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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

El duende, los sonidos negros, el misterio

Federico García Lorca (1898 – 1936): Sorpresa

Federico García Lorca por Gregorio Toledo

Federico García Lorca por Gregorio ToledoSFGP

No es nada fácil presentar brevemente la poesía de Federico García Lorca sin caer en tópicos manidos ni en retórica barata, pero sería absurdo no incluir en esta sección algún poema suyo, precedido del habitual comentario.

Me han hablado de él varias personas que lo conocieron bien: Francisco, su hermano; Francisco Ayala, su paisano; el torero Pepe Amorós, salamantino, que formaba parte de su tertulia madrileña; sobre todo, Rafael Martínez Nadal, su íntimo amigo.

Cuando Federico salió para Granada, para celebrar allí su santo, el 18 de julio de 1936, al despedirse en la estación de Atocha de Rafael Martínez Nadal, le dejó una maleta con manuscritos que incluían, entre otros, el del drama inédito El público.

Rotundamente afirmaba Rafael Martínez Nadal: «La obra de Federico ha conquistado y retiene una universalidad no igualada por la de ningún otro poeta del siglo XX». No ha pasado Lorca el habitual «purgatorio» crítico con el que la muerte suele condenar a casi todos los grandes escritores. Al revés: el número de traducciones y de estudios de su poesía, en el mundo entero, es realmente abrumador.

Además, sus dramas se representan continuamente en los mejores teatros del mundo. Se le considera como uno de los grandes clásicos, junto a Shakespeare, Chéjov, Molière, Pirandello, Bertolt Brecht… Y sus obras no paran de inspirar creaciones musicales y pictóricas.

Los que le conocieron coinciden en proclamar la fascinación que ejercía. Salvador Dalí recuerda así la impresión que le causó, al verlo por primera vez:

«El fenómeno poético en su totalidad y en carne viva surgió súbitamente ante mí, hecho carne y huesos, (…) vibrando con un millar de fuegos de artificio».

Lo ve Alberti como «una tromba incontenible». Para el rudo aragonés Luis Buñuel, nada amigo de halagos, «la obra maestra era él». Advierte en Lorca Luis Cernuda «una rara mezcla de cualidades celestes y demoníacas». Lo define Vicente Aleixandre: «Un ser nacido para la libertad». Sintetiza Jorge Guillén: «Me cautivó». Eso es lo que todos sus amigos sintieron, al conocer a Federico.

Coinciden todos en que Lorca era eso, tan simple y tan misterioso, a la vez: todo un poeta, un auténtico poeta, casi un milagro de la naturaleza.

Para Rafael Martínez Nadal, era «el mejor recitador que he conocido nunca». Por desgracia, no se conserva grabación suya en el Archivo de la Palabra. Pero era todo lo contrario de un divo o un pedante. Me contaba Rafael que le recitaba sus poemas a su madre y a la portera de su casa. Y que, bromeando, hacía pasar por suyos poemas hasta de Camprodón…

Todos sus amigos coinciden en que parecía una fuente de espontánea y natural alegría. Pero también lo pasaba mal. En esos momentos, se burlaba de sí mismo: «¡Vaya dramón que tengo encima!».

Nació en 1898 y murió en 1936, a los 38 años. Es inevitable preguntarse: ¿a dónde hubiera podido llegar, si hubiera vivido treinta años más?

Su carrera literaria dura apenas 18 años. En ese período, le da tiempo a escribir una obra muy amplia: cuatro gruesos volúmenes comprende alguna edición de sus Obras Completas. Y, lo que es más asombroso: salvo algún poema primerizo, casi todo lo que escribió es de primerísima categoría, sin desmayo alguno. No es raro que se le haya comparado con Mozart, el genial arquetipo del puer eternus.

Dentro de la Generación del Veintisiete, coincide Lorca con Rafael Alberti en el neopopularismo: la profunda asimilación de ese gran tesoro que es nuestra poesía tradicional, recogida en los cancioneros y romanceros.

Era también García Lorca un estupendo dibujante y un apasionado por la música, casi un profesional. Conservamos las grabaciones en las que él acompaña al piano a La Argentinita, que canta las Canciones populares antiguas: Anda jaleo. Zorongo gitano. Romance de los mozos de Monleón. Nana de Sevilla. Sevillanas del siglo XVIII. Las tres morillas. Las tres hojas. Los pelegrinitos. El café de Chinitas.

