Retrato de Miguel de Unamuno
Sin duda alguna, Unamuno es no sólo un escritor de primera categoría sino también un pensador de talla internacional. Para bien y para mal, su singularidad personal y literaria son indiscutibles.
Comienzo por lo personal, unos pocos datos de su biografía. Nació en Bilbao, en 1864. A su ciudad natal le dedicó su primera novela, Paz en la guerra (1897) pero vivió casi toda su vida en Salamanca, como catedrático.
Allí murió, al comienzo de la guerra civil, el 31 de diciembre de 1936. En el edificio contiguo al de la vieja Universidad se conserva su Casa-Museo, con un riquísimo archivo personal: cartas, manuscritos…
Por mucho que lo estimemos, no cabe negar que don Miguel no fue una persona de carácter fácil. Recuerdo dos anécdotas. Fue a pasar un día con él a Salamanca don Jorge Guillén, siempre modelo de educación. Escribió luego que, en toda esa jornada, Unamuno monopolizó tanto la conversación que él sólo pudo intercalar breves apostillas afirmativas: «¡Ah!... ¡Sí!... ¡Bueno!... ¡Claro!...».
De la segunda anécdota. puedo dar yo testimonio directo. Durante la Primera Guerra Mundial, un grupo de grandes escritores españoles, partidarios del bando aliado («aliadófilos», se les llamaba entonces) visitaron el frente de guerra. Luego, algunos de ellos publicaron sus impresiones: La media noche, de Valle-Inclán; Hermann encadenado, de Pérez de Ayala…
También formaban parte del grupo Azaña, Unamuno y Américo Castro. Esa experiencia fue decisiva para la formación del espíritu liberal, en la generación de 1914.
Le pregunté yo una vez a don Américo, mi maestro y amigo, quién había hecho más difícil la convivencia, en aquellas jornadas. Con su habitual vehemencia, no dudó ni un segundo: «¡Unamuno, por supuesto! Al volver a España, cuando nos despedimos de don Miguel, todos lanzamos un suspiro de satisfacción».
Además del carácter, existía un problema de fondo: el radical individualismo de Unamuno. Era absolutamente reacio a formar parte de un grupo, un club, un partido… No le gustaban las abstracciones, quería partir siempre del hombre concreto.
Y, dentro de eso, evidentemente, el hombre concreto que tenía más cerca, el que conocía mejor, era él mismo. Por eso, se ha dicho que lo suyo no era egoísmo (con la connotación peyorativa que eso tiene) sino «yo-ismo».
Lo aclara alguna anécdota de su vida pública. Aunque vivía en Salamanca, era vasco y así se sentía. Le invitaron a dar una conferencia, en Bilbao, sobre el carácter vasco, creyendo que lo ensalzaría, pero dijo lo contrario de lo que esperaban: los vascos estaban dormidos en las glorias pasadas; debían aprender de los castellanos, un pueblo honrado, austero… Imagínense cómo sentó esto en Bilbao…
Llegaron noticias de todo ello a Salamanca, lo recibieron triunfalmente, le invitaron a hablar sobre el carácter castellano y lo hizo: los castellanos están dormidos en las glorias pasadas, deben aprender de los vascos, trabajadores, emprendedores… Imagínense cómo sentó esto en Salamanca…
El pueblo sevillano llama al que es así «un tío contra». Para bien y para mal, así era Unamuno. Uno de sus libros lleva un título que lo resume bien: Contra esto y aquello.
Lo demuestran sus sucesivas actitudes políticas. De joven, se sintió cercano al socialismo, pero luego se distanció de él. Criticó con dureza a la monarquía. Atacó a la Dictadura de Primo de Rivera y fue condenado al destierro. (Después de Fuerteventura y París, cuando pudo elegir, escogió vivir en Hendaya: la localidad francesa más cercana a España).
Abrazó la causa de la República: de hecho, la proclamó, simbólicamente, en Salamanca; en la primera elección, fue uno de los más votados para ocupar la Presidencia. Luego, también se distanció de ella: le quitaron todos sus cargos y honores.
