El beso, veneno o paraíso
Luis de Góngora (1560-1627) y Antonio Carvajal (1943): 'La dulce boca que a gustar convida'
Luis de Góngora y Antonio Carvajal
La poesía sigue siendo, entre nosotros, un género minoritario. Ésa es la única explicación de que no sea más popular el nombre de Antonio Carvajal: un poeta absolutamente extraordinario. No suelo utilizar este tipo de adjetivos, que suenan a fácil halago o a exageración. Lo hago esta vez con una convicción absoluta. Desde hace años, el granadino Antonio Carvajal me parece el mejor poeta español vivo: un escritor de gran categoría, que está en las antípodas de la habitual ramplonería del mercado.
Lo singulariza, ante todo, el dominio magistral de la métrica: la ha explicado durante años en la Universidad de Granada y demuestra claramente ese dominio, en sus poemas. En cambio, desde que las vanguardias poéticas generalizaron el uso del verso libre, muchos poetas desconocen la métrica y hasta ignoran el valor decisivo que tiene. Se equivocan, sin duda, igual que los músicos que pretenden prescindir de la melodía.
Métrica y verso libre
¿Le debe interesar la métrica a un poeta que escriba verso libre? ¡Por supuesto! Para romper bien algo hace falta, primero, saber cómo se construye. Pablo Picasso, el gran rompedor del arte contemporáneo, era un extraordinario dibujante; Eugenio d’Ors lo comparó nada menos que con Rafael.
No es éste un prejuicio profesoral. Sencillamente, de la métrica depende nada menos que la música del poema. Antonio Carvajal lo ha sabido siempre, lo ha demostrado en su práctica poética y lo ha proclamado:
El dominio de la métrica va unido, en Antonio Carvajal, a una facilidad para escribir poesía sorprendente: improvisa poemas, ajustándose a esquemas métricos complicados. Lo confirma una anécdota: fue capaz de escribir las veinticuatro estrofas del libro Casi una fantasía en el trayecto de tranvía que va desde Granada hasta Albolote, su pueblo natal.
En un libro crítico admirable, explicaba Pedro Salinas la grandeza de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique por la feliz combinación de tradición y originalidad. Eso mismo se advierte con facilidad en la poesía de Antonio Carvajal. Conoce perfectamente y le influye mucho la gran tradición de la poesía española renacentista y barroca: Garcilaso. Herrera, Lope, Góngora, Quevedo, Calderón… El sensible crítico Ignacio Prat lo saludaba, retóricamente, con un endecasílabo: «Oh gran Antonio, oh Góngora segundo».
Se siente muy cerca Antonio Carvajal de la llamada escuela antequerano-granadina: Barahona de Soto, Hurtado de Mendoza, Gregorio Silvestre, Pedro Espinosa, Carrillo Sotomayor, Soto de Rojas, Trillo y Figueroa… A la vez, se declara «directamente seguidor» de Rubén Darío y el modernismo; también, de Manuel Machado, Paul Valéry, la generación del Veintisiete, su gran amigo Vicente Aleixandre… De joven, fue fundamental para su formación la relación con Carlos Villarreal: «El hombre que más sabía de poesía, el lector ideal».
Un poeta que cultiva rosas
Resume Carvajal todas estas lecturas e influencias con la metáfora del lúgano: el pájaro que hace suyos los cantos de todos los demás pájaros.
Todas estas afinidades culturales no deben hacernos pensar en un poeta culturalista, libresco. En su obra se siente muy viva la presencia del campo, de la vega de Granada: la centenaria tradición del agua; los nombres de aves, pájaros, plantas, aperos, faenas...
Lo ha declarado muchas veces: «Todos me tildaron de campesino y floral… Yo siempre he tenido muy buena mano para las plantas… Yo no he roto con el campo». De forma un poco provocativa, se ha definido: «Soy un poeta que cultiva rosas».
Con una insólita brillantez formal, los poemas de Antonio Carvajal se atienen –lo dice él mismo– a los temas clásicos de la poesía de toda la vida: «Amor y desamor. La vida y la muerte. El hombre y el paisaje. Y poco más».
