Antonio Machado y Guiomar
Cualquier estudioso conoce la historia, sorprendente y fascinante, de los amores de Antonio Machado y Guiomar. En 1929, la aparición de las Canciones a Guiomar –explica Rafael Lapesa– «significaron, para los lectores de Antonio Machado, la cumbre de un proceso anímico, en curso desde años atrás».
Años después, las Otras canciones a Guiomar reforzaron el interrogante: ¿se trataba de un artificio literario, solo un «amor cortés», o de un amor real por una mujer de carne y hueso? En cualquier caso, se resquebrajaba así esa imagen de un poeta que se había hundido para siempre en la soledad y la melancolía, después de la muerte de Leonor, su esposa.
La revelación definitiva llegó en 1950, con el libro de Concha Espina, De Antonio Machado a su grande y secreto amor. Aunque circuló muy poco, extendió la noticia, entre velos y novelerías: se trataba de una relación real, clandestina. El libro incluía algunos fragmentos de preciosas cartas, pero, para guardar las formas, «mataba» a Guiomar.
Contribuyeron a levantar el velo José Luis Cano y Justina Ruiz de Conde. José María Moreiro, en su libro Guiomar, un amor imposible de Machado, transmitió el testimonio personal de la propia Guiomar; es decir, de Pilar Valderrama. (En sus cartas, Antonio Machado la llama Guiomar: probablemente, como recuerdo a la mujer de Jorge Manrique, al que los dos enamorados tanto admiraban).
Finalmente, en 1981, Pilar Valderrama aclaró definitivamente la historia – obviamente, desde su punto de vista – y publicó las cartas de Antonio Machado (las que ella no había quemado) en el libro Sí, soy Guiomar (Memorias de mi vida). Después de eso, Nieves Herrero publicó sobre este tema la novela Esos días azules.
Volvamos atrás, para contar la historia desde el principio. En 1909, cuando Antonio Machado era Catedrático de Francés en Soria, se casó con la hija de su patrona, Leonor, que acababa de cumplir los quince años. Ella enfermó gravemente y murió, en 1912. El poeta se hundió en la soledad y en la melancolía:
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar».
Ese parecía ser su destino, para siempre. Pero el tiempo apacigua todos los dolores y llega hasta a difuminar los más queridos recuerdos:
¿cómo eran – preguntó -, pardos o negros
sus ojos? ¿Glaucos?... ¿Grises?».
Sin darse cuenta, todavía, Machado empezaba, de nuevo, a querer vivir.
Pilar de Valderrama había nacido en 1889; era catorce años más joven que Antonio. No tuvo una infancia feliz: a los seis años, murió su padre. Su madre se casó de nuevo y el nuevo matrimonio salió mal. A ella, de niña, la llamaban «rara»: se refugió en la poesía, en la música. A los diecinueve años, se casó con el ingeniero Rafael Martínez Romarate, que tenía veintisiete. Vivían bien, en Rosales, en un chaletito con jardín, pero ella seguía sin ser feliz. Publicó un libro de poemas, Huerto cerrado.
En 1928, cuando tenía 39 años, su marido le contó que una joven con la que mantenía relaciones desde hacía años se había tirado por el balcón de su casa, en la calle de Alcalá.
Buscando paz y soledad, Pilar se fue a Segovia. Una amiga la puso en relación con Antonio Machado, al que habían trasladado al Instituto de esa ciudad. Él fue a visitarla, a su Hotel. Como hacía buena noche, pasearon juntos hasta el Alcázar. Al día siguiente, él le mandó, dedicado, el libro de sus Poesías completas, con esta nota:
Él comenzó a dedicarle poemas. En uno de ellos, se aplica a sí mismo el verso inicial de la Divina Comedia:
la flecha de un amor intempestivo…».
Admitía ya Antonio que se trataba de un nuevo amor, pero temía que le había llegado. Ya, tarde. Se sentía un hombre mayor, melancólico; no quería hacer el ridículo. A la vez, tenía una nueva ilusión:
sin peligro, sin venda ni aventura,
que espera del amor prenda segura,
porque, en amor, locura es lo sensato».
Lo que ella sentía es que estaba poniendo en riesgo toda su vida: su matrimonio, sus hijos, sus creencias religiosas, su posición social…
En Madrid, los dos daban largos paseos por los jardines de la Moncloa. Se sentaban a ver atardecer en un banco de piedra, junto a una fuente, a la que ellos llamaban ya «la fuente del amor».
Al llegar el invierno, se encontraban una vez a la semana, los días en que él venía de Segovia, en un viejo café de barrio, en la calle Reina Victoria, cerca de Cuatro Caminos.
Para combatir el frío, Antonio había conseguido que el dueño les prestara una estufilla de petróleo. Allí le leía los poemas que él le dedicaba y sus obras de teatro, antes de estrenarlas. Según Pilar, incluyó en La Lola se va a los puertos dos versos de ella:
sólo en la copla se entrega».