Valoró positivamente las ideas de José Antonio Primo de Rivera, en un principio. Luego, también criticó a la Falange: lo simboliza el episodio del famoso acto académico, en la Universidad de Salamanca, que últimamente se ha contado tan mal y tan sectariamente. De hecho, sus últimos días los pasó confinado, en su casa salmantina…
Quiere esto decir que Unamuno tuvo el dudoso honor –o el defecto, como prefieran– de pelearse con todos los regímenes políticos que fue conociendo, a lo largo de su vida.
Un gran critico de la literatura europea, Ernest Robert Curtius, lo calificó como «excitator Hispaniae»: ‘el excitador de España', el que la pincha, por considerar que ésa es la mejor manera de sacarla del letargo en que está sumida…
Al comienzo de la guerra civil, Unamuno llegó a la trágica conclusión de que España padecía «una enfermedad mental colectiva, una epidemia de locura, con un sustrato patológico». Temía por igual que la juventud española cayera «en la increíble abyección en que han caído las juventudes de Rusia, de Italia y de Alemania». Se sintió perdido «entre hunos (sic) y otros».
Cultivó todos los géneros literarios: novela, poesía, teatro, filosofía, ensayo, libros de viajes… A la vez, cualquiera de sus lectores sabe bien que, fiel a una estética de raíz romántica, niega los géneros literarios: por eso dice que escribe «nivolas», no novelas; «drumas», no dramas; poesía prosaica y prosa poética… Todas sus obras son «autodiálogos».
Quiere eso decir que reivindica siempre su libertad para volcar todas sus inquietudes en lo que escribe, sin atenerse a norma alguna. Eso tiene una consecuencia clara: lo habitual es que los lectores sientan fervor –o desinterés– por Unamuno en bloque: por su persona y por su obra, en cualquiera de los géneros, no por una sola obra.
De toda la amplia obra literaria de Unamuno, ¿qué libro suyo considero yo esencial, para comprenderlo? Sin duda, el ensayo filosófico Del sentimiento trágico de la vida. ¿Qué libro suyo considero yo más logrado, estéticamente? Sin duda, la novela San Manuel Bueno, mártir. Y resulta que, desde distintos géneros literarios, los dos dicen prácticamente lo mismo.
Anecdóticamente, hace años, la Iglesia católica incluyó en su Índice de Libros Prohibidos dos obras básicas de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo. Eso suponía, por ejemplo, que estaban automáticamente prohibidas por la censura de Franco.
Luego, no sólo desapareció ese Índice, sino que la Iglesia designó, para estar al frente de la Congregación de la Doctrina de la Fe, al belga Charles Moeller, el autor del célebre estudio Literatura del siglo XX y Cristianismo, al que apasionaba tanto Unamuno que aprendió español para leerlo en su propia lengua…
Con su habitual claridad –la «cortesía del filósofo», según Ortega, su maestro– señaló Julián Marías la raíz del pensamiento de Unamuno:
«Se anticipa al existencialismo, yendo más allá. La única cuestión, para él, es si hemos de morir del todo o no. Plantea el tema de la muerte como tema decisivo de la filosofía».
A esa gran pregunta, que a tantos ha angustiado, la resuelven muchos aceptando lo que dice su Iglesia. Eso no le bastaba a Unamuno, acérrimo individualista. No era católico ortodoxo, pero mucho menos, protestante. (Algunos se equivocan porque su imagen parecía la de un pastor, con los picos de la camisa asomando sobre un jersey de cuello alto negro).
Al revés, consideraba superior al catolicismo por su dimensión estrictamente religiosa, frente a la ética del protestantismo.
Otra frecuente respuesta a esa gran pregunta es la que distingue el cuerpo humano, que ha de morir, porque es material, de otro elemento que existe también en nosotros, llámese alma, espíritu o como se quiera: por no ser material, quizá no tenga que morir. Pero Unamuno tampoco acepta este dualismo. Necesita que sobreviva para siempre todo su ser: cuerpo, sangre, uñas…
Opinan algunos que esa inmortalidad, sencillamente, no existe. Creen otros que lo imposible es saber si existe o no. No está de acuerdo Unamuno con ninguna de las dos posturas; cree que ambas son formas de eludir el problema, para quedarse tranquilos. Insiste él: «Si del todo morimos todos, ¿para qué todo?»
