La ‘aguda melancolía’ del amor adolescente
Pablo Neruda (1904-1973): Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
Eros y psique
Hace muchísimos años, cuando yo era un jovencillo lector de poesía, compré una edición de bolsillo, publicada por la editorial argentina Losada, de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda.
En la cubierta –lo recuerdo bien– llevaba una banda oblicua: «Edición conmemorativa de un millón de ejemplares».
No conozco otro caso igual, en libros de poesía en lengua española: es un verdadero fenómeno literario y sociológico. Eso no es suficiente para ensalzarlo ni para atacarlo, pero sí nos hace preguntarnos por sus causas.
Como poeta, el chileno Pablo Neruda es una figura monumental, indiscutible. Lo incluye en su Canon –tan tacaño o desconocedor de la literatura en español– Harold Bloom: «Ningún poeta del hemisferio occidental de nuestro siglo admite comparación con él». Lo ensalza García Márquez: «El más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma».
¿Cómo es, en apretada síntesis, la poesía de Pablo Neruda? Grande, amplia, variada; humana, impura; torrencial, arrolladora, como la naturaleza hispanoamericana; politizada; con tono de canto, de liturgia verbal; sonora, desigual.
Alguno de sus enemigos le ha aplicado la malévola frase atribuida a don Alberto Lista sobre el poeta Espronceda: «Es como una plaza de toros: muy grande, pero con mucha canalla dentro».
Amado Alonso, compañero de Dámaso Alonso en la introducción de la estilística entre nosotros, le dedicó un riguroso estudio, Poesía y estilo de Pablo Neruda: Interpretación de una poesía hermética. Así la caracteriza:
«Poesía escapada tumultuosamente de su corazón, romántica por la exacerbación del sentimiento, expresionista por el modo eruptivo de salir, personalísima por la carrera desbocada de la fantasía y por la visión de apocalipsis perpetuo que la informa».
El propio Neruda se calificó como «el poeta de todas las cosas»: el que goza con el amor, la alegría, las variadas maravillas de la naturaleza; a la vez, el que está preocupado por la injusticia y la insolidaridad; un utópico soñador de un mundo justo; siempre, un poeta sentimental, melancólico… Y, por supuesto, un enamorado y un maestro de las palabras.
Por su temática y por su lenguaje, muchos lo consideran algo así como un símbolo de la voz poética hispanoamericana.
En 1953 obtuvo el Premio Lenin de la Paz. En 1970, renunció a ser candidato a presidente de su país en favor de Salvador Allende, que lo nombró luego Embajador en París. En 1971 le concedieron el Premio Nobel de Literatura. Esos datos nos dan idea clara de su ideología (estuvo vinculado al Partido Comunista) y de su universalidad.
Como señala juiciosamente Luis Sáez de Medrano, «la pasión política de muchas de sus composiciones (…) lo llevarán a ser considerado como un poeta fundamentalmente partidista, con el consiguiente rechazo de quienes no comparten su ideología».
El crítico Emir Rodríguez Monegal lo definió como un «viajero inmóvil». Su punto de partida fue la región chilena en la que nació, la llamada Frontera: una zona lluviosa, con una naturaleza muy atractiva, cercana al mar.
Fue Neruda un poeta de enorme precocidad. Antes de cumplir los veinte años, se dio a conocer con Crepusculario, un hermoso libro, dentro de la estética modernista, y se consagró ya con los Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
En 1927, marchó a Oriente, como cónsul honorario en Birmania; luego, en Ceilán, Java, Singapur; en 1934, en Barcelona; un año después, en Madrid.
Conectó fácilmente con los nuevos poetas españoles: por carta, se había hecho amigo de Rafael Alberti. En Buenos Aires, conoció a Federico García Lorca. En Madrid, fue compañero de Miguel Hernández, Aleixandre y otros poetas del Veintisiete. Dirigió entonces la revista Caballo verde para la poesía, editada por Manuel Altolaguirre.
En aquellos años, participó en Madrid en una polémica literaria que tuvo amplia repercusión y notables consecuencias. Juan Ramón Jiménez era entonces el gran maestro de todos los jóvenes poetas, pero tenía un carácter verdaderamente terrible (pueden verse muchas muestras de ello, por ejemplo, en la correspondencia de Pedro Salinas y Jorge Guillén, los dos íntimos amigos).
Encerrado en su simbólica torre de marfil, defendía Juan Ramón la poesía pura, desnuda, despojada de anécdotas, centrada en los grandes temas: la eternidad, el amor, la belleza…
En el primer número de Caballo Verde para la Poesía, el 1 de octubre de 1935, publicó Neruda una especie de manifiesto, titulado Sobre una poesía sin pureza. Defendía en él rehumanizar la poesía, acercarla de nuevo al hombre, a la materia, al barro:
«Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y azucena, salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos».
