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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

El paraíso como biblioteca

Jorge Luis Borges (1899-1986): Poema de los dones

Act. 12 nov. 2025 - 09:29

El escritor Jorge Luis Borges

El escritor Jorge Luis BorgesGTRES

Hay un sector de la literatura hispanoamericana que se caracteriza por el predominio del realismo, lo telúrico, lo social y político, el indigenismo… También hay otro sector, más próximo a nosotros, que parte de la gran revolución de las vanguardias europeas, en los años veinte.

Como definía Rafael Lapesa, mi maestro, Jorge Luis Borges (1899- 1986) representa, a la vez, la Argentina criolla y la que se abre a lo universal. Cantó las canciones populares – igual que Ernesto Sábato, otro gran intelectual –, a los navajeros, la llanura inagotable bajo los cascos del caballo, pero también los juegos de la inteligencia y la zoología fantástica de catoblepas y centauros.

Durante bastantes años, Borges fue un autor de culto, relativamente minoritario. Luego, por uno de esos fenómenos inexplicables de las modas, lo descubrieron en algunas de las universidades norteamericanas más selectas y se convirtió en un ídolo para muchos jóvenes escritores.

No se podría explicar lo que fue el llamado «boom» de los novelistas hispanoamericanos, de Cortázar a Vargas Llosa, García Márquez y Carlos Fuentes, sin el reconocido magisterio de Borges, aunque discrepara tanto de ellos por su carácter y por su ideología.

Hoy, Borges es unánimemente reconocido como uno de los más grandes escritores en lengua española, en el siglo XX; más aún, como un claro arquetipo de lo que es un escritor clásico, al que se estudia en las universidades del mundo entero y al que se le cita frecuentemente; muchas veces, atribuyéndole frases ingeniosas que nunca escribió (lo mismo que le sucede a Cervantes y a Quevedo).

Su apellido, Borges, sin necesidad de nombre, basta para identificar un peculiar género literario, hecho de cultura, reflexión, escepticismo, ironía, paradojas…

Fue ciego, pero de mayor, no de nacimiento. La ceguera es también un tema importante, en su obra, aunque se aleja de la autocompasión por la ironía: «Soy un ciego, aburrido de aburrir».

En realidad, nadie sabía con certeza si veía algo o no, qué es lo que veía. Me contó don Rafael Lapesa que, una vez, le llevó Borges a la esquina de una calle, en Buenos Aires, donde, según él, se podía disfrutar de la mejor luz, a cierta hora…

Su sabiduría y su memoria constituían un verdadero espectáculo. Recuerdo haberle escuchado una conferencia, en Madrid, en el antiguo Instituto de Cultura Hispánica, en la que, sin tener delante ni una sola nota, recitó de memoria, sin una duda, textos literarios en español, francés, italiano, inglés, alemán… y hasta en lenguas nórdicas primitivas, por cuya épica sentía una especial fascinación. Los oyentes quedamos apabullados.

No era Borges, desde luego, un personaje de trato fácil. Le gustaba sorprender, fastidiar; usando la expresión francesa, «epatar al burgués». Cuando venía a España, practicaba esto con talento y con perseverancia.

Aunque conoció aquí a muchos grandes escritores españoles, sorprendía a los auditorios al proclamar que, entre todos ellos, su predilecto era «mi maestro, el gran poeta judeo-español Rafael Cansinos Asséns».

Cuando le preguntaban su opinión sobre Antonio Machado, solía repetir: «No sabía que Manuel Machado tuviera un hermano».

En sus últimos años, en la terraza de su hotel sevillano, frente a la catedral, acudió a saludarlo Gerardo Diego, viejo compañero de las vanguardias. Al decirle su nombre, Borges se hizo el ignorante: «¿Cuál de los dos, Gerardo o Diego?»

En una nota autobiográfica para una enciclopedia, escribió de sí mismo que «no acabó nunca de gustar de las letras hispanas, pese al hábito de Quevedo».

