: el Norte (Bilbao, San Sebastián) y Huelva, con los ingenieros ingleses que venían a trabajar a las minas de Río Tinto.

Por eso compiten sobre cuál es el equipo de fútbol español más antiguo el Real Unión de Irún y el Recreativo de Huelva: así se llama el club, un precioso nombre; popularmente, el «Recre». Jugó un papel importante en la introducción de este nuevo deporte el secretario de la Embajada inglesa, Stewart Herbert Cooper.

La gran explosión de popularidad del fútbol en España tuvo lugar en 1920, con motivo de la Olimpiada de Amberes. Nació entonces la llamada «furia española», con el grito de Belauste: «¡A mí, Sabino, que los arrollo!».

Se consolidó la afición en el Campeonato Mundial de 1934, que tuvo lugar en la Italia de Mussolini, donde los españoles lucharon heroicamente contra el equipo anfitrión, apoyado irregularmente por los árbitros.

Pronto, el fútbol se convirtió en España también en un tema literario: el relato Chiripi (1931), de Juan Antonio Zunzunegui; los comentarios de Jacinto Miquelarena, Stadium. Nota de sport (1934).

Dentro de la literatura de humor, hay que recordar esa joya que es La tournée de Dios (1932), de Jardiel Poncela. En ella, Dios decide darse una vuelta por la tierra y, al llegar a Madrid, se hace partidario de un equipo de fútbol, igual que cualquiera de sus criaturas:

«Lo deportivo, en cambio, lo entretenía y, nada más llegar, ya se hizo del Madrid y se puso la insignia, en la solapa del guardapolvo (…). Tan simpático se le hizo el famoso Club madrileño que, sin poder contenerse, lo tomó bajo su protección. No se hizo esperar el resultado y fue que, en lo sucesivo, el Madrid quedó vencedor en todos los combates».

También llegó el tema futbolístico al género que inicialmente parece más lejano a él, la poesía. Gerardo Diego escribió un poema al balón de fútbol, unido a sus recuerdos infantiles, en Santander:

«Tener un balón, Dios mío.
Qué planeta de fortuna.
Vamos a los Arenales:
cinco hectáreas de desierto,
cuadro y recuadro del puerto».

El puesto de portero, con su emocionante soledad, posee un aura literaria especial. Muy famoso se ha hecho el título del libro de Peter Handke: El miedo del portero al penalty. Algunos escritores se enorgullecen de haber jugado de porteros; por ejemplo, Nabokov:

«Me apasionaba jugar de portero. En Rusia y en los países latinos, ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis. Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación, en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita (…) Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor».

El primer gran ídolo popular del fútbol español fue un portero, Ricardo Zamora. Le apodaron nada menos que «el Divino». Se decía que les tenía comida la moral a muchos delanteros. En la Olimpiada de Amberes, le designaron el mejor portero del mundo.

En el partido contra Dinamarca, le sacaron del campo a hombros, como a un torero. A partir de entonces, se popularizaron dos frases; una, para indicar la confianza absoluta en sus paradas: «Uno a cero y Zamora de portero». La otra, una ponderación popular: «Sólo existen dos porteros: San Pedro, en el cielo, y Zamora, en la tierra».

A los dos los menciona, en su poema Foot-bool (sic), Fernando Villalón, el poeta del Veintisiete, ganadero que –según la leyenda– intentó criar toros con los ojos verdes, gran amigo de Ignacio Sánchez Mejías:

«… goal certero
chutaría sobre tu red,
que no pararía San Pedro,
que es mucho más que Zamora,
porque es portero del cielo».

Coincide la crítica en señalar que el primer gran poema español sobre fútbol es la Oda a Platko (1928), de Rafael Alberti.

Cuatro años posterior es la Elegía al guardameta, de Miguel Hernández, que lleva esta dedicatoria: «A Lolo, sampedro joven en la portería del cielo de Orihuela». (Miguel Hernández acudía habitualmente a ver los partidos del equipo de su pueblo, el Orihuela F.C.).