No logra creer Unamuno en la inmortalidad, pero tampoco la rechaza: se queda en la duda. Ahora bien, matiza que lo suyo no es una duda escéptica, cómoda, en definitiva, sino una incertidumbre activa, que no para de buscar respuesta, aunque no la encuentre; es decir, una incertidumbre luchadora, agónica. A eso se refiere –no a la cercanía del fin– cuando titula otro libro La agonía del cristianismo.
Esta incertidumbre condiciona todo, tiene múltiples consecuencias. Por ejemplo, el amor supone también un remedio incompleto, una medicina contra la muerte: es el consuelo recíproco de dos personas que saben que van a morir.
La angustia por la muerte es el tema central de la obra filosófica Del sentimiento trágico de la vida y de la novela San Manuel Bueno, mártir. ¿Cómo puede tratarse el mismo tema, tan radical, tan decisivo, en dos géneros literarios tan distintos?
Para Unamuno, lo esencial de una novela no es el argumento; tampoco, la descripción de escenarios y personajes. Usando la fórmula de un escritor norteamericano, Oliver Wendell Holmes, llega a formular su paradoja de los Juanes y los Tomases: cuando hablan dos personas, ¿cuántos hablan, en realidad?
No un solo Juan, sino varios: el Juan que Tomás ve, el Juan que Juan cree ser y, sobre todo, el Juan que Juan quiere ser: éste es el decisivo. (Y lo mismo sucede del lado de Tomás, por supuesto).
Por eso, don Miguel concibe la novela como una búsqueda, un método de conocimiento, un intento de desvelar el misterio de nuestra existencia.
El ejemplo de don Manuel Bueno es claro: se trata de un personaje enigmático, misterioso. Lo vemos desde fuera (la novela está escrita en tercera persona), no alcanzamos a descifrar su secreto.
Es un sacerdote que tiene graves dudas de fe; paradójicamente, los habitantes del pueblo lo veneran como a un santo, a una figura simbólica de Jesucristo: se llama Manuel, es decir, Emmanuel, 'Dios con nosotros'. Él contagia sus inquietudes a su amigo Lázaro (el nombre del amigo al que Jesús resucita). Al final, la narradora, Ángela ('enviada por Dios') nos mantiene en la duda:
«Creo que San Manuel y mi hermano se murieron creyendo no creer en lo que más nos interesa. Dios nuestro Señor, por no sé qué secretos y no escudriñaderos designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso, en el acabamiento de su tránsito, les cayó la venda».
Juega aquí sabiamente Unamuno con las palabras (que es lo mismo que decir: juega con las ideas). Utiliza el doble sentido del verbo «creer»: evidentemente, significa 'tener fe religiosa'. Pero también puede querer decir ‘imaginarse algo’, sugiriendo que no es verdad. (En el lenguaje coloquial, si, hablando de una chica, yo digo: «se cree guapa», estoy sugiriendo claramente que no lo es).
Don Manuel y Lázaro «se murieron creyendo no creer»; es decir, imaginando que no tenían fe religiosa. El sujeto de la frase siguiente es Dios, no son ellos. Quiere decirse: la fe religiosa es un don de Dios, no depende sólo de nuestra voluntad.
En el momento de morir, a los dos amigos «se les cayó la venda»: es decir, vieron claro. Pero no dice el autor si lo que vieron es que la fe religiosa es verdad o es solamente una ilusión que nos hacemos. En todo caso, la frase depende de un adverbio de duda, que deja abierto todo: «quizá».
Todavía añade Unamuno un mensaje más, en forma de pregunta: «Y yo, ¿creo?». No se lo plantea un personaje tan singular como don Manuel, sino Ángela; es decir, una mujer vulgar y corriente, sin estudios ni experiencias extraordinarias.
Por lo tanto, cuando ella se hace esa pregunta, está sugiriendo claramente Unamuno que la gran cuestión nos afecta por igual a todos los seres humanos, hombres o mujeres, sabios o ignorantes. El hecho de que se lo pregunte también Ángela equivale a implicar también al lector, a preguntarle: y tú, lector, ¿crees?