Le apasionaban la poesía y la música popular española. En broma, se bautizó a sí mismo como «el loquito de las canciones»: presumía de ser uno de los españoles que conocía más canciones populares de nuestra tierra y ese manantial fecunda constantemente su creación poética.

En la Generación del Veintisiete, la música y el mundo de la cultura española se hermanan, en un movimiento estético de alta categoría. Por primera vez, el cante y el baile popular español se presenta en los mejores escenarios de París y de Londres, consigue el reconocimiento internacional; de hecho, suscita un fervor popular semejante al de los ballets rusos de Diaghilev, que superaban al ballet clásico, blanco.

Manuel de Falla y Federico García Lorca son los dos líderes simbólicos de esa novedad. No es nada sorprendente que los dos colaboren en el Concurso de Cante Jondo de Granada (1922).

Aunque sus temperamentos fueran muy distintos, la trayectoria estética de Falla y la de Lorca posee rasgos comunes: los dos alcanzan la universalidad profundizando en las raíces españolas folclóricas, nacionalistas. (Es algo semejante a lo que hizo Stravinski con la música popular rusa y Béla Bartók, con la checa).

Cabe incluso establecer paralelismos concretos entre algunas de sus obras. El amor brujo, de Falla, puede verse como el paralelo musical del Romancero gitano, de Lorca. Las dos obras alcanzaron un enorme éxito y suscitaron muchos imitadores. Ni Falla ni Lorca quisieron quedarse en esa línea de las «gitanerías». Los dos conocían el lenguaje de las vanguardias y se abrieron a nuevos horizontes estéticos: Lorca, con Poeta en Nueva York y el drama El público; Falla, con el Concierto para clave…

La Generación del Veintisiete fue también muy consciente de la necesidad de renovar nuestro teatro, en los textos y en la puesta en escena. Lorca lo logró como escritor de obras plenamente teatrales, no sólo poéticas, que han mantenido su vigencia escénica mucho más que las de Alberti, por ejemplo. Usando la frase de Cocteau, Lorca consiguió una poesía del teatro, no una poesía en el teatro.

Los ejemplos de la vigencia de sus obras teatrales son fáciles de encontrar. Sobre todo, La casa de Bernarda Alba, escrita en prosa, es una perfecta tragedia contemporánea. Altolaguirre nos transmite unas frases de Federico:

«He suprimido muchas cosas de esta tragedia, muchas canciones fáciles, muchos romancillos y letrillas. Quiero que mi obra teatral tenga severidad y sencillez».

A la vez, las últimas palabras de Bernarda Alba, «¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!», son el mejor diagnóstico de una enfermedad social española: el fanatismo, el negarse al torrente de la vida.

Además, Doña Rosita la soltera une la suave crítica de la cursilería provinciana, con una desolación sentimental que recuerda a Chejov. Y El Público nos sigue sorprendiendo hoy por su revolucionaria búsqueda de un «teatro bajo la arena».

Era muy consciente García Lorca del profundo valor del teatro, más allá de la pura estética:

«Es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso (…) El teatro es una escuela de llanto y de risa, una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre (…) Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo».

Justamente para «devolver el teatro al pueblo», creó Federico la compañía teatral itinerante La Barraca, una de sus mayores ilusiones:

«La Barraca, para mí, es toda mi obra, la obra que me interesa, que me ilusiona más todavía que mi obra literaria, como que por ella muchas veces he dejado de escribir un verso o de concluir una pieza».

La Barraca realizó giras por toda España desde el verano de 1932 hasta abril de 1936, con un repertorio de teatro clásico (Lope, Calderón, Cervantes) y una versión del poemaLa tierra de Alvargonzález, de Antonio Machado.

Con entusiasmo juvenil, contagioso, Federico hacía allí casi de todo: elegía los textos, probaba los actores, actuaba como director de escena; muy pocas veces, como actor, porque no se creía dotado para ello. Por ejemplo, recitó el papel de La Sombra en el Auto sacramental de la vida es sueño y, desde fuera de la escena, como voz en off, el romance de Las almenas de Toro.