Es un hecho que este credo poético de Neruda influyó mucho (para bien o para mal, cada uno puede opinar) sobre algunos jóvenes poetas como Miguel Hernández y Leopoldo Panero; después de la guerra, sobre poetas sociales, como Gabriel Celaya y Blas de Otero.
Apoyó Neruda decididamente la causa republicana, publicó España en el corazón. Desde París, organizó el traslado a Chile de muchos exiliados españoles.
Su obra poética más ambiciosa es el Canto General, publicado en Méjico en 1950, con ilustraciones de Diego Rivera y Siqueiros. Comprende quince secciones, más de doscientos poemas y más de quince mil versos. En tono épico, intenta dar una visión completa de la historia de Hispanoamérica, desde antes de la conquista hasta el momento en el que escribe. (Le ha puesto música, entre otros, el griego Theodorakis).
Después de Hispanoamérica, España fue sin duda, el país más amado por Neruda. Se confesó seguidor de su tradición literaria. Lo afirma en el poema Testamento 2:
en rincones del mundo (…)
a los nuevos poetas de América.
Que amen como yo amé mi Manrique, mi Góngora,
mi Garcilaso, mi Quevedo: fueron
titánicos guardianes, armaduras
de platino y nevada trasparencia».
Y proclamó siempre su amor por la «España clara, España trasparente».
Vuelvo al comienzo, al Pablo Neruda que tiene solamente diecinueve años, es un joven poeta desconocido y publica el libro Crepusculario. Creo yo, que, por compararlo con los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, la crítica no ha sido muy justa con este libro. En una estética cercana a Debussy, su versión poética de la historia de Pélleas y Mélisande – a partir de la obra simbolista de Maeterlinck - incluye versos tan hermosos como éstos:
Melisanda se está muriendo.
Se morirá su cuerpo leve.
Enterrarán su dulce cuerpo.
Juntarán sus manos de nieve.
Dejarán sus ojos abiertos
para que alumbren a Pélleas
hasta después que se haya muerto».
A la vez –no después de Crepusculario– Neruda está escribiendo sus Veinte poemas de amor… Se lo dice a su amigo Alone:
«Son mi obra restante y simultánea a Crepusculario. Quiero librarme de ella, no por mala sino porque dejé todo eso atrás».
Se publica el libro en junio de 1924, cuando el poeta todavía no había cumplido los veinte años. Excepto el último poema, la Canción desesperada, todos los demás no llevan título. (Quizá lo hace para dar más unidad al libro).
El que he elegido yo es, probablemente, el más popular y lleva el número 20. Se compone de 32 versos alejandrinos, con variedad de ritmos. A partir del 6º, utiliza la rima propia del romance: en asonante los pares, en -ío. No le importa al joven Neruda incurrir en algo que suele interpretarse como muestra de impericia, repetir la palabra que rima: «perdido», «conmigo».
Ya el primer verso nos sorprende y, sin esfuerzo alguno, se nos queda grabado indeleblemente en la memoria: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche». Lo mismo sucede, a mi entender, con el verso inicial del poema número 15 (aunque algunas feministas lo hayan corregido): «Me gustas cuando callas porque estás como ausente».
Éste es un libro centrado en el amor, escrito por un joven adolescente que ha estado profundamente enamorado (también, enamorado de las bellas palabras). El enfoque de este manido tema, el tono general, tienen un sorprendente atractivo. Lo explicó así mi amigo Julio Cortázar, subrayando su carácter americano:
«Neruda nos devolvía a lo nuestro, nos arrancaba de la vaga teoría de las amadas y las musas europeas para echarnos en los brazos a una mujer inmediata y tangible, para enseñarnos que un amor de poeta latinoamericano podía darse y escribirse hic et nunc, con las simples palabras del día, con los olores de nuestras calles, con la simplicidad del que descubre la belleza sin el asentimiento de los grandes heliotropos y la divina proporción».
Centrémonos en los datos concretos. El título es dual: el amor (los Veinte poemas) y la desesperación (la Canción); es decir, la esperanza y su fracaso.
Con el mismo dualismo presenta a la amada, en otros poemas del libro. Primero, significa el amor: «Todo lo ocupas, tú, todo lo ocupas» (poema 5). Luego, la tragedia: «Distante y dolorosa, como si hubieras muerto» (poema 15).
La voz que escuchamos, en todo el libro, es una sola: el poeta es un amante ideal, con el que muchísimos lectores pueden identificarse fácilmente. Salvo en este poema y en el número 4, se dirige directamente a la amada, desde la soledad causada por el abandono.