Del sentimiento trágico de la vida se publicó en 1913. San Manuel Bueno mártir está fechado en Salamanca en 1930.No nos extraña que vuelva sobre el mismo tema diecisiete años después: le obsesionó a Unamuno toda su vida. Lo sorprendente es que trate en una novela lo que antes había estudiado en un tratado filosófico.
Evidentemente, la filosofía supone un tratamiento más racional, con un lenguaje más preciso. A cambio de eso, la novela nos permite ver el problema encarnado en un ser de carne y hueso (una obsesión de Unamuno); también, llegar a un lector más amplio, porque a todos nos afecta…
Unamuno publicó también varios libros de poemas: Poesías. Rosario de sonetos líricos. El Cristo de Velázquez. De Fuerteventura a París. Romancero del destierro…
Dentro de la obra literaria de Unamuno, la poesía ha sido, tradicionalmente, lo menos apreciado por la crítica. Algunos atribuyeron al origen vasco su dureza de oído; se le acusó de haber renunciado a lo irrenunciable: el mundo sensorial.
Según Guillermo de Torre, la suya fue una poesía «a contratiempo». No es extraño, Unamuno desdeñaba las modas literarias: «No modernismo, eternismo es lo que yo quiero…».
A pesar de eso, nada menos que el máximo modernista, Rubén Darío, afirmó que Unamuno fue, ante todo, poeta. De hecho, la poesía fue su debilidad máxima y permanente. Sin embargo, no publicó su primer libro de versos, Poesías, hasta 1907, a los cuarenta y tres años.
Han defendido su excepcional categoría como poeta, entre otros, José María de Cossío, Julián Marías, Pedro Laín, Luis Rosales, Dionisio Ridruejo, Ricardo Gullón, José María Valverde…
Un lector tan exigente como Luis Cernuda opina que «los defectos no impiden que Unamuno sea, probablemente, el mayor poeta que España ha tenido en lo que va de siglo».
Prefería Unamuno un estilo «esquinudo (sic), picoso, hecho de ángulos y no de curvas», porque –decía– «no todo ritmo se desenvuelve en curvas». Llegó a dictaminar algo sorprendente y tajante: «Algo que no es música es la poesía». Es decir, justamente lo contrario de lo que había preconizado Verlaine, maestro del modernismo: «De la musique avant toute chose».
Al comienzo de su primer libro, formula Unamuno ya su objetivo en un Credo poético: densidad del contenido, fusión de sentir y pensar, desnudez en la expresión, cántico interior…
He escogido un poema del Cancionero, la obra póstuma de Unamuno, publicada por Federico de Onís en 1953. Comprende 1.755 poemas, de tema muy variado. El subtítulo aclara lo que es: un Diario poético, escrito desde 1928 hasta su muerte, en 1936.
Por eso, quería incluir en él todos sus poemas de una época, los mejores y los peores. Como dice Ricardo Gullón, es «un corpus sin antecedentes en la poesía española»: un libro inacabable, que había de quedar inacabado.
El mismo Luis Cernuda señala su desigualdad: en él, elogia que, a veces, Unamuno «alcanza la mayor fluidez y gracia poética». Otras veces, en cambio, lo censura con dureza: «Para el admirador del poeta, la lectura es penosa en muchas ocasiones por lo absurdo, si no grotesco, de muchos de estos versos».
Cernuda podía ser malvado, pero era un excelente lector de poesía. En el Cancionero, encuentro hermosos poemas meditativos, junto a otros, más difíciles de apreciar. A Unamuno le arrastran, a veces, el juego fónico y conceptista, las posibilidades creadoras de la palabra y de la rima, el asociacionismo verbal…
Como se trata de un diario –eso sí, escrito en verso–, cualquier hecho, sentimiento, recuerdo o lectura puede ser el punto de partida para el comentario de Unamuno.
Por ejemplo, la famosísima frase de Hamlet, en su monólogo: «Morir, dormir… Dormir, tal vez soñar» (que también inspiró a Antonio Machado). La glosa Unamuno en el último poema del Cancionero, fechado así: «28 – día de Inocentes – XII – 36», trs días antes de morir:
morir, la muerte es sueño: una ventana
hacia el vacío; no soñar; nirvana;
del tiempo al fin la eternidad se adueña».