En el Purgatorio de La Divina Comedia, Dante califica al trovador provenzal Arnaut Daniel como «il miglior fabbro» (‘el mejor artesano’). T.S. Eliot recuperó ese título para su amigo y colaborador en La Tierra baldía Ezra Pound. Por su brillantez formal, algunos críticos le aplicaron también esa etiqueta a Antonio Carvajal. Él se defendió, en un irónico soneto:
Lo dicen tantos. Ellos deben saber por qué.
Pero no saben darme la palabra que quiero,
toda ella encendida de esperanza y de fe (…)
Tal vez cordial o vano, tal vez il miglior fabbro
pero pocos entienden que en mis palabras labro
esa fosa con flores que llamamos poesía».
Su obra poética no es un puro juego formal, defiende valores humanos muy claros: «El respeto al valor de la persona, la lealtad en convivencia, la amistad…» Y, por supuesto, como valor supremo, el amor. No pocos veces, se refiere a él utilizando términos místicos (lo mismo que hacen, por ejemplo, Federico García Lorca y Antonio Gala).
En 1968, cuando sólo tenía 25 años, publicó Antonio Carvajal un libro de poemas verdaderamente deslumbrante, Tigres en el jardín. El título, dual, reúne los jardines de su vega granadina con el animal que ataca rapidísimo y silencioso, como el amor…
Al comienzo, canta en un poema la Anunciación de la carne:
vino el ángel del cielo a verme una mañana;
yo encadenaba plumas de ensueño en mi ventana
con un candor desnudo de lino y alhelíes (…)
Me cerró las heridas su boca que enamora
y abrazando mi cuerpo transitado en su brío,
me dijo: ‘Eres hermoso’. Y se fue con la aurora».
En primera persona, con muchos elementos lujosos (lo contrario de la poesía social, entonces tan de moda), recibe la visita del ángel: es el momento simbólico de la revelación de sí mismo, de la afirmación del destino, del beso del ángel:
me sacude en mí mismo, los huesos me distiende,
me rinde desmayado de luz mientras me fresa.
Puede más que tu espada de filo caprichoso
y me hiende la boca, y la carne me hiende,
y el hueso con un beso me hiende y atraviesa».
Más tarde llegará la plenitud del amor:
y es fuego de mi carne la flor de tu mejilla (…)
Hay en cueva de nata paladar de paloma
y en jardines cerrados para el sol que declina,
paraísos abiertos del tacto y el aroma».
Con ricas imágenes y con barrocos contrastes, nos está remitiendo el poeta al famoso título de Soto de Rojas (modificado, por supuesto): Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Pero, aquí, el paraíso no se reserva a unos pocos, a una minoría exquisita: está abierto a cualquier ser humano que viva intensamente su amor. No es un paraíso perdido, como el de Milton, sino reencontrado, gracias al amor.
Me recuerda lo que contó mi amigo Julio Cortázar. En un templo de la India, encontró una inscripción que se repetía cien veces, a lo largo de los muros: «Si el paraíso existe, está aquí, está aquí, está aquí…». Así, hasta el infinito.
'Tigres en el jardín'
Tigres en el jardín está considerado ya un libro clásico. Después de él, Antonio Carvajal ha continuado publicando regularmente libros de poemas: una amplia obra, sin bajar nunca el nivel de singular maestría.
Añado una anécdota: más de una vez, he leído yo algún poema suyo, en un programa de radio de amplia audiencia, no especializado, y la respuesta del público ha sido siempre clamorosa.
Nunca dudé en incluir un poema suyo, en esta serie. El problema era decidir cuál: tiene muchos, tan logrados… Releyendo sus obras, me he encontrado ahora con un hermoso soneto, cuyo verso inicial me llama la atención: «La dulce boca que a gustar convidar…».
No cabe duda: aunque no lleva comillas ni hace indicación alguna –así suele proceder Antonio Carvajal, con bastantes autores–, se trata del endecasílabo que abre un soneto de don Luis de Góngora. Este es el soneto del poeta barroco cordobés:
un humor entre perlas destilado
y a no envidiar aquel licor sagrado
que a Júpiter ministra el garzón de Ida,
amantes, no toquéis si queréis vida
porque entre un labio y otro colorado
Amor está, de su veneno armado,
cual, entre flor y flor, sierpe escondida.
