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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

Se canta lo que se pierde

Antonio Machado (1875-1939): ‘Canciones a Guiomar’

Act. 12 nov. 2025 - 09:26

Antonio Machado y Guiomar

Antonio Machado y GuiomarWikipedia

Cualquier estudioso conoce la historia, sorprendente y fascinante, de los amores de Antonio Machado y Guiomar. En 1929, la aparición de las Canciones a Guiomar –explica Rafael Lapesa– «significaron, para los lectores de Antonio Machado, la cumbre de un proceso anímico, en curso desde años atrás».

Años después, las Otras canciones a Guiomar reforzaron el interrogante: ¿se trataba de un artificio literario, solo un «amor cortés», o de un amor real por una mujer de carne y hueso? En cualquier caso, se resquebrajaba así esa imagen de un poeta que se había hundido para siempre en la soledad y la melancolía, después de la muerte de Leonor, su esposa.

La revelación definitiva llegó en 1950, con el libro de Concha Espina, De Antonio Machado a su grande y secreto amor. Aunque circuló muy poco, extendió la noticia, entre velos y novelerías: se trataba de una relación real, clandestina. El libro incluía algunos fragmentos de preciosas cartas, pero, para guardar las formas, «mataba» a Guiomar.

Contribuyeron a levantar el velo José Luis Cano y Justina Ruiz de Conde. José María Moreiro, en su libro Guiomar, un amor imposible de Machado, transmitió el testimonio personal de la propia Guiomar; es decir, de Pilar Valderrama. (En sus cartas, Antonio Machado la llama Guiomar: probablemente, como recuerdo a la mujer de Jorge Manrique, al que los dos enamorados tanto admiraban).

Finalmente, en 1981, Pilar Valderrama aclaró definitivamente la historia – obviamente, desde su punto de vista – y publicó las cartas de Antonio Machado (las que ella no había quemado) en el libro Sí, soy Guiomar (Memorias de mi vida). Después de eso, Nieves Herrero publicó sobre este tema la novela Esos días azules.

Volvamos atrás, para contar la historia desde el principio. En 1909, cuando Antonio Machado era Catedrático de Francés en Soria, se casó con la hija de su patrona, Leonor, que acababa de cumplir los quince años. Ella enfermó gravemente y murió, en 1912. El poeta se hundió en la soledad y en la melancolía:

«Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar».

Ese parecía ser su destino, para siempre. Pero el tiempo apacigua todos los dolores y llega hasta a difuminar los más queridos recuerdos:

«Mas, pasado el primer aniversario,
¿cómo eran – preguntó -, pardos o negros
sus ojos? ¿Glaucos?... ¿Grises?».

Sin darse cuenta, todavía, Machado empezaba, de nuevo, a querer vivir.

Pilar de Valderrama había nacido en 1889; era catorce años más joven que Antonio. No tuvo una infancia feliz: a los seis años, murió su padre. Su madre se casó de nuevo y el nuevo matrimonio salió mal. A ella, de niña, la llamaban «rara»: se refugió en la poesía, en la música. A los diecinueve años, se casó con el ingeniero Rafael Martínez Romarate, que tenía veintisiete. Vivían bien, en Rosales, en un chaletito con jardín, pero ella seguía sin ser feliz. Publicó un libro de poemas, Huerto cerrado.

En 1928, cuando tenía 39 años, su marido le contó que una joven con la que mantenía relaciones desde hacía años se había tirado por el balcón de su casa, en la calle de Alcalá.

Buscando paz y soledad, Pilar se fue a Segovia. Una amiga la puso en relación con Antonio Machado, al que habían trasladado al Instituto de esa ciudad. Él fue a visitarla, a su Hotel. Como hacía buena noche, pasearon juntos hasta el Alcázar. Al día siguiente, él le mandó, dedicado, el libro de sus Poesías completas, con esta nota:

«Su tristeza me ha producido una profunda impresión. Si mi amistad le puede proporcionar algún consuelo, se la ofrezco sinceramente. Le ruego que me permita verla de nuevo, cuando y como Ud. quiera».

Él comenzó a dedicarle poemas. En uno de ellos, se aplica a sí mismo el verso inicial de la Divina Comedia:

«Nel mezzo del camin pasóme el pecho
la flecha de un amor intempestivo…».

Admitía ya Antonio que se trataba de un nuevo amor, pero temía que le había llegado. Ya, tarde. Se sentía un hombre mayor, melancólico; no quería hacer el ridículo. A la vez, tenía una nueva ilusión:

«Huye del triste amor, amor pacato,
sin peligro, sin venda ni aventura,
que espera del amor prenda segura,
porque, en amor, locura es lo sensato».