Como es sabido, Rafael Alberti (1902-1983) es uno de los grandes poetas del Veintisiete. Coincide con García Lorca en la línea neopopularista; los dos se consideran herederos de la gran poesía tradicional española: romancero, cancioneros, Gil Vicente, Lope de Vega…

Pero su carácter es muy diferente: Federico, granadino, encarna la Andalucía trágica, la del duende y el misterio; Rafael, gaditano, la Andalucía de la gracia y la alegría, la del mar de Cádiz.

Nació Alberti en El Puerto de Santa María; igual que don Pedro Muñoz Seca, de tendencia política opuesta. Cuando vino a Madrid, Rafael quería ser pintor, le fascinó el Museo del Prado.

Alcanzaron gran éxito sus primeros libros poéticos, Marinero en tierra y La amante, en los que expresa la nostalgia de su paraíso perdido, la infancia, junto al mar: «En sueños, la marejada / me tira del corazón».

Se afilió al Partido Comunista, igual que su mujer, María Teresa León. Durante la guerra, tuvo una gran actividad política. Marchó al exilio: París, Argentina y, desde 1963, Roma, en el barrio del Trastevere.

Volvió a España definitivamente el 27 de abril de 1977. Éstas fueron sus primeras palabras, al regresar: «Salí de España con el puño cerrado, pero ahora vuelvo con la mano abierta, en señal de paz y reconciliación con todos los españoles».

En esa última etapa lo traté yo: me lo encontraba en los teatros y en los aeropuertos; lo visité en su piso de La Torre de Madrid; colaboramos en actos poéticos y taurinos, en un vídeo sobre el camino de Santiago…. No era un ciudadano normal y corriente sino un poeta histórico, con sus camisas de colores y su formidable arrogancia. Representaba su propio papel: se seguía considerando el escudero de Garcilaso y Francisco Delicado, de Góngora y Quevedo.

Conservó siempre Alberti su gran facilidad para escribir poesía. (Quizá, por eso, no todo lo que escribió es del mismo valor). Lo dice en sus memorias: «Tanto o más que un poema, me cuesta una simple página en prosa. Todo me sale demasiado rítmico». Era todo lo contrario de ese poeta chirle del que se burla Cervantes, en su Viaje del Parnaso, «que, al hacer de sus versos, sudé e hipé».

En 1928, después de publicar su tercer libro, había caído Alberti en una honda crisis poética y personal:

«¿Qué espadazo sin sombra me separó casi insensiblemente de la luz?... Yo había perdido un paraíso, tal vez el de mis años recientes, mi clara y primerísima juventud, alegre y sin problemas. Me encontré de pronto como sin nada…».

Con su conocida generosidad, lo invitó entonces a su casona de Tudanca José María de Cossío, gran amigo de poetas, estudioso de la poesía, que luego dirigió la gran enciclopedia taurina que lleva su nombre. (En esa casona, en la montaña santanderina, se conserva hoy su extraordinaria biblioteca).

Yendo hacia Tudanca, viajó Alberti por los pueblos de Castilla la Vieja con Carlos Gardel, el gran cantante de tangos. A los dos amigos les fascinaron los nombres de algunos viejos comercios: «Pasamanería de Hubilibrondo González». «Café de Genciano Gómez». «Repuestos de Cojoncio Pérez»…

El 20 de mayo de 1928, Cossío, Alberti y Gardel fueron a Santander, a los Campos de Sport del Sardinero, a ver la final de la Copa del Rey Alfonso XIII de fútbol entre el Barcelona y la Real Sociedad.

El portero del Barcelona era el húngaro Ferenc (igual que Puskas) Platko, nacido en Budapest en 1898.

Con el MTK de su ciudad natal, había venido en 1922 a jugar contra el Barcelona, en Las Corts: en dos partidos, no encajó ningún gol. Destacó por su seguridad, al blocar los balones altos.

El equipo catalán, que acababa de perder al mítico Ricardo Zamora, lo contrató: jugó con él 187 partidos, en ocho temporadas, de 1923 a 1930. Luego, marchó a jugar en equipos hispanoamericanos. Murió en Santiago de Chile, en 1983.