Continuaron así durante siete años, viéndose y escribiéndose cartas. Antonio se había enamorado como un adolescente:
Así la llamaba: su «diosa». Pero su amor no era completo: ella imponía el «freno» de sus principios morales: era una mujer casada…
Pero él concluía sus cartas despidiéndose como un chiquillo:
Para mitigar el dolor de la distancia, inventaron un ingenuo juego de enamorados: de once a doce de la noche, se encontrarían, los dos, con la imaginación, en su tercer mundo, reservado para ellos…
Antonio, un poco más realista, seguía quejándose de la distancia:
Una vez, la cita fue imposible porque ella cayó enferma, con gripe. A distancia, él intentaba cuidarla:
Alguna vez, él se lamentaba por no consumar su amor:
A pesar de los límites de su relación, él continuaba soñando con ella, en sus poemas:
alto, Guiomar, sobre el río,
jardín de un tiempo cerrado
con verjas de hierro frío».
Le repetía que ella era el único verdadero amor de su vida:
Machado recibió con ilusión la llegada de la República; Pilar, con mucho temor: murió su madre, se alteró su salud. Por consejo de Marañón, se fue con su familia de Madrid: alquilaron un hotelito en Hendaya, junto al río Bidasoa, viendo a lo lejos Fuenterrabía.
Allí acudió Antonio una sola vez y los dos enamorados vivieron un encuentro muy singular. Caminaron juntos, cerca del mar. Él le puso unos pendientes que le había traído, como regalo. El paseo se prolongó y surgió cierto contacto físico:
de tu zarcillo en mi boca,
Guiomar, y en el calofrío
de una amanecida loca (…)
¡Y en la tersa arena
cerca de la mar,
tu carne rosa y morena,
súbitamente, Guiomar!».
Es imposible saber en qué se concretó esa «amanecida loca» pero Antonio Machado no la olvidó nunca. Al llegar el día de su Santo, le envió, como regalo, un soneto, en el que de nuevo se comparaba con el enamorado Dante:
al par que nuestro amado florentino
con una mata de serrano espliego,
con una rosa de silvestre espino».
Después de la guerra, cuando se publicó este soneto, creyeron algunos que estaba dedicado a la Virgen del Pilar… En sus cartas, Antonio seguía refiriéndose a sus deseos no cumplidos:
Quevedo era menos púdico, al expresar sus deseos:
Sí, pues, que sueño fue, que te gozaba.
¿Y quien sino un amante que soñaba
juntara tanto infierno a tanto cielo?».
Otra noche, volvió a soñar Antonio Machado con su boda con Guiomar, pero añadiéndole un detalle de humor: el oficiante era nada menos que Unamuno:
La guerra aumentó la separación de los enamorados. Asustada por los horrores que se vivían en el Madrid rojo, Guiomar se fue, con su familia, a Portugal. Antonio se fue a Valencia. Desde Rocafort, le envió este soneto de difícil rima, «que acabo de escribirte. Con él va todo mi amor»:
más honda que la mar. En mi parterre,
miro a la mar que el horizonte cierra.
Tú, asomada, Guiomar, a un Finisterre,
miras hacia otro mar, la mar de España,
que Camoens cantara, tenebrosa.
Acaso a ti mi ausencia te acompaña.
A mí me duele tu recuerdo, diosa.
La guerra dio al amor tal tajo fuerte.
Y es la total angustia de la muerte,
con la sombra infecunda de tu llama
y la soñada miel de amor tardío
y la flor imposible de la rama,
que ha sentido del hacha el corte frío».
Desde la distancia, sintiendo cada vez más cerca el final, Antonio seguía escribiendo a Guiomar:
Y se despedía de ella, también, en sus poemas:
para olvidarme, y, luego,
poderme recordar, limpios los ojos,
que miran en el tiempo.
Más allá de tus lágrimas y de
tu olvido, en tu recuerdo,
me siento ir por una senda clara,
por un ‘Adiós, Guiomar’, enjuto y serio».
Cuando Antonio murió, en Colliure, su hermano José encontró, en el bolsillo de su gabán, un papelillo arrugado. Era lo último que escribió, recordando su niñez, en Sevilla: «Estos días azules y este sol de la infancia…».
Pilar escuchó la noticia de su muerte por la radio, en su casa de Palencia, cuando estaba velando a su hijo, enfermo. En la posguerra, Rafael, su marido, dirigió la luminotecnia del teatro María Guerrero.
Cuando dejó Madrid, durante la guerra, Pilar quemó muchas cartas de Antonio Machado: conservó solamente treinta y seis de las doscientas cuarenta que él le había enviado. Vivió cuarenta años más, hasta 1979: murió a los noventa años.
Opinan algunos críticos que ella fue, para Antonio, solamente una amada ideal, una figura literaria. Basándose en las cartas del poeta, otros opinan – opinamos – que fue un amor real: devolvió al poeta, en su madurez, la ilusión de un nuevo amor.
Aunque parezcan opuestas, las dos teorías no lo son. Para un escritor, las dos cosas son compatibles. Lo dijo ya Antonio Machado, en unos versitos inolvidables:
Él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás».
Sí existió Pilar de Valderrama, con todas sus limitaciones. Y, para Antonio Machado, sí existió Guiomar:
mírame en ti, castigado:
reo de haberte creado.