No os engañen las rosas, que a la Aurora
diréis que, aljofaradas y olorosas,
se le cayeron del purpúreo seno;
manzanas son de Tántalo, y no rosas,
que después huyen del que incitan ahora
y sólo del Amor queda el veneno».
Se cree que Góngora escribió este soneto hacia 1584, cuando contaba solamente veinticuatro años, en una etapa de aprendizaje, pues sólo llevaba un par de años cultivando esta estrofa.
Ya Salcedo Coronel, uno de los primeros y más importantes comentaristas del poeta (Las obras de Góngora comentadas, 1636-1648), señaló que su principal modelo es un soneto de Torquato Tasso, además de una serie de lugares comunes del humanismo renacentista y barroco.
«Dulce boca»
Comienza Góngora ponderando el atractivo de una boca femenina de perfecta belleza. A eso dedica íntegramente el primer cuarteto. Antepone el adjetivo: «dulce boca» es, sin duda, mucho más atractivo que hubiera sido «boca dulce».
Utiliza en seguida una metáfora convencional: las «perlas» son los ‘dientes’. Lo refuerza con una alusión mitológica: el «humor» (‘el sabor de la saliva’) de esa boca no tiene nada que envidiar a «aquel licor sagrado / que a Júpiter ministra el garzón de Ida». Es la misma alusión que aparece al comienzo de la Soledad primera de Góngora. (Son aquellos versos que Dámaso Alonso recitó de memoria a sus compañeros del Veintisiete, en la fiesta que les ofreció, en Pino Montano, Ignacio Sánchez Mejías):
a Júpiter mejor que el garzón de Ida…».
Este copero de Júpiter era Ganimedes, mencionado ya por Homero en la Ilíada: «Ganimedes, comparable a un dios, fue el más hermoso de los mortales. Lo raptaron los dioses, para que fuera escanciador de Zeus, para que conviviera con los inmortales».
Se convirtió pronto Ganimedes en símbolo del deseo erótico: al verlo, Júpiter se enamoró de él y envió a un águila –o se transformó él mismo en una– para raptarlo y llevarlo al monte Olimpo. El rapto de Ganimedes es un tema frecuente en el arte clásico: estatuas romanas, pinturas de Correggio y Rubens, Mengs… (Sarcásticamente, Rembrandt lo pinta como un niño regordete, que, en su vuelo, se orina, de miedo).
¿De qué nos advierte Góngora?
Todo esto contribuye al ornato clásico del cuarteto de Góngora: un beso de esa boca es comparable al licor que enloqueció al padre de los dioses…
Para sorpresa del lector, el tono cambia radicalmente en el segundo cuarteto: la ponderación estética se transforma en una advertencia moral de los peligros que esa boca encierra.
Si nos fijamos en la sintaxis, el vocativo que abre el segundo cuarteto indica a quién se dirige esa advertencia: «amantes». Es decir, a cualquier ser humano, atraído (más bien, tentado) por el amor. ¿De qué nos advierte Góngora? Resulta que lo que creíamos el sujeto de la larga frase, «la dulce boca», en realidad es el complemento directo del verbo principal: «no toquéis». (Anticipar un objeto directo tan extenso es algo muy poco frecuente). La belleza ha mostrado su verdadera cara, el engaño, que conduce a un sentimiento tan típico del barroco como el desengaño.
Veamos los detalles. La «boca» del primer cuarteto se ha convertido ya en otra cosa: «entre un labio y otro colorado». Como precisa Ricardo Senabre, «ahora se ha entreabierto en una implícita invitación al beso». Así, ha permitido ver la lengua, móvil, que nos atrae, pero que es tan peligrosa como una serpiente, escondida entre las flores. (En el Renacimiento, era bien conocida la expresión de Virgilio: «latet anguis in herba», ‘se esconde la serpiente en la yerba’, que se utilizaba como símbolo de los riesgos ocultos y de la traición, tanto en el amor como en la política).
«Un labio y otro colorado»
El atractivo de «un labio y otro colorado» se convierte, al final del segundo cuarteto, en «flor y flor». Y, en el tercero, en «rosas», a las que añade Góngora un nuevo atractivo: «a la Aurora / diréis que, aljofaradas y olorosas, / se le cayeron del purpúreo seno».