Quiero también recordar esta sencilla y conmovedora oración:
«Méteme, Padre mío, en tu pecho,
misterioso hogar,
que vengo deshecho
de tanto bregar».
El poema que he elegido forma parte también del Cancionero y está fechado en 1929, un par de años antes de San Manuel Bueno, mártir. Su antecedente claro es otro, del mismo libro, que trata del tema de la lectura, entendida como la auténtica vida:
que otros soñaron.
Leer, leer, leer, el alma olvida
las cosas que pasaron.
Se quedan las que quedan, las ficciones,
las flores de la pluma,
las solas, las humanas creaciones,
el poso de la espuma.
Leer, leer, leer, ¿seré lectura
mañana también yo?
¿Seré mi creador, mi criatura,
seré lo que pasó?».
El tema que ahora me interesa aparece en los últimos cuatro versos; sobre todo, en esa penúltima pregunta: «¿Seré lectura / mañana también yo?».
Por supuesto, estaba claro que las obras de Unamuno iban a seguir leyéndose, después de su muerte: él lo sabía de sobra, lo deseaba y lo cuidaba. Todo lo que hoy se conserva en la Casa-Museo de Salamanca lo demuestra de sobra. Pero ¿de qué forma iban a leerse? ¿Para qué? ¿Con qué sentido?
El poema elegido, Mi destierro, consta de cuatro redondillas: versos octosílabos, que riman en consonante ABBA. Comienza con una divagación filosófica algo oscura sobre la memoria y el recuerdo. Lo que me interesa destacar, por supuesto, son los últimos seis versos, desde «Cuando me creáis más muerto…».
Citando a Walt Whitman, había repetido muchas veces Unamuno la frase que podría resumir todo su Cancionero: «Esto no es un libro, es un hombre».
Para entender el final del poema, hemos de volver a lo comentado sobre Del sentimiento trágico de la vida. Unamuno se declara incapaz de resolver lo único que de verdad le importa: «Si del todo morimos todos». Se queda en una incertidumbre agónica, luchadora. En su permanente búsqueda, no encuentra un remedio total pero sí encuentra dos pequeños, insuficientes consuelos: los hijos y los libros.
Ante todo, la herencia física, biológica. Mientras permanezca en mis sucesores algo de mí (células, ADN, llámelo la ciencia como quiera), no habré muerto del todo; especialmente, mientras ellos me mantengan vivo, en sus recuerdos.
Lo mismo sucede con las obras que él ha escrito: para Unamuno, sus libros son él mismo, su mejor expresión. Por eso, mientras esas obras sigan leyéndose, él seguirá vivo.
Subrayo que Unamuno no usa el verbo «leer»; mucho menos, «estudiar», «preparar un examen», «hacer un resumen»… ¡Nada de eso! Además de esperar– se sobreentiende – una lectura libre, no obligada, está pensando en un lector que, al leer sus libros, «retiembla» y «vibra»: se emociona, se «con-mueve», revive las ideas y los sentimientos del escritor.
Así, a partir de la gran pregunta sobre la inmortalidad, Unamuno concede a la literatura un papel realmente trascendental: escribir es, para él, el único modo – junto a los hijos físicos – de vencer, en parte, a la muerte.
Muchos años después de su muerte física, sus libros nos siguen emocionando, conmoviendo, haciéndonos vibrar y retemblar… Por eso, a pesar de todas sus imperfecciones, Unamuno sigue estando hoy muy vivo.
Mi destierro
Voy a vivir del recuerdo.
Buscadme, si me os pierdo,
en el yermo de la historia.
Que es enfermedad la vida
y muero viviendo enfermo.
Me voy, pues, me voy al yermo
donde la muerte me olvida.
Y os llevo conmigo, hermanos,
para poblar mi desierto.
Cuando me creáis más muerto,
retemblaré en vuestras manos.
Aquí os dejo mi alma-libro,
hombre-mundo verdadero.
Cuando vibres todo entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.
Miguel de Unamuno
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- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.
* Lecciones de poesía es la sección que cada sábado ofrece el Catedrático de Literatura y crítico taurino de El Debate, Andrés Amorós, en la sección de Cultura.