Le encantaba dar carnaza a los periodistas, en forma de titulares escandalosos. Cuando venía a España, solía repetir que, en su opinión, El Quijote ganaba mucho, traducido al inglés…. Irritarse por una tontería semejante significaba entrar en su juego: justamente, lo que él estaba buscando. Para fastidiar un poco más, añadía que El Quijote era «un best-seller»; pero salvaba a su protagonista, porque lo consideraba un personaje «querible».

Quizá por declaraciones de ese tipo no le dieron el Premio Nobel de Literatura: la vieja historia que se repitió, tantos años. También, por algunas declaraciones ambiguas –no todas– ante la dictadura militar argentina. Se divertía recordando que el peronismo le había hecho «inspector de gallineros». Pasada una brevísima fascinación juvenil por la revolución rusa, abominaba del comunismo: «Ser comunista hoy es sencillo, siempre que esté usted fuera de Rusia».

Contaba que en 1960 se afilió al Partido Conservador: «Es indudablemente el único que no puede suscitar fanatismos». En una época en la que muchos grandes escritores hispanoamericanos cayeron en la seducción de la lamentable dictadura de Fidel Castro, él estuvo totalmente en contra y eso lo aisló.

Al margen de todo esto, que nos puede caer mejor o peor, lo indudable es su categoría literaria. (Muchas veces repitió Borges que lo importante de un escritor es su obra, no las anécdotas de su biografía). Fue el indiscutible representante de una literatura argentina muy culta, que se centra en los juegos de la imaginación y que cristaliza en una serie de mitos repetidos: los gatos, los tigres, los espejos…

A la vez, Borges se inventó la mitología de un Buenos Aires mítico, que jamás existió, en realidad: «Me sueño en Buenos Aires, mi Buenos Aires». Cantó a los gauchos y las milongas populares. Eso sí, opinaba que el tango supone la decadencia sentimental de la milonga y desdeñaba a Carlos Gardel, «una bazofia».

Nunca escribió buscando el aplauso popular pero tampoco se consideraba un aristócrata. Definió su actitud, en tercera persona:

«Le agradaba pertenecer a la burguesía, atestiguada por su nombre. La plebe y la aristocracia, devotas del dinero, del juego, de los deportes, del nacionalismo, del éxito y de la publicidad, le parecían casi idénticas».

Paradójicamente, Borges acabó siendo un mito, entre cierto tipo de lectores avezados. Lo atestigua una anécdota concreta: en El nombre de la rosa, Umberto Eco llama Jorge de Burgos, en claro homenaje a Borges, al bibliotecario ciego que custodia el único manuscrito conservado del Libro Segundo de la Poética de Aristóteles, el que está dedicado a la comedia y a la risa.

La parte de la obra de Borges que más difusión ha alcanzado son los relatos, que podemos encuadrar dentro de la literatura fantástica. Lo dice uno de sus personajes: «Creo haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico». Eso es algo absolutamente aplicable al propio Borges, que proclamaba: «El misterio participa de lo sobrenatural y aún de lo divino».

Sus cuentos poseen una dimensión claramente filosófica: la búsqueda de El Aleph (el título de uno de los más conocidos), ese punto misterioso en el que está contenido todo el universo. Y esa clave puede estar escondida bajo la apariencia del objeto más vulgar: «No hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal».

Borges publicó también importantes libros de poemas. En su juventud, Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929). En su madurez, uniendo prosas y versos, El hacedor (1960).

En una entrevista, en 1963, declaraba tajantemente lo que él se consideraba: «¡Un poeta, evidentemente! ¡Creo que no soy sino eso! Un poeta torpe, pero un poeta… espero».

Cuatro años después, resumía los temas más habituales de su poesía:

«La perplejidad metafísica, los muertos que perduran en mí, la germanística, el lenguaje, la patria, la paradójica suerte de los poetas»…

Aunque dio clases, nunca se consideró un profesor. No le gustaba nada el estudio histórico de la literatura. En un texto básico, titulado La poesía (1980), defiende que todo libro digno de ser leído comienza a existir de verdad solamente «cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, entonces ocurre el hecho estético». Por eso, cualquier libro implica un número infinito de libros: «Hay tantas biblias como lectores tiene la Biblia».