Muchos se han planteado por qué la poesía de García Lorca llega hoy a públicostan variados, en tantos países. No basta, para explicarlo, el andalucismo pintoresco, costumbrista, de sus gitanos: Federico lo eleva a una dimensión mítica, universal. Tampoco lo explican su trágica muerte ni la homosexualidad.

La explicación que me parece más satisfactoria de la enorme capacidad de fascinación que posee la poesía de Lorca es la que formuló, hace años, el catedrático de Historia de las Religiones Ángel Álvarez de la Miranda. Desde una perspectiva estrictamente científica, muestra que esa poesía entronca directamente con mitos propios de las religiones primitivas: la fecundidad y la esterilidad; el amor y la sangre; la luna; el cuchillo; el toro, como tótem ibérico; la madre tierra; el agua; el caballo…

Es algo semejante a lo que sucede con Shakespeare: conectan fácilmente los dos con las raíces más hondas y, a la vez, más elementales del ser humano. Por eso, para sentir la fuerza prodigiosa de la poesía de Lorca no hace falta ser un erudito ni haber estudiado en la universidad. Cualquier lector que posea un mínimo de sensibilidad puede sentirse conmovido por ella, porque apela a arquetipos primitivos, a sustratos muy profundos de la conciencia humana, que el hombre moderno suele olvidar.

Para Federico, el arte de nuestro país ha estado siempre movido por el duende, por los sonidos negros. Lo explica con una anécdota:

«La vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día, oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: ‘¡Olé! ¡Eso tiene duende!’ (…) Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: ‘¡Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende!’ Y no hay verdad más grande».

Lejos del flamenquismo barato, busca Federico lo jondo, los sonidos negros, el duende… Es algo, a la vez, español y universal; muy antiguo y muy moderno: la apertura al misterio. Más allá de técnicas y de escuelas, eso es lo que busca, en su poesía:

«Algo que anda por las calles… Todas las cosas tienen su misterio y la poesía es el misterio que tienen todas las cosas (…) Sólo el misterio nos hace vivir, sólo el misterio».

Sus poemas significan también su personal «grito de angustia», tantas veces presente en su epistolario:

«Yo no he nacido todavía (…) El duelo a muerte que sostengo con mi corazón y con la poesía (…) Quiero visitar el mundo extático donde viven todas mis posibilidades y paisajes perdidos (…) En busca del amor que no tuve pero que era mío (…) El enigma de mí mismo (…) El reino de la melancolía, de la poesía (…) El último rincón (…) El sufrimiento de verse retratado en los poemas…»

Ésta es la otra cara, también verdadera, del torrente de alegría que solía ser Federico. Lo resume al máximo, al final de una de sus cartas:

«Adiós. ¡Socorro! Amor, amor mío. Ya morimos juntos. ¡Ay! Terminad vosotros, por caridad, este poema».

Después del paso por las tragedias gitanas y por el mundo inhumano de Nueva York, vuelve Lorca a los poemas de una emocionante sencillez. Por ejemplo, a alguno de los que incluye en su «aleluya erótica», unida a la música de Scarlatti, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (1933). Federico siempre la defendió: «Es una obra tremenda, que a mí me divierte mucho. Teatro de monigotes humanos, que empieza en burla y acaba en tragedia».

El personaje de Don Perlimplín, el protagonista, supone dar una vuelta de tuerca al manido tema del viejo, casado con una jovencita: se ha de disfrazar para poder expresar libremente la hondura de su amor, y lo hace con musicales repeticiones, de emocionante sencillez.

Cierra el Cuadro Primero de la obra este precioso poemita, ahora popularizado por la música de Serrat y la voz de Ana Belén, en el que resuenan claros ecos de la poesía tradicional española:

«Amor, amor, que está herido,
herido,
de amor huido.
Herido,
muerto de amor.
Decid a todos que ha sido
el ruiseñor.
Herido,
muerto de amor.
Bisturí de cuatro filos,
garganta rota
y olvido.
Cógeme la mano, amor,
que vengo muy malherido,
herido,
de amor huido.
Herido,
muerto de amor».