Al joven Rafael Alberti le impresionó mucho lo que hizo en ese partido el portero húngaro. Lo cuenta en sus memorias, La arboleda perdida:

«Un partido brutal, el Cantábrico al fondo, entre vascos y catalanes. Se jugaba al fútbol, pero también al nacionalismo. La violencia, por parte de los vascos, era inusitada. Platko, un gigantesco guardameta húngaro, defendía como un toro el arco catalán. Hubo heridos, culatazos de la Guardia Civil y carreras del público. En un momento desesperado, Platko fue acometido tan furiosamente por los del (sic) Real que quedó ensangrentado, sin sentido, a pocos metros de su puesto, pero con el balón entre los brazos. En medio de ovaciones y gritos de protesta, fue levantado en hombros por los suyos y sacado del campo, cundiendo el desánimo entre sus filas, al ser sustituido por otro. Mas, cuando ya el partido estaba tocando a su fin, apareció Platko de nuevo, vendada la cabeza, fuerte y hermoso, decidido a dejarse matar. La reacción del Barcelona fue instantánea. A los pocos segundos, el gol de la victoria penetró por el arco del (sic) Real, que abandonó la cancha, entre la ira de muchos y los desilusionados aplausos de sus partidarios».

He visto una película y varias fotos de aquella tarde: casi todos los espectadores llevan boina o sombrero. En una de las imágenes, Platko está en cuclillas, mientras le vendan la cabeza. Acabado el partido, en el sanatorio, continúa llevando Platko un aparatoso vendaje; a su lado, lleva otra venda Samitier y sonríe a la cámara, como un galán de cine, Carlos Gardel.

A los grandes poetas (Alberti, incluido) no se les debe exigir la exactitud histórica absoluta. He localizado en ABC la crónica de esa final, firmada por Juan Deportista. En realidad, el Barcelona necesitó tres partidos para ganar esa Copa. Cuando ya tenía la cabeza vendada, Platko, «sin tiempo para despejar, se tira al suelo y sujeta el balón, mientras los contrarios le acometen (…) Cuando el húngaro se levanta, ha desaparecido el vendaje que tenía. Hay, pues, una nueva interrupción, en tanto que, otra vez, se lo colocan y protegen con una boina vasca».

Con su habitual facilidad, Alberti escribió enseguida su Oda a Platko. El poema apareció, unos días después, en el periódico La Voz de Cantabria; dos meses más tarde, en la revista sevillana de vanguardia Papel de Aleluyas. Luego, en el libro Cal y canto (1929), dedicado a su amigo José Samitier, capitán del Barcelona.

La idea básica del poema se expresa en el estribillo, repetido siete veces:

«Nadie se olvida, Platko,
no, nadie, nadie, nadie,
oso rubio de Hungría».

No lo podrán olvidar los elementos de la Naturaleza que vieron su hazaña, esa tarde: «el mar… la lluvia… el viento». Tampoco, los jugadores de los dos equipos, designados por los colores de sus camisetas: «azules y blancas», los de la Real; «azules y grana», los del Barcelona. Las metáforas son continuas: el portero, al sufrir la lesión, se ha convertido en una «llave rota». Toda la Naturaleza, humanizada, sufre, con él: «El mar, vueltos los ojos, / se tumbó y nada dijo». También sufren los aficionados: «Sangrando en los ojales…»

Platko se ha convertido en un héroe épico «porque volviste el pulso perdido a la pelea». Gracias a su gesto, «la vuelta al corazón de la esperanza», se reaniman sus compañeros: ya no son sólo «camisetas» sino «diez rápidas banderas, / incendiadas, sin freno». El campo se llena de pañuelos: «Alas, alas celestes y blancas, rotas alas». Los aficionados se han convertido en «doradas insignias, flores de los ojales, / cerradas, por ti abiertas». El gol de la victoria: «En el arco contrario, el viento abrió una brecha». El portero herido es ya, él también, una «bandera» y sale en hombros, como un torero: «Desmayada bandera, en hombros por el campo».

El estribillo final remacha la lección:

«Nadie, nadie se olvida,
no, nadie, nadie, nadie».