Expresa eso mismo en el poema Un lector (1969):

«Que otros se jacten de las páginas que han escrito:
a mí me enorgullecen las que he leído (…)
Mis noches están llenas de Virgilio».

Defiende Borges que la poesía es, más que ninguna otra cosa, un hecho estético: «El encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro». Y, al ser un hecho estético, no se puede definir:

«Es algo tan evidente, tan inmediato, tan indefinible como el amor, el sabor de la fruta, el agua. Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía».

Cree que la poesía no nos hace descubrir algo nuevo, sino recordar algo que habíamos olvidado. Cita una definición platónica: «Esa cosa liviana, alada y sagrada». Y añade, por su cuenta: «Esa cosa podría ser la música (salvo que la poesía es una forma de la música)».

Los poemas de Borges se alejan bastante de la tradición hispánica. (No hay que olvidar que le influye muchísimo la cultura anglosajona). Evidentemente, la suya es una poesía de pensamiento, de indagación: «Opté por pensar, por el escepticismo». Huye del sentimentalismo barato, pero no quiere eso decir que su poesía sea fría, puramente intelectual.

Un ejemplo concreto. En la Eneida, cuenta Virgilio que, después de la caída de Troya, llegan Eneas y los troyanos a Cartago, el reino de Dido. Allí, contemplan unas pinturas que representan sus desgracias. El verso latino es uno de los que más se han repetido, en la tradición occidental: «Sunt lacrimae rerum…» (‘son las lágrimas de las cosas’). Borges, aparentemente tan frío, comenta que este verso es «uno de los que nos tocan físicamente». Y lo glosa, en su poema Elegía:

«Sin que nadie lo sepa, ni el espejo,
ha llorado unas lágrimas humanas».

No huye Borges de los sentimientos; sí, de los sentimentalismos. Por eso, aconseja a los jóvenes: «Nunca escriban algo embargados por un sentimiento». (Es lo mismo que defendía Bécquer: primero, sentir; luego, escribir).

Se refiere muchas veces Borges al amor, pero siempre habla de ese gran tema con pudor, con ironía. Se han aventurado muchas teorías sobre sus complejas relaciones con el mundo femenino:

«Estuve enamorado muchas veces, más de lo aconsejable. Por desgracia, el amor trae más problemas que beneficios».

Busca Borges el análisis, la expresión precisa, breve, la palabra exacta:

«La ceguera me ha dado una mayor sencillez… El gato es gato. Hay que dejar que la palabra se haga cargo de su significado, confiar en ella. Todo el Nilo está en la palabra Nilo».

Se inserta siempre en una tradición: «Las novedades importan menos que la verdad».

Todas estas características se aplican y pueden ayudarnos a entender el poema que he elegido, Poema de los dones (del libro El hacedor, 1960).

Métricamente, se compone de diez estrofas, cada una de ellas de cuatro versos endecasílabos. Alterna los cuartetos, de rima ABBA, y los serventesios, de rima ABAB.

Plantea aquí Borges uno de los grandes misterios, que han angustiado a los seres humanos en todas las épocas, la desigualdad entre los dones que poseen: las grandes diferencias que nos separan en belleza, riqueza, salud, inteligencia, suerte… ¿Quién no se preguntará por qué otro hombre es más atractivo, más sano, más rico, más inteligente, más feliz que yo? ¿Qué ha hecho esa otra persona para merecerlo?

Eso nos lleva a otra pregunta: ¿quién es el culpable de tanta injusticia? ¿Dios, los dioses, la fortuna? Y eso tiene también una muy grave consecuencia: ¿está regido el mundo por la providencia divina o por el azar? ¿Vivimos en un cosmos o en un caos absurdo? (Ya Leibnitz y Voltaire, en el siglo XVIII, se enredaron en esa polémica).