Lo que ella sentía es que estaba poniendo en riesgo toda su vida: su matrimonio, sus hijos, sus creencias religiosas, su posición social…

En Madrid, los dos daban largos paseos por los jardines de la Moncloa. Se sentaban a ver atardecer en un banco de piedra, junto a una fuente, a la que ellos llamaban ya «la fuente del amor».

Al llegar el invierno, se encontraban una vez a la semana, los días en que él venía de Segovia, en un viejo café de barrio, en la calle Reina Victoria, cerca de Cuatro Caminos.

Para combatir el frío, Antonio había conseguido que el dueño les prestara una estufilla de petróleo. Allí le leía los poemas que él le dedicaba y sus obras de teatro, antes de estrenarlas. Según Pilar, incluyó en La Lola se va a los puertos dos versos de ella:

«El corazón de la Lola
sólo en la copla se entrega».

Continuaron así durante siete años, viéndose y escribiéndose cartas. Antonio se había enamorado como un adolescente:

«Volveré a ser feliz con tu imagen rememorada y recordando una por una tus palabras y tus labios, ¡y tus ojos! Tu cabeza adorada, tus manos… Pilar, ¡cuánta vida has venido a dar a tu poeta! (…) El amor tiene más gestos que palabras y, cuando se complica con las necesidades del freno… ¡Ay, Pilar! tú no sabes bien lo que es tener tan cerca a la mujer que se ha esperado toda una vida, al sueño hecho carne, a la diosa (…) Pienso yo que los amores, aún los más realistas, se dan en sus tres cuartas partes en el retablo de nuestra imaginación».

Así la llamaba: su «diosa». Pero su amor no era completo: ella imponía el «freno» de sus principios morales: era una mujer casada…

Pero él concluía sus cartas despidiéndose como un chiquillo:

«¡Adiós, preciosa, encanto, milagro, maravilla, reina, diosa de mis entrañas, adiós! El corazón de tu loco, más loco que nunca, quisiera volar hacia ti como un gerifalte, como un azor, al puño de su dueña. ¡Adiós, adiós! Escribe a tu loco. Tuyo, tuyísimo, archituyo…».

Para mitigar el dolor de la distancia, inventaron un ingenuo juego de enamorados: de once a doce de la noche, se encontrarían, los dos, con la imaginación, en su tercer mundo, reservado para ellos…

Antonio, un poco más realista, seguía quejándose de la distancia:

«¡Tantos días de ausencia! Porque desde el viernes pasado no te he visto. La hora del último sol es hoy, para mí, la más triste de todas. ¡Dios mío! Otra vez vuelvo a pensar en morirme».

Una vez, la cita fue imposible porque ella cayó enferma, con gripe. A distancia, él intentaba cuidarla:

«No te preocupes ni hagas nada violento por escribirme. Quieta, arropadita, en tu cama, porque allí está –a tu cabecera– tu poeta, dándote el calor de su corazón. Te aconsejo mucho abrigo y, para sudar un poco, tomar un ponche con una copita de coñac. Es mano de santo».

Alguna vez, él se lamentaba por no consumar su amor:

«Pienso, Pilar, que somos demasiado buenos. ¿Tendremos que arrepentirnos de ello algún día? Arrepentirse de la virtud, ¡extraña paradoja!».

A pesar de los límites de su relación, él continuaba soñando con ella, en sus poemas:

«En un jardín te he soñado,
alto, Guiomar, sobre el río,
jardín de un tiempo cerrado
con verjas de hierro frío».

Le repetía que ella era el único verdadero amor de su vida:

«El secreto es, sencillamente, que yo no he tenido más amor que éste. Ya hace tiempo que lo he visto claro. Mis otros amores sólo han sido sueños, a través de los cuales vislumbraba yo la mujer ideal, la diosa. Cuando ésta llegó, todo lo demás se ha borrado. Solamente el recuerdo de mi mujer queda en mí, porque la muerte y la piedad lo han consagrado».

Machado recibió con ilusión la llegada de la República; Pilar, con mucho temor: murió su madre, se alteró su salud. Por consejo de Marañón, se fue con su familia de Madrid: alquilaron un hotelito en Hendaya, junto al río Bidasoa, viendo a lo lejos Fuenterrabía.

Allí acudió Antonio una sola vez y los dos enamorados vivieron un encuentro muy singular. Caminaron juntos, cerca del mar. Él le puso unos pendientes que le había traído, como regalo. El paseo se prolongó y surgió cierto contacto físico:

«En el nácar frío
de tu zarcillo en mi boca,
Guiomar, y en el calofrío
de una amanecida loca (…)
¡Y en la tersa arena
cerca de la mar,
tu carne rosa y morena,
súbitamente, Guiomar!».