Otro poeta, el guipuzcoano Gabriel Celaya, correligionario de Alberti en la política pero no en el fútbol, porque era hincha ferviente de la Real Sociedad, presenció también ese partido y nos ha dado también su versión, muy distinta: el Barcelona no ganó gracias a Platko sino a «las patadas y a un árbitro comprado». Escribió Gabriel Celaya una Contraoda, para corregir a Alberti y contarnos lo que fue, según él, la auténtica realidad:

«Todos lo recordamos y quizá más que tú,
mi querido Alberti, lo recuerdo yo
porque yo estaba allí, porque vi lo que vi…»

Tenga razón o no Gabriel Celaya, la suya es una batalla perdida. Leyendo a Cervantes hemos aprendido que la verdad poética es mucho más importante que la verdad histórica: «Tanto la mentira es mejor cuanto más verdadera parece. Y tanto más agrada, cuanto tiene de dudoso y posible». También demuestra ese poder invencible de la leyenda John Ford, en su hermosa película El hombre que mató a Liberty Valance.

Platko pidió a su mujer que, cuando muriera, le enviara «al Fútbol Club Barcelona todos los recuerdos que guardo en el viejo arcón». No sé si en él guardaría la venda blanca ensangrentada ni la boina que la protegió, aquella tarde…

Una de las finalidades fundamentales de la elegía es que no olvidemos al personaje que ha fallecido. Gracias a Jorge Manrique, de su padre, don Rodrigo, «nos dejó harto consuelo / su memoria». Gracias a Federico García Lorca, Ignacio Sánchez Mejías no ha muerto para siempre: «No te conoce nadie. No. Pero yo te canto». Gracias a Rafael Alberti, nosotros no nos hemos olvidado de Platko: «No, nadie, nadie, nadie».

Oda a Platko

Santander, 20 de mayo de 1928.

A José Samitier, capitán.

Nadie se olvida, Platko,

no, nadie, nadie, nadie,

oso rubio de Hungría.


Ni el mar,

que frente a ti saltaba sin poder defenderte.

Ni la lluvia. Ni el viento, que era el que más regía.

Ni el mar, ni el viento, Platko,

rubio Platko de sangre,

guardameta en el polvo,

pararrayos.


No, nadie, nadie, nadie.


Camisetas azules y blancas, sobre el aire,

camisetas reales,

contrarias, contra ti, volando y arrastrándote,

Platko, Platko lejano,

rubio Platko tronchado,

tigre ardiendo en la yerba de otro país. ¡Tú, llave,

Platko, tú, llave rota,

llave áurea caída ante el pórtico áureo!


No, nadie, nadie, nadie,

Nadie se olvida, Platko.


Volvió su espalda el cielo.

Camisetas azules y granas flamearon,

apagadas, sin viento.

El mar, vueltos los ojos,

se tumbó y nada dijo.

Sangrando en los ojales,

sangrando por ti, Platko,

por tu sangre de Hungría,

sin tu sangre, tu impulso, tu parada, tu saldo,

temieron las insignias.


No, nadie, Platko, nadie,

Nadie, nadie se olvida.


Fue la vuelta del mar.

Fueron

diez rápidas banderas

incendiadas, sin freno.

Fue la vuelta del viento.

La vuelta al corazón de la esperanza.

Fue la vuelta.


Azul heroico y grana,

mandó el aire en las venas.

Alas, alas celestes y blancas, rotas alas,

combatidas, sin plumas, encabezaron la yerba.

Y el aire tuvo piernas,

tronco, brazos, cabeza.

¡Y todo por ti, Platko,

rubio Platko de Hungría!

Y en tu honor, por tu vuelta,

porque volviste el pulso perdido a la pelea,

en el arco contrario el viento abrió una brecha.


Nadie, nadie se olvida.


El cielo, el mar, la lluvia lo recuerdan.

Las insignias.

Las doradas insignias, flores de los ojales,

cerradas, por ti abiertas.


No, nadie, nadie, nadie,

nadie se olvida, Platko.


Ni el final: tu salida,

oso rubio de sangre,

desmayada bandera en hombros por el campo.


¡Oh, Platko, Platko, Platko,

tú, tan lejos de Hungría!

¿Qué mar hubiera sido

capaz de no llorarte?


Nadie, nadie se olvida,

no, nadie, nadie, nadie.
Rafael Alberti.

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