Ya señaló Salcedo Coronel que esta última metáfora tiene también un claro antecedente italiano, de Bernardo Tasso: «Queste purpuree rose, che a l’Aurora, / al apparir del dí, cadder del seno». Me parece muy curioso advertir que Góngora volverá años después a utilizar este mismo lugar común, renacentista, pero en otro contexto muy distinto, no erótico, sino religioso, para cantar Al nacimiento de Cristo nuestro señor, en un romance de 1621:
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno
porque ha caído sobre él!».
No debe extrañarse el lector de que un poeta utilice la misma metáfora para aludir a realidades tan diferentes. Los recursos literarios son sus armas, forman parte de su arsenal, para lograr su propósito estético. Un ejemplo semejante: Valle-Inclán, en uno de sus esperpentos, aplica a Isabel II la misma metáfora que años antes le había servido para describir a un indio…
Volvamos a Góngora y a otra metáfora, de preciosa sensualidad: esas rosas-labios están «aljofaradas». El aljófar es una perla pequeña, de gran belleza. Al amanecer, las rosas aparecen cubiertas de pequeñas gotas de rocío: igual que esos labios, que ahora están húmedos, para incitar al beso.
En el terceto final, una nueva alusión mitológica intenta reconducirnos a la admonición moral: «Manzanas son de Tántalo y no rosas». Como ya hemos visto en el comentario a otro poema, Tántalo reveló secretos de los dioses y raptó al hermoso Ganimedes (el «garzón de Ida», del primer cuarteto). Por eso, fue condenado eternamente al Tártaro, a sufrir hambre y sed, rodeado de agua y de fruta, que retrocedían cuando él intentaba tomarla.
El engaño de la belleza
La mitología clásica no concretaba de qué frutas se trataba. Góngora las convierte en «manzanas», de acuerdo con la tradición cristiana, de Eva: son el símbolo de la tentación femenina. Es decir, lo mismo que la belleza y el erotismo.
Esto es lo que nos dice la letra de este soneto de Góngora: es una advertencia moral sobre el engaño de la belleza y sobre el veneno que esconde el atractivo erótico.
¿Es eso todo lo que nos ha querido transmitir el extraordinario poeta cordobés? Conociendo un poco la complejidad de su carácter y las acusaciones que contra él se vertieron, parece inevitable imaginar otra cosa: de acuerdo con la moral de la época, nos previene contra los riesgos del amor físico, pero, a la vez, lo pinta con tal belleza que se deleita y nos hace deleitarnos, al imaginarlo.
Un beso
Toda esta deslumbrante imaginería barroca estaba puesta al servicio de presentar, ocultándolo, un beso. Resume Senabre: «uno de los besos más portentosos de la poesía española».
No es, desde luego, un tema nuevo, en el arte. Todos recordamos las esculturas de Rodin y Brancusi, los cuadros de Toulouse Lautrec, Klimt y Munch…
Tampoco es algo nuevo, en la poesía: aparece ya en la Biblia. En El Cantar de los Cantares, suplica la amada: «Bésame con los besos de tu boca».
En La Divina Comedia, por leer juntos un libro, Paolo y Francesca fueron condenados al infierno de los enamorados: «la boca mi bació tutto tremante».
Una de las más populares Rimas de Bécquer lo pondera así:
Por una sonrisa, un cielo.
Por un beso, yo no sé
lo que diera por un beso».
Desde el siglo XIV, con el hispano-judío don Sem Tob (¿habrá ahora que censurarlo?) hasta hoy mismo, son innumerables los poetas hispánicos que cantan al beso: Castillejo, Sebastián de Horozco, Garcilaso, Lope, Quevedo, Góngora, Pedro Espinosa, Pérez de Montalbán, Sor Juana Inés de la Cruz, Zorrilla, Salvador Rueda, Rubén Darío, Joaquín Dicenta, Enrique de Mesa, César Vallejo, Neruda, Pedro Salinas, Miguel Hernández…
También lo canta la música popular. Por ejemplo, el precioso bolero Bésame mucho, de Consuelo Velázquez:
como si fuera esta noche la última vez…».
Incluso durante el franquismo, el pasodoble que cantó Celia Gámez lo justificaba patrióticamente:
es que besa de verdad
y a ninguna le interesa
besar por frivolidad».