Lo resume Rafael Martínez Nadal, su gran amigo: «La ecuación final, amor = muerte, o muerte = amor, es lo que da a su pasión amorosa tan inconfundible y grave intensidad».

Ésa es también la palabra con la que lo definió un estudioso, Cristopher Eich: Federico García Lorca, poeta de la intensidad.

Hubiera podido elegir para mi comentario uno de los poemas, tan populares, del Romancero gitano. Por ejemplo, la Muerte de Antoñito el Camborio, con sus atractivas metáforas: el protagonista es «moreno de verde luna». De noche, «las estrellas clavan / rejones al agua gris» y «los erales sueñan / verónicas de alhelí». Al pelear, Antoñito «daba saltos / jabonados de delfín». La piel de su cara está amasada «con aceituna y jazmín». Al morirse, «de perfil», igual que un emperador romano, forma la estampa de una «viva moneda que nunca / se volverá a repetir». Hasta el ángel que lo recibe es «marchoso», flamenco. Al fondo, siempre, como en un coro de tragedia griega, «voces de muerte sonaron / cerca del Guadalquivir».

Es éste un ejemplo muy claro de la técnica que usa Lorca: una pelea callejera se ha transmutado en un espectáculo estético. Gracias a las constantes metáforas y a los símbolos, una realidad lamentable ha ascendido a bellísimo mito.

Habría podido elegir también un fragmento del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías: como ya he repetido, la más hermosa elegía de la literatura española, junto a las Coplas de Jorge Manrique. (Lo he comentado con cierta amplitud en mi libro Las cien mejores poesías taurinas).

Desde el punto de vista de la composición, de la estructura, ésta es una de las indudables obras maestras de García Lorca; además, es uno de los poemas que expresan con más honda belleza su sentimiento trágico de la vida (por usar el título de Unamuno).

He preferido escoger un poema brevísimo y no muy conocido, titulado Sorpresa. Está incluido en el Poema del cante jondo, una de las grandes obras poéticas de Federico. Parece ser que escribió este libro en un par de semanas, en 1921, pero no lo publicó hasta diez años más tarde, después de algunos añadidos y de cierta reelaboración.

Evidentemente, este libro refleja su afición y admiración por el cante jondo. Igual que en el caso de don Manuel Machado, no tiene esto nada que ver con el flamenco vulgarizado, para uso de turistas. Lo que le atrae a Lorca es el cante hondo, serio, profundo, que nace –como ya hemos visto– del duende, de los sonidos negros:

«España está en todos los tiempos movida por el duende (…) No es posible ninguna emoción sin la llegada del duende (…) El duende no llega si no ve la posibilidad de la muerte».

Esta última frase es la que más me importa subrayar. Como señaló Emilia de Zuleta, en este libro, «se asocian la soledad y la pena y las distintas formas del sentimiento de la muerte: la conciencia del destino ineludible, la espera, la inminencia, el presentimiento…».

El poema comprende trece versos. En los tres primeros, formula el estribillo:

«Muerto se quedó en la calle,
con un puñal en el pecho,
no lo conocía nadie».

Se trata casi de una escueta noticia periodística, que resume toda la historia trágica en tres telegramas, como tres puñetazos. Nos da los datos básicos, con admirable concentración expresiva, pero omite otros muchos: quién era el personaje, dónde estaba, quién lo apuñaló, por qué… El poema ofrece solamente un fogonazo, una trágica visión.

Como en el caso de Antoñito el Camborio, nos sitúa Lorca en un mundo elemental, primitivo, de violencia casi animal y aliento épico.

Imaginemos, por contraste, lo que haría con esta historia un cronista de sucesos: cuántos detalles añadiría, cuántas hipótesis formularía, cómo se adornaría… Lorca, en cambio, ha elegido el camino de la absoluta desnudez expresiva.

Debemos hacer una pausa al acabar de leer el verso tercero: «No lo conocía nadie». El cuarto («Cómo temblaba el farol…») introduce ya el punto de vista subjetivo del poeta. Expresa su emoción mediante la metáfora del viento, que está moviendo el farol que ilumina la calle. Ese objeto, humanizado, parece temblar:

«¡Cómo temblaba el farol!».