Ya no te puedo olvidar».
En su gabán, cuando murió, guardaba también Antonio Machado otro poema, una variante de una de sus Canciones a Guiomar. Es el que he elegido. Son solamente cuatro versos, una redondilla: «Y te enviaré mi canción…» (Le ha puesto música y la canta Amancio Prada).
Llama la atención la inusitada mención, en el verso tercero de este poemita, de algo tan exótico, tan alejado de la sobriedad castellana de Machado, como «un papagayo verde». ¿Por qué lo eligió?
Los papagayos tienen una amplia presencia en la poesía castellana. Ya los menciona el Arcipreste de Hita: «Son aves pequeñas papagayo e oriol». Por su brillante colorido, son un tema decorativo en la poesía barroca (Lope) y en el modernismo (Nicolás Guillén). Los fabulistas del siglo XVIII los presentan como ejemplo del falso sabio; por ejemplo, Iriarte: «Muchos de estos papagayos / hay, que presumen de sabios». En su Canto general, Pablo Neruda les concede un valor simbólico, como «voces de América»…
Todo esto queda muy lejano de la poesía de Antonio Machado. Más tiene que ver con el don Luis de Góngora, en sus Soledades, cuando habla de los papagayos como «aves que hablan con voces humanas».
Lo esencial del poemita de Machado es el verso segundo: «Se canta lo que se pierde». El papagayo que quiere enviar a Guiomar ha aprendido a repetirlo: es un mensajero, un portavoz, un alter ego del poeta. Le seguirá repitiendo a ella lo mismo, cuando él esté ausente y cuando haya desaparecido para siempre.
Esto sí que encaja bien con Antonio Machado y posee una hermosa, profunda sencillez. En estos cuatro versitos, nos está dando una nueva versión de uno de los símbolos más universales, desde la Biblia, el del paraíso perdido. Lo evocan San Agustín, Dante, Milton, Wordsworth, O’Neill, Antonio Gala… Lo resume brillantemente Proust: «El único paraíso es el paraíso perdido».
Una vez más, alcanza Antonio Machado la hondura sin necesidad de adornos retóricos: él busca siempre la verdad desnuda. En este caso, además, le quita solemnidad con la referencia casi burlesca al papagayo. Con máxima sencillez, nos da una de las mejores definiciones que yo conozco de la poesía: «Se canta lo que se pierde».
Salvo los muy vanidosos, no solemos cantar lo que poseemos, lo que hemos conseguido. Deseamos siempre lo que nos falta. Y, el que es poeta, lo canta. Tiene razón Antonio Machado: «se canta lo que se pierde». Gracias a él, no lo hemos perdido del todo.
Canciones a Guiomar:
«Se canta lo que pierde»,
con un papagayo verde
que la diga, en tu balcón.
Antonio Machado.
Otras lecciones de poesía:
- Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
- Miguel Hernández: Elegía a Ramón Sijé.
- Federico García Lorca: Sorpresa.
- Rafael Alberti: Oda a Platko.
- Fray Luis de León: A la vida retirada.
- José de Espronceda: La canción del pirata.
- El conde de Villamediana: Buscando siempre lo que nunca hallo.
- José Hierro: Réquiem.
- José Zorrilla: A buen juez, mejor testigo.
- Gerardo Diego: La ilusión de unas pocas palabras de amor.
- Juan Ruiz, Arcipreste de Hita: Elogio de las mujeres chicas.
- Gil Vicente: Romance de Don Duardos.
- Tomás de Iriarte: El burro flautista.
- Agustín de Foxá: Melancolía de desaparecer.
- Luis de Góngora: Mientras por competir con tu cabello.
- Garcilaso de la Vega: Soneto V.
- Anónimo: 'El conde Olinos' y 'El conde Arnaldos'.
- Vicente Aleixandre: Mano entregada.
- Antonio Machado: Yo voy soñando caminos…
- Francisco de Quevedo: Poderoso caballero...
- Oliverio Girondo: Se miran.
- Anónimo: Romance del prisionero.
- Luis Cernuda: Si el hombre pudiera decir.
- Gutierre de Cetina: Madrigal.
- Andrés Fernández de Andrada: Epístola moral a Fabio.
- José María Pemán: Ante el Cristo de la Buena Muerte.
- Anónimo: A Cristo crucificado.
- José Zorrilla: Don Juan Tenorio.
- Fray Damián Cornejo: Soneto.
- Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
- Bécquer: Rimas.
- Cervantes: Soneto al túmulo de Felipe II.
- Antonio Machado: Retrato.
- Manuel Machado: Adelfos.
- Anónimo: La Misa de Amor (Romance).
- Rosalía de Castro: Dicen que no hablan las plantas.
- Valle-Inclán: Testamento.
- Baltasar del Alcázar: Cena jocosa.
- Pedro Salinas: La voz a ti debida.
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.
* Lecciones de poesía es la sección que cada sábado ofrece el Catedrático de Literatura y crítico taurino de El Debate, Andrés Amorós, en la sección de Cultura.