Es imposible saber en qué se concretó esa «amanecida loca» pero Antonio Machado no la olvidó nunca. Al llegar el día de su Santo, le envió, como regalo, un soneto, en el que de nuevo se comparaba con el enamorado Dante:

«Perdón, Madona del Pilar, si llego,
al par que nuestro amado florentino
con una mata de serrano espliego,
con una rosa de silvestre espino».

Después de la guerra, cuando se publicó este soneto, creyeron algunos que estaba dedicado a la Virgen del Pilar… En sus cartas, Antonio seguía refiriéndose a sus deseos no cumplidos:

«Se sueña frecuentemente lo que ni siquiera se atreve uno a pensar. Por eso son los sueños los complementarios de nuestra vigilia… Soñé, sencillamente, que me casaba contigo. Era en una de estas viejas ciudades de mi destierro, que el sueño no precisa – Segovia, Soria…-, vaga ciudad de Castilla, una mañana, poco después del alba. Tú ibas camino de la iglesia con manto y mantilla negras y, en la mano, un libro de misa. Yo te seguía, diciéndote versos… Era a la orilla de un río, entre álamos. Paseábamos juntos. Al fin, en una iglesia, la de Santa María la Mayor de Soria, donde yo me casé. Allí estuvimos arrodillados, juntos, después de la ceremonia. Había un enorme gentío y sonaba el órgano. El sueño se complicaba con recuerdos auténticos de mi boda, pero con esta diferencia: mi estado de espíritu era, en esta ocasión, de una alegría rebosante, todo lo contrario de lo que fue en mis nupcias auténticas. La ceremonia fue entonces, para mí, un verdadero martirio. Y, ahora, salía yo contigo, del brazo, lleno de alegría y de orgullo. Se diría que, en el sueño, tomaba yo el desquite de nuestro secreto amor, pregonándolo a los cuatro vientos… El resto del sueño, no te lo puedo contar. Es demasiado feliz, aún para sueño».

Quevedo era menos púdico, al expresar sus deseos:

«¡Ay, Floralba! Soñé que te … ¿dirélo?
Sí, pues, que sueño fue, que te gozaba.
¿Y quien sino un amante que soñaba
juntara tanto infierno a tanto cielo?».

Otra noche, volvió a soñar Antonio Machado con su boda con Guiomar, pero añadiéndole un detalle de humor: el oficiante era nada menos que Unamuno:

«He soñado que estábamos juntos en Segovia, paseando de noche por los claustros del Parral. Allí nos encontramos a don Miguel de Unamuno, vestido de fraile, cantando La Marsellesa. ¿Qué te parece el sueño? Después, nos cogió de la mano, nos llevó al altar mayor, nos echó una bendición y desapareció. El resto del sueño no puedo recordarlo bien, pero era muy agradable y muy complicado, con una música maravillosa…».

La guerra aumentó la separación de los enamorados. Asustada por los horrores que se vivían en el Madrid rojo, Guiomar se fue, con su familia, a Portugal. Antonio se fue a Valencia. Desde Rocafort, le envió este soneto de difícil rima, «que acabo de escribirte. Con él va todo mi amor»:

«De mar a mar, entre los dos, la guerra,
más honda que la mar. En mi parterre,
miro a la mar que el horizonte cierra.
Tú, asomada, Guiomar, a un Finisterre,

miras hacia otro mar, la mar de España,
que Camoens cantara, tenebrosa.
Acaso a ti mi ausencia te acompaña.
A mí me duele tu recuerdo, diosa.

La guerra dio al amor tal tajo fuerte.
Y es la total angustia de la muerte,
con la sombra infecunda de tu llama

y la soñada miel de amor tardío
y la flor imposible de la rama,
que ha sentido del hacha el corte frío».

Desde la distancia, sintiendo cada vez más cerca el final, Antonio seguía escribiendo a Guiomar:

«Si algún día sabes que estoy enfermo, muy enfermo, no dejes de venir a verme. Será para mí un gran consuelo. Porque tú eres, no lo dudes, el gran amor de mi vida. No dejes de recordarme en tus oraciones, como yo te tengo siempre en las mías».

Y se despedía de ella, también, en sus poemas:

«Sé que habrás de llorarme cuando muera
para olvidarme, y, luego,
poderme recordar, limpios los ojos,
que miran en el tiempo.
Más allá de tus lágrimas y de
tu olvido, en tu recuerdo,
me siento ir por una senda clara,
por un ‘Adiós, Guiomar’, enjuto y serio».