Nunca se nos explica por qué ella lo ha dejado, cuál fue la causa del final de esta historia de amor. Queda clarísimo, en cambio, que él escribe a la intemperie, desde una situación de abandono absoluto. Ella lo ha conducido al dolor, a la desgracia total: «todo en ti fue naufragio». Eso dice la Canción desesperada (y lo canta Paco Ibáñez).
En todo el libro, el paisaje que a veces se evoca es el del Sur de Chile: los bosques de Temuco, las grandes lluvias, los ríos… En el poema 20, no hay menciones realistas: aparecen solamente el viento, los árboles, el cielo estrellado. Y, sobre todo, la noche.
Canta su tristeza el poeta desde la noche: ¿cómo no recordar la noche oscura del alma de San Juan de la Cruz? Está solo, en la gran noche del mundo: se siente «acorralado entre el mar y la tristeza» (poema 13).
A la vez, la noche es el ámbito poético más adecuado para el amor. En cierta medida, esa noche también lo acoge, envuelve su canto. Recuerda otras noches, en las que él fue feliz: «Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos…» En otro poema del libro, ha identificado a la amada con la noche: «Eres como la noche, callada y constelada» (poema 15).
Si atendemos al tiempo interno del poema, se encadenan de modo natural las tres etapas vitales. Se inicia en presente: «Puedo escribir los versos…». Retrocede al pasado feliz: «… pero cuánto la quise». Se proyecta hacia el futuro: «Aunque éste sea el último dolor que ella me causa / y éstos sean los últimos versos que yo le escribo».
En general, el estilo del poema es bastante sencillo, con palabras de uso cotidiano. Llama la atención una metáfora bastante literaria pero que utiliza un término del mundo rural, «pasto»: «Y el verso cae al alma como al pasto el rocío».
En general, las frases del poema se estiran con ritmo lento, perezoso, hasta el final de los largos versos alejandrinos. Existen dos excepciones, con frases muy breves, separadas por puntos, como si fueran escuetos telegramas. La primera vez, como un cierre de la historia: «Eso es todo. A lo lejos, alguien canta. A lo lejos». La segunda, cuando imagina un futuro que le llena de dolor: «De otro. Será de otro. Como antes de mis besos».
Para el efecto que produce el poema en el lector, es fundamental el uso de un recurso: las frecuentes, buscadas repeticiones, que dan una sensación cercana a la de un himno cantado, como si fuese una salmodia.
El inolvidable verso primero, «Puedo escribir los versos…», se repite en los versos 5 y 10. Solamente la palabra «escribir», se repite en el verso 2. «La noche» aparece en los versos 2,4,7, 13, 16 y 21. «Ya no la quiero», en los versos 23 y 27. Con variantes, «la quise» y «me quiso» (6. 9). «Los mismos» (21) se opone dramáticamente a «nosotros… ya no somos los mismos». Etcétera. Creo que el efecto de estas repeticiones es ritual, casi hipnótico.
Sorprende la buscada contradicción del verso 23 («Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise») con el 27: «Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero». Es una forma sencilla y bella de expresar las dudas y las contradicciones de un amor adolescente.
Los lectores y los críticos, igualmente chismosos, se preguntaron muy pronto quién era la joven que protagonizó esta relación sentimental. Neruda negó siempre que se tratara de una sola historia de amor: defendía que había sintetizado varias, en el poema. Así lo explica, refiriéndose a una pareja de mujeres, en sus memorias, Confieso que he vivido:
«Las dos o tres que se entrelazan en esta melancólica y ardiente poesía corresponden, digamos, a Marisol y a Marisombra. Marisol es el idilio de la provincia encantada con inmensas estrellas nocturnas y ojos oscuros como el cielo mojado de Temuco. Ella figura con su alegría y vivaz belleza en casi todas las páginas, rodeada por las aguas del puerto y por la media luna sobre las montañas. Marisombra es la estudiante de la capital. Boina gris, ojos suavísimos, el constante olor a madreselva del errante amor estudiantil, el sosiego físico de los apasionados encuentros en los escondrijos de la urbe».
Algunos críticos (por ejemplo, mi amigo José Montero Padilla) han mencionado que la principal inspiradora de este libro –o de varios de sus poemas, por lo menos– se llamaba Albertina Rosa Azócar. Se conservan unas cuarenta cartas que escribió el joven Pablo Neruda a esta chica, que era compañera suya, en el Instituto Pedagógico de Santiago de Chile. Este párrafo de una de esas cartas nos sitúa en un mundo sentimental cercano al del libro:
«¿Es verdad que aún me quieres? (…) ¿Verdad que nos hemos amado, querido, adorado, como nadie? ¿Verdad que nuestro amor ha sido grande? Yo pienso en ti con tanta pasión, casi con dolor».