Volvamos al hermosísimo endecasílabo, «La dulce boca que a gustar convida». Lo prolonga Antonio Carvajal en otro soneto. Sin advertirnos de dónde procede – uno de los juegos literarios que tanto le gustan – lo incluye en su libro De un capricho celeste (1988). Aparece también en sus antologías Extravagante jerarquía (2018) y Nos diferencia el cuerpo (2024).
En el soneto de Antonio Carvajal, no es sólo el primer verso la única cita literal del poema de Góngora. Repite casi idéntico el verso 6: «pues entre un labio y otro colorado». Menciona también otros términos: «destilado» (verso 2); «licor… sagrado» (verso 3); «amor» (verso 5); «rosa» (verso 8); «veneno» (verso 9); «seno» (verso 11); «aurora» (verso 12). Evidentemente, le hubiera sido muy fácil prescindir de estas repeticiones: son voluntarias, buscadas, para subrayar el paralelismo.
El Amor
Suprime Carvajal las menciones mitológicas a Júpiter, a «el garzón de Ida» y a Tántalo. Sí, mantiene una de las fórmulas gongorinas que señaló Dámaso Alonso, «si A, más B»: «si oculto, más sagrado». A la metáfora de la rosa” añade la del «clavel», unido al campo semántico de la «herida» y del «costado», tan erótico como místico. La mención expresa del «beso» aparece en seguida (verso 2) y se repite luego (verso 10).
Al margen de estos detalles, el cambio básico es otro. Lo podemos ver también en la sintaxis: el que habla es el poeta. Se dirige al Amor, no a los enamorados. No lo considera un engañador sino un «consolador». Y el mensaje se concreta en una súplica repetida: «dámelo» (verso 5)… «dame» (verso 9).
¿Por qué lo pide? No está hablando de placer ni de hedonismo sino de algo más sencillo, más profundo: «que quiero vida» (verso 5). (Se sobreentiende: sin amor, no hay vida digna de ese nombre). Y la quiere «ya»: es lo que repetirá en la última palabra del soneto: «¡ahora!» (verso 14).
El mensaje moral
Toda la maestría retórica del poeta desemboca en las enumeraciones de los dos cuartetos, que expresan con brillantez una actitud totalmente entregada al amor. A un poeta de nuestro tiempo, ya no le hace falta defender (o fingir que defiende) un mensaje moral. Corregir así a Góngora, situándose a ese altísimo nivel poético, es privilegio reservado sólo a los más grandes.
Defiende Antonio Carvajal un valor supremo: el amor. No sería imposible aplicarle a él también el título que sus contemporáneos dieron a Petrarca: «Micer Antonio, que de amor suspira».
Tiene también otro valor máximo, la belleza que nos entrega, en su obra. De cierto personaje, escribió Manuel Machado: «Dejó un cuadro, un puñal y un soneto…» Muchos sonetos – y otras estrofas – inolvidables nos deja en su obra Antonio Carvajal. A la manera de don Manuel Machado, lo resume así:
queda inmóvil la luz en mi ventana
sin mi apresuramiento y mi figura,
sabed que algún soneto os he dejado
y que, cruzando del olvido el vado,
salvé de tantos cuadros la hermosura».
En el maravilloso y enigmático Celoso extremeño, Cervantes pone en boca de Camila: «Luego, ¿todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad? “Y le responde Lotario: “En cuanto enamorados, siempre quedan tan cortos como verdaderos».
Lo definió, de una vez por todas, John Keats: «Una cosa hermosa es una alegría para siempre». Ésa es la verdad poética de Antonio Carvajal.
un silencio de besos destilado
y aquel licor, si oculto, más sagrado,
que mana del suspiro y de la herida,
5 amor, dámelo ya, que quiero vida,
pues entre un labio y otro colorado
tienes tanto clavel de mi costado,
tanta rosa recién amanecida.
9 Dame, consolador, tanto veneno,
que quiero amar, morir, besar, soñarte,
suspirar, no dormir, verte en tu seno
12 y, entre las golondrinas de la aurora,
buscarte y no perderte y encontrarte
ayer, mañana y nunca y siempre: ¡ahora!
Antonio Carvajal.
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* Lecciones de poesía es la sección que cada sábado ofrece el Catedrático de Literatura y crítico taurino de El Debate, Andrés Amorós, en la sección de Cultura.