Cuando Antonio murió, en Colliure, su hermano José encontró, en el bolsillo de su gabán, un papelillo arrugado. Era lo último que escribió, recordando su niñez, en Sevilla: «Estos días azules y este sol de la infancia…».

Pilar escuchó la noticia de su muerte por la radio, en su casa de Palencia, cuando estaba velando a su hijo, enfermo. En la posguerra, Rafael, su marido, dirigió la luminotecnia del teatro María Guerrero.

Cuando dejó Madrid, durante la guerra, Pilar quemó muchas cartas de Antonio Machado: conservó solamente treinta y seis de las doscientas cuarenta que él le había enviado. Vivió cuarenta años más, hasta 1979: murió a los noventa años.

Opinan algunos críticos que ella fue, para Antonio, solamente una amada ideal, una figura literaria. Basándose en las cartas del poeta, otros opinan – opinamos – que fue un amor real: devolvió al poeta, en su madurez, la ilusión de un nuevo amor.

Aunque parezcan opuestas, las dos teorías no lo son. Para un escritor, las dos cosas son compatibles. Lo dijo ya Antonio Machado, en unos versitos inolvidables:

«Todo amor es fantasía.
Él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás».

Sí existió Pilar de Valderrama, con todas sus limitaciones. Y, para Antonio Machado, sí existió Guiomar:

«¡Siempre tú! Guiomar, Guiomar,
mírame en ti, castigado:
reo de haberte creado.
Ya no te puedo olvidar».

En su gabán, cuando murió, guardaba también Antonio Machado otro poema, una variante de una de sus Canciones a Guiomar. Es el que he elegido. Son solamente cuatro versos, una redondilla: «Y te enviaré mi canción…» (Le ha puesto música y la canta Amancio Prada).

Llama la atención la inusitada mención, en el verso tercero de este poemita, de algo tan exótico, tan alejado de la sobriedad castellana de Machado, como «un papagayo verde». ¿Por qué lo eligió?

Los papagayos tienen una amplia presencia en la poesía castellana. Ya los menciona el Arcipreste de Hita: «Son aves pequeñas papagayo e oriol». Por su brillante colorido, son un tema decorativo en la poesía barroca (Lope) y en el modernismo (Nicolás Guillén). Los fabulistas del siglo XVIII los presentan como ejemplo del falso sabio; por ejemplo, Iriarte: «Muchos de estos papagayos / hay, que presumen de sabios». En su Canto general, Pablo Neruda les concede un valor simbólico, como «voces de América»…

Todo esto queda muy lejano de la poesía de Antonio Machado. Más tiene que ver con el don Luis de Góngora, en sus Soledades, cuando habla de los papagayos como «aves que hablan con voces humanas».

Lo esencial del poemita de Machado es el verso segundo: «Se canta lo que se pierde». El papagayo que quiere enviar a Guiomar ha aprendido a repetirlo: es un mensajero, un portavoz, un alter ego del poeta. Le seguirá repitiendo a ella lo mismo, cuando él esté ausente y cuando haya desaparecido para siempre.

Esto sí que encaja bien con Antonio Machado y posee una hermosa, profunda sencillez. En estos cuatro versitos, nos está dando una nueva versión de uno de los símbolos más universales, desde la Biblia, el del paraíso perdido. Lo evocan San Agustín, Dante, Milton, Wordsworth, O’Neill, Antonio Gala… Lo resume brillantemente Proust: «El único paraíso es el paraíso perdido».

Una vez más, alcanza Antonio Machado la hondura sin necesidad de adornos retóricos: él busca siempre la verdad desnuda. En este caso, además, le quita solemnidad con la referencia casi burlesca al papagayo. Con máxima sencillez, nos da una de las mejores definiciones que yo conozco de la poesía: «Se canta lo que se pierde».

Salvo los muy vanidosos, no solemos cantar lo que poseemos, lo que hemos conseguido. Deseamos siempre lo que nos falta. Y, el que es poeta, lo canta. Tiene razón Antonio Machado: «se canta lo que se pierde». Gracias a él, no lo hemos perdido del todo.

Canciones a Guiomar:

Y te enviaré mi canción:

«Se canta lo que pierde»,

con un papagayo verde

que la diga, en tu balcón.

Antonio Machado.

Otras lecciones de poesía:

* Lecciones de poesía es la sección que cada sábado ofrece el Catedrático de Literatura y crítico taurino de El Debate, Andrés Amorós, en la sección de Cultura.

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