El brevísimo verso quinto, de sólo dos sílabas, es un suspiro, una llamada: «Madre». Tiene un sentido muy claro: ante la muerte, todos nos sentimos niños. Y lo dice así, sin ninguna retórica.

A continuación, se repite lo anterior, con una curiosa variante:

«¡Cómo temblaba el farolito
de la calle!».

Al alargar de modo inesperado el verso (10 sílabas, en vez de las ocho anteriores), nos empuja a detenernos un poco. Pocos ejemplos conozco más claros que éste de un diminutivo que no es empequeñecedor sino afectivo. El farol es el mismo de antes, sigue teniendo, obviamente, el mismo tamaño, pero ya no es un testigo insensible: el poeta lo menciona ahora con cariño porque es el único que se ha conmovido por el muerto.

Los tres versos siguientes suponen una brusca inversión, casi cinematográfica, del punto de vista:

«Era madrugada. Nadie
pudo asomarse a sus ojos,
abiertos al duro aire».

La terrible soledad se expresa ahora desde un doble punto de vista: él no pudo ver a nadie, antes de morir, porque no había nadie, en la calle. Además, nadie lo vió, cuando quedaron fijos para siempre sus ojos, duros y fríos como el aire de la madrugada.

Concluye el poema con la repetición de los tres primeros versos, convertidos ya en estribillo. Sorprendentemente, aporta ahora una curiosa variante expresiva, añade un «que» al comienzo de cada frase, de cada verso:

«Que muerto se quedó en la calle,
que con un puñal en el pecho
y que no te conocía nadie».

¿Por qué ha hecho eso el poeta, qué sentido tiene esto? Evidentemente, este «que» era innecesario desde el punto de vista lógico, no hacía ninguna falta usarlo para comprender el sentido de las frases.

Podemos pensar en una repetición expresiva, enfática: algo muy frecuente, en el lenguaje popular. Ejemplo claro: cualquier madre le gritará a su niño, antes de comérselo a besos: «¡Que te voy a matar!».

Pero no se trata solamente de un añadido, son tres, y eso tiene un valor claramente intensificativo, como en un crescendo musical. Podemos entenderlo mejor con un ejemplo banal. Imaginemos que añadimos tres verbos distintos, para introducir tres cláusulas subordinadas de complemento directo. ¿Cuáles serían esos verbos? Algo así como estos: «Digo que muerto se quedó en la calle, / repito que con un puñal en el pecho / e incluso compruebo que no lo conocía nadie». (Perdón por el recurso, tan burdo, que destruye la magia de la poesía).

El sentido de lo que ahora ha añadido el poeta está muy claro. Es triste que alguien se quede muerto en la calle y no en su casa, rodeado de las personas que lo quieren. Es peor que muera de una absurda puñalada, no de una enfermedad. Pero lo más terrible de todo es que ha muerto solo (como un perro, solemos decir), sin nadie que se apiade de él y que intente darle algo de compañía y de consuelo.

Concluye así el poema, tan simple, tan escueto, pero el lector, sin duda, se verá impulsado a hacerse algunas preguntas: aunque estén en su casa, rodeados de su familia, ¿no mueren solos todos los que mueren? ¿No estaremos todos solos, radicalmente solos, a la hora de la muerte?

Ahora entendemos mejor el título del poema, Sorpresa. Por mucho que creamos estar preparados, a todos nos sorprenderá la hora de la muerte.

Así, con máxima intensidad, nos lo ha transmitido Federico García Lorca. Con duende, con sonidos negros, con misterio. Por breve que sea, es un ejemplo claro de la gran poesía.

Sorpresa

Muerto se quedó en la calle,

con un puñal en el pecho,

no lo conocía nadie.

¡Cómo temblaba el farol!

Madre.

¡Cómo temblaba el farolito

de la calle!

Era madrugada. Nadie

pudo asomarse a sus ojos,

abiertos al duro aire.

Que muerto se quedó en la calle,

que con un puñal en el pecho

y que no lo conocía nadie.
Federico García Lorca.

Otras lecciones de poesía:

*Lecciones de poesía es la sección que cada sábado ofrece el Catedrático de Literatura y crítico taurino de El Debate, Andrés Amorós, en la sección de Cultura.

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