Todo eso lo muestra este poema de Borges con una trágica paradoja: el poeta que nos habla es un enamorado de los libros… pero no puede leerlos porque es ciego. Es decir, exactamente el caso del propio Borges.

Lo explica con un ejemplo mitológico:

«De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines».

Creo que se refiere a Tántalo, que, movido por su arrogancia, robó a los dioses néctar y ambrosía, divulgó sus secretos. (Es decir, una metáfora de lo que hace el poeta). Su castigo fue terrible, le obligaron a pasar eternamente hambre y sed: metido en una alberca, al lado de árboles frutales, las aguas retrocedían, cuando él intentaba beber; lo mismo que hacían las frutas, cuando él intentaba comer… Es un símbolo trágico de la tentación no satisfecha, de la eterna insatisfacción. (Es decir, de lo que caracteriza al poeta y, en general, a cualquier artista).

En el caso de Borges, su alimento son los «libros infinitos»: los manuscritos que desaparecieron en el incendio de la Biblioteca de Alejandría, «enciclopedias, atlas, cosmogonías»… Pero su castigo es ser ciego.

Aparece aquí otro tema típico de la poesía de Borges: ya he mencionado «los muertos que perduran en mí». Y su consecuencia: ¿soy yo el que actúa o es otro, un doble, un döppelganger? (Continuará este tema Julio Cortázar en sus relatos, en los que tanto influyó Borges):

«Suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días?
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?».

Al final, no necesita el poeta recurrir a la mitología – lejana pero siempre presente, para Borges – sino a un ejemplo histórico muy cercano a él: Paul Groussac, un francés emigrado en Argentina, al que él estimaba mucho y del que escribió varias veces.

Aparte de otras coincidencias literarias, les unían dos hechos muy concretos: Groussac dirigió durante años la Biblioteca Nacional de Argentina, el mismo cargo que luego tuvo Borges. Además, Groussac también fue ciego, como él… Me recuerda esto un título típico de Borges: El jardín de los senderos que se bifurcan.

No hay en este poema frialdad ni intelectualismo sino un humanísimo interrogante: ¿por qué permite Dios que se quede ciego alguien para quien toda su vida son los libros?

Al leerlo, muchos que, gracias a Dios, no somos ciegos hemos sentido también la angustia de Borges porque compartimos su visión, su inolvidable metáfora:

«Yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca…»

Y concreta: «Todos los libros nos están esperando. Siempre he preferido releer a leer».

Lo dice también en otro hermoso texto:

«Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros».

Añade, otra vez: «El amor a los libros es lo que me gustaría dejar como legado».

Por eso, a pesar de todas sus maldades, sentimos cariño –no sólo admiración– por Borges.

Poemas de los dones:

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que, con magnífica ironía,

me dió a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños

a unos ojos sin luz, que sólo pueden

leer en la biblioteca de los sueños

los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día

les prodiga sus libros infinitos,

arduos como los arduos manuscritos

que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)

muere un rey entre fuentes y jardines;

yo fatigo sin rumbo los confines

de esa alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente

y el Occidente, siglos, dinastías,

símbolos, cosmos y cosmogonías

brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca

exploro con el báculo indeciso,

yo, que me figuraba el Paraíso

bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra

con la palabra azar rige estas cosas;

otro ya recibió en otras borrosas

tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías,

suelo sentir con vago horror sagrado

que soy el otro, el muerto, que habrá dado

los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema

de un yo plural y de una sola sombra?

¿Qué importa la palabra que me nombra

si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido

mundo que se deforma y que se apaga

en una pálida ceniza vaga

que se parece al sueño y al olvido.
Jorge Luis Borges.

Otras lecciones de poesía:

* Lecciones de poesía es la sección que cada sábado ofrece el Catedrático de Literatura y crítico taurino de El Debate, Andrés Amorós, en la sección de Cultura.

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