Años después, la propia Albertina recordaba así la historia:
«Era tan joven, tan enamoradizo… No sé, a muchas chiquillas les gustaban los poetas. Cuando me escribía, por ejemplo, tenía acá dos, tres, cuatro amores».
De alguno de ellos –o de todos, unidos– nos queda el precioso testimonio en estos Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
Cuando un libro alcanza un éxito muy superior a los demás del mismo autor, el escritor suele mirarlo con cierta distancia; sobre todo, si el libro es primerizo. Cuando Pablo Neruda era ya un poeta reconocido en el mundo entero, le preguntaron muchas veces por esta obra juvenil. Así la definió:
«Un libro doloroso y pastoril que contiene mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con la naturaleza arrolladora del sur de mi patria. Es un libro que amo porque, a pesar de su aguda melancolía, está presente en él el goce de la existencia (…) Fue un libro de adolescencia, pero escrito con toda la pasión de la juventud: torpeza juvenil, pero fuego verdadero. En estos poemas hay carne, hay cuerpo, hay amor humano. No es el amor platónico, ideal. Expresa las contradicciones del amor adolescente, donde conviven la intensidad y la inseguridad…No sé cómo este libro sencillo, que no tiene muchas pretensiones, llega a tantos corazones… Escribí esos poemas con una sinceridad desbordada, nunca imaginé que se leerían tanto».
Dentro de eso, matiza que el número 20 le parece «demasiado llorón». No están de acuerdo con eso miles de lectores, en el mundo entero.
Hay una palabra que quiero subrayar, en estas justificaciones: la «melancolía». Creo que define muy bien el tono general de estos poemas, más que el adjetivo «desesperada» de la «canción» final. Y que ésa es una de las cosas que más cautivan al lector. Incluso cuando escribió su manifiesto por la humanización de la poesía, la mencionaba:
«Y NO OLVIDEMOS NUNCA LA MELANCOLÍA /las mayúsculas son mías/, el gastado sentimentalismo, perfectos frutos impuros de maravillosa calidad olvidada, dejados atrás por el frenético libresco: la luz de la luna, el cisne en el anochecer, ‘corazón mío’, son, sin duda, lo poético elemental e imprescindible. Quien huye del mal gusto cae en el hielo».
La prueba de su estima por esa palabra, melancolía, es que se la aplica a la amada, en el poema 15: «Y te pareces a la palabra melancolía…»
Más allá de los lauros literarios, hay un premio único que muy pocos autores logran: que muchísimos lectores se enamoren leyendo sus poemas. En español, por ejemplo, lo han conseguido Bécquer, Miguel Hernández, Pedro Salinas… Y, sin duda, Pablo Neruda, gracias a la «aguda melancolía» de este amor adolescente.
Poema 20:
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos, alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla, mi mirada la busca.
Mi corazón la busca y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro, sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
Pablo Neruda.
Otras lecciones de poesía:
- Miguel Hernández: Elegía a Ramón Sijé.
- Federico García Lorca: Sorpresa.
- Rafael Alberti: Oda a Platko.
- Fray Luis de León: A la vida retirada.
- José de Espronceda: La canción del pirata.
- El conde de Villamediana: Buscando siempre lo que nunca hallo.
- José Hierro: Réquiem.
- José Zorrilla: A buen juez, mejor testigo.
- Gerardo Diego: La ilusión de unas pocas palabras de amor.
- Juan Ruiz, Arcipreste de Hita: Elogio de las mujeres chicas.
- Gil Vicente: Romance de Don Duardos.
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- Luis de Góngora: Mientras por competir con tu cabello.
- Garcilaso de la Vega: Soneto V.
- Anónimo: 'El conde Olinos' y 'El conde Arnaldos'.
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- Francisco de Quevedo: Poderoso caballero...
- Oliverio Girondo: Se miran.
- Anónimo: Romance del prisionero.
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- Andrés Fernández de Andrada: Epístola moral a Fabio.
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- Anónimo: A Cristo crucificado.
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- Fray Damián Cornejo: Soneto.
- Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
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- Anónimo: La Misa de Amor (Romance).
- Rosalía de Castro: Dicen que no hablan las plantas.
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- Pedro Salinas: La voz a ti debida.
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.
*Lecciones de poesía es la sección que cada sábado ofrece el Catedrático de Literatura y crítico taurino de El Debate, Andrés Amorós, en la sección de Cultura.